Gabriel Camilli
La Prensa,
08.02.2024
El 10 de febrero
de 1824, el General San Martin y su hija Mercedes, de siete años y medio, se
embarcaban en Buenos Aires en el barco Le Bayonnais, con rumbo a Europa, al no
serle propicias las circunstancias políticas por las que atravesaba la
Argentina y, especialmente, Buenos Aires. Con el mayor dolor en su corazón por
la muerte de su esposa y por la ingratitud de los pueblos que él libertó, se
fue de su Argentina amada.
Se despidió de
América en silencio, su partida no estuvo acompañada de palabras resonantes,
fuesen de amargura o de autoelogio; se fue estoico, orgulloso y desinteresado,
como un gran soldado y con gran personalidad.
En ocasión de
repatriar, los restos mortales de nuestro Libertador, en mayo de 1880, el
entonces Presidente de la Nación, el Dr. Nicolás Avellaneda, supo decir: “Los
Pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos y los
que se apoyan en sus tumbas gloriosas son los que mejor preparan su porvenir”.
Proféticas y muy certeras palabras que hoy nos interpelan con una fuerza
arrolladora. Pero también queremos llamar las cosas por su nombre.
LAS RAZONES
Debemos tener
conciencia de por qué se fue el Padre de la Patria.
El propio General
San Martín, el 28 de julio de 1821 en Lima, había dicho: “Al Americano Libre
corresponde trasmitir a sus hijos la gloria de los que contribuyeron a la restauración
de sus derechos”; claro mandato con una absoluta e incuestionable autoridad
moral.
Más tarde, en 1910
se le encargó a la ilustre pluma de Don Leopoldo Lugones una frase contenedora
para toda la Argentina sin que nadie quedara excluido: “La justicia con los
muertos, especialmente los ilustres, que es el más alto deber de todo ciudadano
de bien, consiste, sobre todo, en librarlos del olvido y ponerlos en acto”.
Hoy queremos
ayudar a librar del olvido y la confusión esta importante y dolorosa partida
del Libertador San Martín ocurrida hace 200 años y que seguramente hoy este
país confundido no recordará.
En un libro
testimonial, ‘La muerte del Martín Fierro’, de ese gran escritor y sacerdote
que fue Leonardo Castellani, se le dedica un verso entrañable al quehacer
Sanmartiniano:
“San Martín ha
sido grande,
y hoy es grande su
memoria,
pero no basta su
gloria,
para cubrir un
hijo ruin,
no es lo mismo San
Martín,
que los que
escriben su Historia”.
El mismo General
nos dejaba esta profunda reflexión, para aclarar tantas versiones actuales
injuriosas al Padre de la Patria, que se escriben con total desparpajo y sin
conocimientos sólidos y veraces. Sus palabras ayudan a comprender por qué se
fue San Martin en 1824. “Sé que la Logia (dice San Martin) nunca me perdonó mi
conducta, pero aún tengo la conciencia de que obré en el interés de la
revolución de América; y de que, si hubiese ido a Buenos Aires, la campaña del
Perú no habría tenido lugar, ni la guerra de la Independencia habría terminado
tan pronto” (Cf. Cuccorese, Horacio, Catolicismo y masonería. Precisiones
históricas a la luz de los documentos, Fundación Mater Dei, Buenos Aires,
1993).
Notables palabras
de este gran estadista que vio siempre en grande la política americana. No
desenvainó la espada para pelear luchas entre hermanos. Visto desde las fuentes
y no desde la interpretación de confusos biógrafos, el General San Martin no
provocó ninguna tormenta interna, como lo acusan sus enemigos de antaño y los
actuales.
Como nos relata el
Coronel Santiago Rospide en su reciente libro ‘El sueño frustrado de San
Martin’:
“Era la envidia
que generaba la sola figura de este hombre superior que tantos celos y enconos
provocó en el partido liberal, principal obstáculo a su política
independentista. Aunque la historia lo silencia y oculta, nosotros nos vimos en
la obligación de refrescar a nuestros lectores las pruebas -otros lo han hecho
en mejores tiempos- y por eso escribimos para desagraviar las calumnias y
persecuciones cometidas contra su persona. En diciembre de 1823 después de su
estadía en Mendoza el Gran Capitán regresó a Buenos Aires. Estanislao López le
había advertido que lo querían detener -por eso le ofreció una escolta- y
someter a juicio sumarísimo en un consejo de guerra, justamente por haber desatado
esa ´tempestad´ de la que lo acusaban falsamente, al no haber querido repasar
Los Andes para sumarse a las luchas internas que desangraron a los argentinos
allá por 1820. Querían prender como a un delincuente al hombre que hizo un gran
bien. Por un lado, lograba alejar la presencia enemiga de su patria con sus
campañas militares y por el otro, evitaba derramar sangre de hermanos en una
guerra que los unitarios desataron y que se prolongó hasta llegar al del
fusilamiento de Dorrego”.
Pero la historia y
los historiadores honestos nos enseñan que si alguna “tormenta” debemos
recordar, es la que tiene a Bernardino Rivadavia y sus acólitos como
protagonistas. A Rivadavia debemos recordarlo no como un gran estadista que
sabe calmar tempestades políticas sino como el origen de las tempestades y
calamidades de la historia argentina. Esos enemigos expulsaron a San Martin en
1824. Cuando nadie preveía algo tan bochornoso, allí estuvo Rivadavia. Y
también después del triunfo de la Guerra contra el Brasil, allí nuevamente
estaba Rivadavia para desencadenar la gran tormenta que culminó en el
fusilamiento de Dorrego y en el inicio de las guerras civiles.
EL ARQUETIPO
La “vida” de San
Martin terminaba, pero empezaba la vida del arquetipo. “Antes de derribar a don
Quijote sobre la arena de la playa de Barcelona, el bachiller Sansón Carrasco
(disfrazado para la ocasión de Caballero de la Blanca Luna) fija expresamente
las reglas del desafío. Si don Quijote resulta vencido tendrá que retirarse en
su aldea durante un año; vencido, pero antes tendrá que declarar que Dulcinea
del Toboso no es la dama más hermosa del orbe. Haciéndolo abjurar de la dama de
sus pensamientos, Sansón Carrasco pretende, en realidad, que el retiro de don
Quijote sea definitivo; pues un caballero que dimite de su causa se convierte
en un hombre sin misión. Pero, una vez derribado y a merced de su vencedor, con
la lanza apuntando a su garganta, don Quijote, ´como si hablara dentro de una
tumba, con voz debilitada y enferma´, se niega a renegar de su amada: ´Dulcinea
del Toboso es la más hermosa mujer del mundo -afirma- , y yo el más desdichado
caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad.
Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra´.
Don Quijote se ha entregado a Dulcinea sin condiciones, sin pedir nada a
cambio, sin hacer depender su lealtad de que Dulcinea le corresponda. ¿Por qué
habría de depender, pues, la grandeza de Dulcinea de la flaqueza de su brazo?
No es la fortaleza de don Quijote la que ha encumbrado a Dulcinea como la más
hermosa dama del orbe, no es la opinión cambiante de los hombres lo que cambia
la sustancia de la verdad. La lealtad de don Quijote a Dulcinea no se ha
inmutado ni siquiera cuando la ha visto convertida en una zafia labradora; así
que tampoco se inmutará cuando la lanza del Caballero de la Blanca Luna le
aprieta la gorja. Y es tan hermosa la determinación de don Quijote que hasta el
bellaco de Sansón Carrasco se rinde ante ella: ´Viva, viva en su entereza la fama
de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo me contento con que
el gran don Quijote se retire a su lugar un año´” (Juan Manuel de Prada,
Enmienda a la totalidad).
Con ese capítulo
final terminaba Don Quijote de la Mancha. Pero empezaba la vida del arquetipo
Quijote que todavía vive, pese a nuestros tiempos tan poco heroicos, tan poco
nobles. Y no solo vive todavía Quijote sino que parece que ya no habrá de
morir.
Como hemos dicho
en otras ocasiones, con el General José de San Martín pasa otro tanto. Él tuvo
entre nosotros dos nacimientos y varias muertes. Nació en Yapeyú en 1778 pero
volvió a nacer para su Patria en 1812, cuando ya era teniente coronel de
caballería y se disponía a luchar por la independencia. Y fueron varias sus
"muertes", siempre rodeado por la incomprensión y la envidia de
varios de sus compatriotas. Así, murió por primera vez para la Patria cuando
partió al exilio voluntario en 1824. Y volvió a morir unos pocos años después,
en 1829, cuando su frustrado regreso lo devolvió otra vez a Europa.
DOSCIENTOS AÑOS
Volvemos al legado
de San Martín en palabras de uno de sus mejores intérpretes el querido Mayor de
Infantería Don José Antonioni quien en la Escuela Superior de Guerra Conjunta
nos decía: “Es hora de cumplir acabadamente con este mandato imperioso nuestro
Padre de la Patria, haciendo lo que debemos, sin falsas excusas, sin esperar
condiciones ideales, en una siembra constante, haciendo el bien a cada paso de
nuestros quehaceres, en la realidad actual de nuestra Nación, por difícil que
sea. Es hora de conocer y reconocer ésta grandeza sanmartiniana, para después
vivirla y practicarla, trasmitiéndola. Un antiguo, pero muy valioso y verdadero
refrán popular, dice: ‘es de bien nacidos, ser agradecidos’. Cómo podemos
agradecer esta Patria y sus dones, adquiridos con inmensos sacrificios, del
Gran Capitán y de sus seguidores, de todas las edades, de todas condiciones:
con una conducta digna, permanente, comprometida con el Bien Común, haciendo lo
que debemos, aquí y ahora. Así debemos mostrar nuestra gratitud, en plenitud,
en nuestros quehaceres, sean cuales fueran; es época de sembrar, de sembrar
dignidad agradecida y especialmente activa”.
(...)
Gabriel Camilli
Cnl My (R) -
Director del Instituto ELEVAN.
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