EL CANIBALISMO IMPERIAL DE LOS AZTECAS

 


 una verdad incómoda para los críticos de la Conquista


Claudia Peiró


Infobae, 31 de Agosto de 2021

 

La otra cara de la leyenda negra sobre la colonización de América por los españoles es la idealización del mundo precolombino, pintado como un Edén en el que los indígenas vivían en armonía entre sí y con la naturaleza. La grandeza de la cultura azteca, plasmada en sus monumentales construcciones, o el “socialismo” inca eran elementos de un relato que encubría un dominio implacable de esos imperios sobre otras etnias a las que sojuzgaban, explotaban, saqueaban y, en ciertos casos, devoraban. Literalmente.

 

“Oí decir que le solían guisar (a Moctezuma) carnes de muchachos de poca edad... (...) mas sé que ciertamente desde que nuestro capitán [Hernán Cortés] le reprendió el sacrificio y comer de carne humana, que desde entonces mandó que no le guisasen tal manjar”. Quien esto escribe es Bernal Díaz del Castillo, conquistador español, que en 1519 a las órdenes de Hernán Cortés participó de la expedición que puso fin al Imperio azteca.

 

Otros testimonios daban cuenta de la existencia de muros construidos con cráneos en Tenochtitlán. “Fuera del templo, y enfrente de la puerta principal, aunque a más de un tiro de piedra, estaba un osario de cabezas de hombres presos en guerra y sacrificados a cuchillo, el cual era a manera de teatro más largo que ancho, de cal y canto con sus gradas, en que estaban ingeridas entre piedra y piedra calaveras con los dientes hacia fuera”. Ese relato del cronista Francisco López de Gómara, en Historia de las conquistas de Hernán Cortés, recogía el testimonio de Andrés de Tapia y Gonzalo de Umbría, dos hombres de Cortés, sobre la existencia de ese osario.

 

Relatos como éste fueron relativizados o descalificados por sospecha de subjetividad y falta de pruebas materiales, hasta que la evidencia arqueológica los confirmó: en 2017, y tras dos años de excavaciones, arqueólogos mexicanos dieron con parte de esos muros construidos con cráneos humanos, en el lugar donde estaba ubicado el Templo Mayor de Tenochtitlán, en pleno centro de la actual capital mexicana. La sorpresa adicional fue que, entre estos ladrillos humanos, había varios pertenecientes a mujeres y a niños.

 

Hasta entonces, se decía que los sacrificios humanos de los aztecas eran esporádicos, que el canibalismo lo era aún más y que aquella pared de restos humanos, si existió, estaba compuesta sólo por cabezas de guerreros capturados en batalla y que el objetivo de su exposición en un muro era el amedrentamiento.

 

En los últimos años se ha profundizado la idealización y el panegírico de las culturas “originarias” y en ese contexto se ha caído en condenas extemporáneas a la crueldad de los españoles, reduciendo toda la empresa de colonización a un genocidio y obviando la cultura y las instituciones exportadas a América y, más importante aun, el proceso de mestizaje impulsado desde el primer momento por Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, y continuado por su nieto, Carlos I de España. Un mestizaje que dio origen a las actuales nacionalidades hispanoamericanas. Un rasgo casi privativo de la dominación española: si miramos a las colonias poseídas por otros países europeos, veremos que allí el mestizaje fue casi inexistente, porque el personal de la metrópoli vivía aislado de la población local, cuando no se dedicaba a capturar a los nativos para traficarlos como esclavos.

 

Un impacto en el presente de estas tergiversaciones del pasado fue la renuncia de España a conmemorar, en 2019, los 500 años de la conquista de México por Hernán Cortes; y en realidad, del nacimiento de México. En cambio, el presidente de ese país, Andrés Manuel López Obrador, eligió evocar este año los 5 siglos de la caída de Tenochtitlán, la capital azteca. Amén de su constante y absurda exigencia de que España y la Iglesia pidan perdón por la conquista y la colonización, cuando en realidad la nación mexicana surgió de ese proceso.

 

En esa faena, López Obrador se involucró en un debate con el historiador argentino Marcelo Gullo que acaba de publicar Madre Patria, un libro que desmonta la leyenda negra y es best seller en España. Una de sus principales hipótesis es que Cortés no conquistó México sino que lo liberó de la opresión azteca; con sólo 700 hombres, pudo reunir sin embargo un ejército de 300 mil indios pertenecientes a las etnias oprimidas por el imperio de Moctezuma que se sumaron a su campaña.

 

El Presidente mexicano criticó esta hipótesis pero debió admitir que “varios pueblos originarios como los totonacas, los tlaxcaltecas, los otomíes, los de Texcoco” y otros “ayudaron a Cortés”, aunque agregó que “este hecho no debe servir para justificar las matanzas llevadas a cabo por los conquistadores ni le resta importancia a la grandeza cultural de los vencidos”. También admitió que la idea “de que Moctezuma era un tirano puede ser cierta”. “Tampoco debe verse a Cortés como un demonio, era simplemente un hombre con poder”, dijo.

 

Estas admisiones implican que su insistencia en una visión extemporánea e incompleta, por decir lo mínimo, de la conquista y su panegírico de la cultura azteca están más cerca de la impostura que de la convicción.

 

Su última ocurrencia ha sido la de rebautizar el período colonial como “resistencia indígena”. “Vamos a recordar con dolor y pesar” la conquista por la “tremenda violencia que significó”, dijo el pasado 12 de agosto en referencia a la caída de Tenochtitlán que en realidad fue celebrada por la mayor parte de las etnias que poblaban la zona.

 

Por otra parte, como advierte Marcelo Gullo, incurre en el error de asimilar la historia de los aztecas con la historia de México ya que éstos eran sólo a una de las muchas etnias que habitaban ese territorio. Y cita al filósofo mexicano José Vasconcelos que afirma que “la historia de México empieza como episodio de la gran Odisea del descubrimiento y ocupación del Nuevo Mundo”.

 

“Antes de la llegada de los españoles -dice Vasconcelos-, México no existía como nación; una multitud de tribus separadas por ríos y montañas y por el más profundo abismo de sus trescientos dialectos, habitaba las regiones que hoy forman el territorio patrio. Los aztecas dominaban apenas una zona de la meseta... (...) Ninguna idea nacional emparentaba las castas; todo lo contrario, la más feroz enemistad alimentaba la guerra perpetua, que sólo la conquista española hizo terminar.”

 

En cuanto a la antropofagia -sujeto tabú para la corrección política- Gullo cita al antropólogo estadounidense Marvin Harris, que en Caníbales y Reyes (1977) escribió: “Lo más notable es que los aztecas transformaron el sacrificio humano de un derivado ocasional de la suerte en el campo de batalla en una rutina según la cual no pasaba un día sin que alguien no fuera tendido en los altares de los grandes templos como los de Uitz Uopochtli y Tlaloc. Y los sacrificios también se celebraban en docenas de templos menores que se reducían a lo que podríamos denominar capillas vecinales”.

 

Harris menciona el hallazgo fortuito de una de estas capillas, “una estructura baja, circular” de unos 6 metros de diámetro”, descubierta cuando se estaba construyendo el subteráneo de la capital mexicana. “Ahora se encuentra, conservada detrás de un cristal, en una de las estaciones más concurridas. Para ilustración de los viajeros, aparece una placa en que sólo se dice que los antiguos mexicanos eran muy religiosos”, acota.

 

Sobre esto Gullo comenta: “Como lo demuestra el ejemplo de esa simple placa, si hay un pueblo al que se le ha falsificado su propia historia, ese es el pueblo de México. Se les hace creer [que] todos descienden [de los aztecas, y olvidar] que muchos de los que leen esa placa descienden de los pueblos que los aztecas capturaban para realizar sus sacrificios humanos”.

 

Si algo desmiente las virtudes de imperios como el Azteca es justamente la aventura de Hernán Cortés, quien no hubiera podido vencer a Moctezuma sin la cooperación de las etnias sometidas por los mexicas, que vieron en la llegada de los españoles una oportunidad de emancipación.

 

Uno de los rasgos más crueles de ese dominio azteca eran los sacrificios humanos. No es característica exclusiva de ese pueblo pero sí lo es la modalidad, extensión e intensidad de esta práctica y el hecho de que el fruto de las ofrendas humanas a los dioses iba a parar a la mesa del emperador mexica y de su nobleza.

 

Las descripciones de estos sacrificios son impactantes de leer. Tan chocantes como las escenas de sacrificios humanos de la película Apocalypto, de Mel Gibson, que le valieron duras críticas de los detractores de la conquista. El film trata de la cultura maya, pero la modalidad era muy similar a la azteca: la extracción del corazón a la víctima todavía viva para ser ofrendado al dios, luego el despeñamiento del infeliz por el borde escarpado de la pirámide, y finalmente el faenado de las “piezas” para su distribución...

 

“Después que las hubieron muerto y sacados los corazones, llevaban las pasito, rodando por las gradas abajo; llegadas abajo, cortaban las cabezas y espetaban las un palo, y los cuerpos llevaban los a las casas que llamaban calpul, donde los repartían para comer.” Esto escribió fray Bernardino de Sahagún, en Historia general de las cosas de la Nueva España. Sahagún fue el primero en estudiar la cultura azteca. Describió con detalle las ceremonias y el calendario religioso de los aztecas. Muchos prisioneros de guerra eran mantenidos cautivos para ser sacrificados en determinadas fechas.

 

Sigue Sahagún: “Después de desollados (...) llevaban los cuerpos al calpulco, adonde el dueño del cautivo había hecho su voto o prometimiento; allí le dividían y enviaban a Moctezuma un muslo para que comiese, y lo demás lo repartían por los otros principales o parientes (...). Cocían aquella carne con maíz, y daban a cada uno un pedazo [en] una escudilla o cajete, con su caldo y su maíz cocida”.

 

Los sacrificios no se limitaban a los adultos: “Estos tristes niños antes que los llevasen a matar aderezábanlos con piedras preciosas -dice Sahagún-, con plumas ricas y con mantas y maxtles muy curiosas y labradas (...); y cuando ya llevaban los niños a los lugares a donde los habían de matar, si iban llorando y echaban muchas lágrimas, alegrábanse los que los veían llorar porque decían que era señal que llovería muy presto”.

 

La historia de estos “banquetes” quedó por mucho tiempo oculta detrás de la exaltación de las civilizaciones indígenas precolombinas, en contraste con el relato sobre los horrores cometidos por los españoles y un supuesto exterminio deliberado de la población autóctona, leyenda ayer creada y difundida por los enemigos y competidores de la Corona española -que codiciaban sus amplios dominios de ultramar- y hoy reavivada por referentes del populismo latinoamericano que encuentran más fácil enfrentar a los imperios de un tiempo pretérito que cortar los nudos gordianos que frenan el desarrollo de sus países en el presente.

 

En el sitio Ciencia Unam, de la Universidad Nacional Autónoma de México, en un trabajo titulado “Sacrificios Humanos: Sangre para los Dioses”, se explica que el muro de cráneos hallado por los arqueólogos en Tenochtitlán, llamado huey tzompantli, era “un edificio cívico-religioso donde se colocaban los cráneos de los sacrificados”. Las cabezas eran encajadas en el tezontle, una piedra volcánica de la región. “Huey tzompantli” quiere decir justamente “gran hilera de cráneos”.

 

“En los muros se empotraban las cabezas de guerreros y de esclavos sacrificados, escogidos para las celebraciones -dice el artículo-. Se estima que en la parte excavada hay restos que corresponden a alrededor de 1000 personas, pero según los arqueólogos, eso sería solo la tercera parte del edificio completo”. Pero además se han hallado tzompantli en otras áreas del país, aunque el más grande sería el de Tenochtitlan. .

 

Se trata de la mayor prueba arqueológica existente hasta ahora sobre la práctica de los sacrificios humanos de los aztecas.

 

Pero ahora que deben rendirse a la evidencia, muchos especialistas adoptan una mirada benevolente hacia estas prácticas. Un ejemplo es un artículo -”El sacrificio humano entre los mexicas”- de los investigadores Alfredo López Austin y Leonardo López Luján que advierten: “...el sacrificio humano nos resultará ininteligible si no tomamos en cuenta su ubicación y su ensamble como pieza de ese gran rompecabezas que llamamos cosmovisión. Una percepción simplista del sacrificio como fenómeno aislado producirá condenas fáciles, incluso un repudio inmediato al pueblo practicante”.

 

Advertencias éstas que también podrían aplicarse a la cosmovisión de los españoles, pero bien sabemos que no es el caso. A los conquistadores se los juzga con categorías del presente, sin miramientos.

 

Otro ejemplo de esta benevolencia es el de Fernando Anaya Monroy que en un artículo titulado “La antropofagia entre los antiguos mexicanos” sostiene que “deben puntualizarse los motivos a que obedeció la práctica antropofágica” precolombina. Propone “asomarse” al pasado de su país,”no para juzgarlo sino para comprenderlo”, lo cual está muy bien, de no ser por el doble rasero. Se justifica a los aborígenes tanto como se condena a los españoles.

 

“Insistimos en que, de acuerdo con los datos de las fuentes, la antropofagia existió entre los antiguos indígenas, pero que su sentido tuvo carácter ritual y no constituyó costumbre diaria y ambiente”, matiza Anaya Monroy. Una verdad a medias, como se verá.

 

La antropofagia, sigue diciendo, “sólo simbolizaba la unión del hombre con la divinidad”, y “la carne debía comerse con el sentido de una comunión (con la divinidad)”, agrega.

 

“Lo religioso fue entonces móvil esencial para practicar la antropofagia entre los antiguos indígenas; en la inteligencia de que los muertos [N. de la R: los de los aztecas, se entiende, los otros eran alimento] no eran objeto de olvido ni desprecio”.

 

Notable tolerancia hacia la religión azteca por parte de los mismos acusadores de la evangelización española.

 

“La antropofagia se presenta entonces, entre los antiguos mexicanos, como un hecho que más que juzgarse, debe explicarse y comprenderse, adentrándose en el patrón cultural en que se realizó y sin el prejuicio propio de una visión estrictamente occidental”.

 

Traducción: los españoles con su mentalidad medieval no entendieron el mundo mágico de los indígenas…

 

Pero resulta que esta antropofagia, que según los indigenistas de hoy no existía o era sólo esporádica y ritual, tuvo que ser prohibida por una Ley de Indias (XII del Título 1 del Libro 1), dictada por Carlos V en junio de 1523: “Ordenamos, y mandamos a nuestros Virreyes, Audiencias, y Gobernadores de las Indias, que [...] prohíban expresamente con graves penas a los Indios idólatras y comer carne humana, aunque sea de los prisioneros y muertos en la guerra...”

 

Ahora bien, el propio Sahagun dice que estos sacrificios humanos se realizaban de modo cotidiano durante los meses de Tlacaxipehuliztili [marzo] y Tepeihuitl, [del 30 de septiembre al 19 de octubre] dedicados respectivamente a los dioses Xipe Tótec y Tláloc, y que las ceremonias incluían la práctica de la antropofagia. Es decir, no eran tan esporádicas.

 

El antropólogo e historiador francés Christian Duverger, que ha investigado los sacrificios aztecas, escribió: “El canibalismo azteca no fue inventado íntegramente por los españoles para justificar su sangrienta conquista. Tampoco se lo puede disimular tras una coartada mística, pues no es reducible a la antropofagia ritual [...]. ¡No! La antropofagia forma parte de la realidad azteca y su práctica es mucho más corriente y mucho más natural de lo que a veces se suele presentar.”

 

“Muchos historiadores por delicadeza omiten narrar cómo se producían los sacrificios humanos. Los cultores de la leyenda negra lo omiten adrede y otros no los mencionan simplemente por indoctos”, escribe Gullo. Pero hoy, entre la evidencia científica hallada, dice, hay esqueletos humanos ejecutados por cardiectomía, con marcas de corte en las costillas, y decapitaciones.

 

De acuerdo a las estimaciones de algunos historiadores, como el estadounidense William Prescott, el número de las víctimas inmoladas rondaba las veinte mil por año. Y Marvin Harrris precisa que “aunque todos los demás estados arcaicos y no tan arcaicos, practicaban carnicerías y atrocidades masivas ninguno de ellos lo hizo con el pretexto de que los príncipes celestiales tenían el deseo incontrolable de beber sangre humana”.

 

“La principal fuente de alimento de los dioses aztecas estaba constituida por los prisioneros de guerra -agrega Harris-, que ascendían por los escalones de las pirámides hasta los templos, eran cogidos por cuatro sacerdotes, extendidos boca arriba sobre el altar de piedra y abiertos de un lado a otro del pecho con un cuchillo de obsidiana esgrimido por un quinto sacerdote. Después, el corazón de la víctima -generalmente descripto como todavía palpitante- era arrancado y quemado como ofrenda, El cuerpo bajaba rodando los escalones de la pirámide: que se construían deliberadamente escarpados para cumplir esta función”.

 

Harris precisa luego cuál era el destino final de los cuerpos: “Como afirma (Michael) Harner (de la New School), en realidad no existe ningún misterio con respecto a lo que ocurría con los cadáveres, ya que todos los relatos de los testigos oculares coinciden en líneas generales: Ias víctimas eran comidas”.

 

Todavía resta seguramente mucho por investigar y muchos osarios por desenterrar para establecer con mayor precisión la dimensión de esta práctica. Pero llama la atención que aquellos a los que la palabra genocidio les brota con gran facilidad cada vez que se trata de la conquista española no la aplican a los aztecas respecto a los pueblos que sojuzgaban.

 

Las mismas precauciones metodológicas, conceptuales y, sobre todo, temporales que se sugieren para el estudio de las culturas indígenas deberían valer para el proceso de conquista y colonización española.

A 200 AÑOS

 

del boicot al Congreso de Córdoba. La oportunidad perdida


 Carlos Alberto Del Campo


 24 de septiembre de 2021

 

El 24 de septiembre de 1821, Rivadavia, jefe del  partido directorial, decretaba la caducidad de los diplomas de los diputados de Buenos Aires al Congreso  que era animado por San Martín y  los éxitos de la campaña en el Perú. Congreso, cuya realización había sido dispuesta en el Tratado de Benegas incluyéndose  la mediación del gobernador de Córdoba Juan Bautista Bustos.

 

Como dice el gran historiador Antonio J. Pérez Amuchástegui, “Rivadavia (ministro de Gobierno) que no simpatiza ni con el Congreso ni con la empresa de San Martín, se propone con firmeza impedir el éxito de una reunión nacional que a su juicio puede convertir a Bustos en árbitro de Estado … y expresa que no es conveniente pensar siquiera en constituir el país”.

 

El círculo directorial, derrotado en el año 1820, se propuso  imponer un liberalismo intransigente que retrogradó la república y dejó  un  reguero de odio y rencor en las provincias. Rivadavia afirmaba que “no había conciencia ilustrada en el interior para dictar la constitución”; incluyendo en esa categoría a Bustos, el alma del congreso. Para Rivadavia (y más tarde para Sarmiento) en las provincias todo era barbarie). Tal reaccionaria mirada eludía explicar porqué  habiendo transcurrido entonces cinco años de la Independencia el país estaba a las puertas de la disolución nacional.

 

Bien lo dice Denís Conles Tizado “sin organizar la nación, las provincias no podrán organizarse internamente, sobre todo por penuria económica, ya que Buenos Aires se queda con las rentas aduaneras que pertenecen a todo el país,  y son el principal ingreso fiscal”, dominio económico  que sustenta el interés porteño en imponer la forma unitaria de gobierno.

 

El fracaso del Congreso significará la dificultosa ausencia posterior de un estado independiente con precariedad de las economías regionales, instituciones endebles, desinterés en construir caminos y medios de comunicación, posterior alineamiento ferroviario diseñado en beneficio del mercado internacional como proveedor de productos primarios e inestabilidad para el necesario crecimiento económico.

 

Los políticos rivadavianos decían que los “trece ranchos”, todos juntos, equivalían apenas a una cuarta parte de la rica provincia bonaerense. El federalismo –a dos siglos de Rivadavia- transita caminos sinuosos e irregulares no superando aún la realidad unitaria de nuestro país.-

 

* A. J. Pérez Amuchástegui: Crónica Argentina (5 Tº), CODEX, 1972

* D. Conles Tizado: J. B. Bustos. Provincia y Nación, Ed. Corredor Austral, 1ª y 2ª edición

SAN MARTÍN, UN SOLDADO ANDALUZ

 


Por Gustavo Druetta

Para Foro Patriótico, 18-9-21

 

Al contemplar los monumentos a San Martín en la Plaza homónima de la CABA, o el que corona el “Cerro de la Gloria” en Mendoza, brilla el guerrero que cruzó los Andes, libertó a Chile y fundó la libertad del Perú. Esto último hace exactamente 200 años. Pocos se preguntan cómo fue que adquirió sus cualidades guerreras. Y más aún, cómo se despertó su pasión por una misión que lo transformó, en sólo seis años de su vida, en un prócer sudamericano merecedor de la gloria. Con una conducta ejemplar, no exenta de errores humanos, que en la Argentina se elogia, pero no se imita. La formación de su extraordinaria personalidad es menos conocida que su paso por la tercera edad, representada por la estatua del abuelo Don José en compañía de sus dos nietas, erigida en Palermo Chico frente a la réplica de su casa de Grand Bourg cercana a París, donde vivió en los años 30 y 40 del s. XIX. Su breve e intenso accionar en el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata entre 1812 y 1816, y en Chile y Perú de 1817 a 1822 (10 años y medio en total), y el posterior ostracismo en compañía de su hija Merceditas de 1824 a 1850 cuando fallece (25 años y medio), sólo agotan las etapas de la adultez y la vejez. Dando por sentado que era un personaje fuera de serie cuyo pasado español poco amerita conocerlo.

 

 Para comprender la primera mitad de su biografía, 26 años en España luego de sus primeros cinco años en el Yapeyú natal y en Buenos Aires, hay que trasladarse al último cuarto del siglo XVIII durante el reinado de Carlos IV y su reemplazo posterior por Fernando VII a inicios del siglo XIX.  Y comenzar por una estadía inicial de año y medio en Madrid, entre 1874 y 1875, luego de haber arribado al puerto de Cádiz con sus padres y cuatro hermanos. Con 5 añitos cumplidos a bordo de la nave “Santa Balbina” que portaba un millón de pesos oro para gastar en España. José Francisco y toda la familia, van a contemplar la frustración y amargura del progenitor, Capitán Juan de San Martín, campesino de Palencia enganchado en la milicia a los 18 años.

 

Esperanzado en el reconocimiento de sus servicios ultramarinos, había visto agotarse los 1.500 pesos oro ahorrados en 19 años a cargo de grandes estancias ex jesuíticas en los actuales Uruguay y Argentina, mientras peticionaba inútilmente, una y otra vez, su ascenso a Tte. Coronel. Y también un cómodo destino en España como jefe de una fortaleza, acorde con su edad avanzada, ya que superaba los 50 años. Incluso, ante una negativa, estaba dispuesto a regresar a América como alternativa favorable para su familia y el cuidado del patrimonio que había dejado en Buenos Aires. El rey y la nobleza cortesana no premiaron su lealtad. Su ingreso tardío al cuadro de oficiales desde su condición de soldado y suboficial, sin pasar por la formación de cadete, fijaba en el bajo grado de capitán el techo jerárquico para éste “hijosdalgo” sin ancestros nobiliarios. Sus justas aspiraciones denegadas de un plumazo, selló el anclaje familiar en Málaga.  Fue “agregado” a esa guarnición, con el sueldo reducido al no integrar el cuadro de mando. Aquel joven campesino de Cervatos de la Cueza que había enriquecido las arcas reales y episcopales, comandando indígenas en la producción agrícola y de ladrillos para Montevideo y Buenos Aires, y adiestrándolos para luchar contra bandoleros y bandeirantes esclavistas, empezaba a envejecer al borde de la pobreza.

 

 Vale caminar por el sinuoso barrio viejo de Málaga, donde Juan le alquilaba una casa a un coronel. En ese laberinto de calles y plazoletas jugaba el niño José Francisco con sus amigos y Rufino, un año mayor -también nacido en Yapeyú- mientras cursaban las “primeras letras” de la educación inicial. La primogénita María Elena, que era mujer, y sus otros dos hermanos mayores varones, Manuel Tadeo y Juan Fermín, habían nacido en Calera de las Vacas, en la Banda Oriental. Juan tuvo que malvender sus dos propiedades en Buenos Aires, mientras sus cuatro hijos varones ingresaban al ejército como cadetes, condición de partida que prefiguraba una profesión con mejor futuro que la del padre. 

 

Tenía 12 años y medio, o 13 según algunos autores, cuando en el verano andaluz José Francisco salió temprano de su casa, subió por un sendero empedrado una empinada ladera montañosa dejando atrás las ruinas de un anfiteatro romano, hasta superar la altura de los minaretes de una antigua alcazaba mora y llegar al poderoso fuerte de Gibralfaro. Desde sus almenas se domina el horizonte verde azul del Mediterráneo, más allá del cual se vislumbra el África. Cumplía la orden de presentarse a “sentar plaza” de cadete, como lo habían hecho un par de años antes sus dos hermanos mayores en otro regimiento. El 14 de julio de 1789 había sido admitido en el 2do. Batallón del Regimiento de Infantería de Murcia “El Leal”, instalado en Málaga. Sí, justo el día en que el pueblo francés tomaba la Bastilla y se desencadenaba la Revolución Francesa.  El uniforme que usaría hasta fines del siglo XVIII -como una premonición más- era blanquiceleste.

 

Embarcado en 1791 para combatir el alzamiento de jeques argelinos, estuvo de guarnición en Melilla y soportó 33 días de asedio en Orán. Allí, integrando la compañía de granaderos a pie, entre los 13 y 14 años de edad, San Martín se destacó en una peligrosa acción extramuros. Debían proteger a la descubierta y bajo fuego rebelde, a los zapadores que tapaban las excavaciones practicadas por el enemigo, cuyo fin era minar y hacer volar las murallas del fuerte asediado. Promisorio bautismo de fuego, precedente de otra guerra donde iba a probar su precoz aptitud para la conducción de hombres.

 

Amenazada desde 1793 la frontera norte de España por la propagación revolucionaria francesa, ese año va a desembarcar en la costa catalana el “adolescente” San Martín para marchar con su regimiento unos 400 km., cargando su fusil, mochila y equipo de acampar, hasta Zaragoza. Y de allí a las fortificaciones de Seo de Urgel, al pie de los Pirineos centrales. Un pintoresco poblado medieval del este de Cataluña, hoy lindante con Andorra.

 

Sacado de la lista de ascensos por el favoritismo de un mal jefe con cadetes españoles nativos y de alcurnia, pero defendido por otro oficial veterano que lo conocía y destacó su valentía en Orán, el “indiano” San Martín ascendió a Subteniente 2do. cumplidos ya sus 15 años. Como oficial ahora portaba sable y mandaba una fracción de fusileros -la mayoría de edades superiores- de una de las compañías del regimiento. Con ellos atacó con audacia varios pequeños fuertes franceses contribuyendo al inicial éxito ofensivo español, lo que le facilitaría dos ascensos sucesivos hasta Teniente 2do. en 1795, cumplidos los 17 años ya de regreso en España. El año anterior habían sido derrotados por la imparable contraofensiva de la Convención republicana, mediante la leva general de un millón de ciudadanos en armas. San Martín y sus camaradas terminarían cayendo prisioneros en la defensa del fuerte de Colliure. Antes de repatriarlos con la promesa de no volver a combatir a Francia, y ya decapitados el borbón Luis XVI y María Antonieta, los oficiales jacobinos incitaban a los soldados y jóvenes cuadros españoles a imitarlos, colgando a los generales y ministros de la nobleza, el rey incluido, y liberándose de la opresión borbónica absolutista. Fue el primer y crudo contacto con el “liberalismo” político revolucionario del joven San Martín.  Lo retomaría más tarde leyendo a Voltaire, Montesquieu, Rousseau y otros autores de la Ilustración, todos presentes en la “librería” personal de 700 y pico de volúmenes que trajo consigo a América.

 

Otro episodio que marcó fuertemente su experiencia militar y percepción política, fue el de 1798 en el mar Mediterráneo. Se había embarcado el año anterior a los 19 años y navegaría por 13 meses en la fragata “Santa Dorotea”, a cargo del marino irlandés Félix O´Neil. San Martín comandaba a un centenar de soldados del regimiento de Murcia, que actuaban como “infantería de marina” por una paga mayor a la del servicio de armas terrestre. Además de combatir a los piratas bereberes, formaba parte de la flota española en la guerra contra Inglaterra (1796-1802). En el desigual combate de Cartagena (a 150 Km. de ese puerto) contra el poderoso navío “Lion” de la escuadra de Su Majestad, la nave española fue capturada luego de sufrir grandes destrozos, 20 muertos y 32 heridos. Valor y sangre derramada elogiados por el capitán enemigo Marley Dixon, antes de remitirlos a la isla de Menorca en manos inglesas, y enseguida dejarlos repatriarse a España con la promesa de no combatir contra Gran Bretaña mientras no se canjeara prisioneros y hasta que se hiciera la paz.

 

El futuro Libertador pudo así calibrar la importancia de la guerra por mar, lo que utilizaría para su campaña al Perú en 1820. También apreció el trato cordial recibido por parte de la potencia marítima imperial, cuyo régimen monárquico parlamentario era un deseo siempre frustrado de los liberales españoles y americanos, promotores de la sanción de la Constitución de Cádiz de 1812. Posteriormente diezmados por la represión ingrata y feroz de Fernando VII contra los hombres del “Trienio Liberal” (1820-1822). Un destino de torturas, horca, o larga prisión, que podría haber corrido San Martín, iniciado en las logias liberales e independentistas de Andalucía entre 1809 y 1811. Pero en enero del mismo año de la sanción de la “Pepa”, San Martín navegaba hacia el Río de la Plata, cumpliendo sus 34 años a bordo de la fragata “George Canning”. En su petición de retiro, sin sueldo, pero con uso del grado, uniforme y fuero militar, había mentido diciendo que viajaba a Lima para atender negocios familiares (inexistentes). Como finalmente arribó al Perú, aunque fue para libertarlo, su engaño resultó saldado. Pero el “ahorro” de un sueldo de oficial entre las razones por las que le otorgó su baja la Junta de Gobierno de la Isla de León que mandaba en Cádiz, único territorio español libre de invasores franceses, resultó desastroso para la corona borbónica.

 

Apenas San Martín desembarcó en las playas de Paracas el 8 de septiembre de 1820, su ya acendrada fama de “traidor” a España y al rey, tuvo un motivo más para afirmarse. Incluso y sorprendentemente, hasta el día de hoy, en algunos académicos, círculos y públicos de España. A pesar de que en la conferencia de Puncheuca de mayo de 1821, cerca de Lima, San Martín le propuso al virrey De la Serna firmar un armisticio, constituir una junta de gobierno de carácter liberal y pedir a la corona española en envío de un joven borbón para “reinar” en Perú, Alto Perú, Chile y la Argentina, previa jura de sus constituciones e independencia. Es decir, propuso una inédita unión hispanoamericana entre Estados autónomos pero asociados bajo el paraguas de una casa real. Si no española, podía sondearse a Suecia, Rusia u otra potencia europea no protestante.

 

Volviendo a España, los 30 años cumplidos por San Martín en febrero de 1808, coincidieron con ese año del levantamiento antifrancés del 2 de mayo en Madrid. Y una terrible experiencia en Cádiz donde estaba destinado. A fines de ese mes fue asaltada por una turba la casa del gobernador de Cádiz y capitán general de Andalucía, General Francisco Solano y Ortiz de Rosas, Marqués del Socorro, vástago de la nobleza virreinal venezolana. Linchado por obra de instigadores absolutistas y católicos tramontanos que lo acusaban de “afrancesado”. El capitán San Martín era su ayudante de campo y amigo. Por el parecido físico entre ambos fue confundido con Solano y acosado. Desbordado por el número de atacantes y a punto de ser asesinado por un grupo que lo corrió hasta la puerta de la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, lo salvó un sacerdote blandiendo un crucifijo y gritando que San Martín no era Solano que ya estaba muerto.  Una medalla con la efigie del jefe sacrificado que consideraba un modelo de soldado y administrador político, y a cuyas tertulias era invitado, acompañó al Libertador hasta su muerte. Fue por el recuerdo imborrable de ese terror que siempre repudió la anarquía.

 

Ya en junio de 1808, alejado de Bailén e integrado al Ejército de Andalucía en el “Regimiento de Voluntarios de Campo Mayor”, San Martín comanda una victoria relámpago en el combate de Arjonilla y se destaca como ayudante de campo del general Antonio Malet, Marqués de Coupigny, en el gran triunfo de Bailén del 19 de julio. Así logra su ascenso a Tte. Coronel de caballería. Un arma llena de oficiales de la nobleza. Lo sentiría una reivindicación de la aspiración paterna. Aunque como nunca será designado jefe de una unidad -difícil no siendo noble, ni rico, y peor siendo americano- permanecería en la categoría de “graduado”, o sea no efectivo (el reglamento decía no “vivo”), sin ejercer el mando de un batallón correspondiente a esa jerarquía y cobrando siempre el sueldo menor de capitán.

 

En tal situación, de nuevo ejerció la ayudantía de campo del marqués (que quería favorecerlo en su carrera) en la defensa de Gerona de 1809. Trasladado en 1810 Malet como jefe del estado mayor del Ejército de la Izquierda en las “Líneas de Torres Vedras”, Portugal, llamó a San Martín para que volviera a ayudarlo en las difíciles tareas de la logística y conducción de tropas. Allí no sólo conoció al futuro Duque de Wellington, jefe el ejército inglés y futuro vencedor de Napoleón en Waterloo. Era el principal aliado de  España y del ejército portugués comandado por Carr Beresford, el primer derrotado de la invasión inglesa de 1806/1807 al Río de la Plata. Sino que aprendió la arquitectura militar de las tres líneas de fortificaciones artilladas que estratégica, e inexpugnablemente, rodeaban a Lisboa. Obra del famoso general británico. Lección que aplicaría en Tucumán y en Mendoza para prevenir ataques realistas sorpresivos.

 

Tácticas de la infantería española, equipos y movimientos de la caballería francesa, tecnología de la artillería inglesa de campaña y fortificada, cartas de navegación de la marina de guerra británica. Nada dejó de aprender don José de San Martín, junto a las ideas de la Ilustración. Decía que la fundación de una biblioteca pública era más importante que 100 batallas ganadas. Por eso devolvió 10.000 pesos oro con que lo había premiado el Cabildo de Santiago de Chile para que fueran destinados a la construcción de la biblioteca nacional. Por eso fundó la de Lima, a la que donó unos 600 volúmenes de su propiedad que le quedaban, casi todos traídos de España. Haciendo el tranquilo servicio de guarnición en los años de paz, profundizó su conocimiento de la lengua francesa, ejerció su inspiración artística pintando acuarelas marinas en abanicos que vendía con éxito y pulsó su guitarra andaluza acompañando una afiatada voz, que sería famosa en las tertulias patrias cuando cantaba el himno como solista. Todo eso silencia el bronce de sus estatuas ecuestres.