MAYO, SEGÚN SUS PROTAGONISTAS



Los conjurados, los fervorosos y los que se perdieron la cita con la Historia: la Semana de Mayo según sus protagonistas

Beruti, Belgrano, Cisneros, Saavedra y otros. Y el infaltable observador inglés. La voz de los testigos permite captar el clima de época, las mentalidades y el impacto de los hechos. Memoria no es historia, pero sí uno de sus componentes esenciales

Por Claudia Peiró

Infobae, 25 de mayo de 2020


Algunos de los textos que se reproducen a continuación fueron escritos años después de los hechos que relatan: la memoria puede fallar o puede haber una intencionalidad y una reelaboración interesada. Eso no les resta interés; sólo exige precaución.

De su lectura surge la evidencia de que muchos actores se preparaban para el momento en que los acontecimientos europeos generarían las condiciones para dar el primer paso hacia la autonomía.

Más allá del eterno debate sobre si la “máscara de Fernando” era sólo eso -una coartada para disimular el verdadero objetivo: la independencia- o era una sincera lealtad al Rey de España, lo que trasluce por ejemplo el informe de Lord Strangford al Ministro de Exteriores del Reino Unido es que si España se hubiese mostrado más comprensiva y flexible con las aspiraciones criollas, la ruptura podría haberse evitado.

También se percibe cómo la noticia de la caída de de la Junta Central de Sevilla fue el catalizador de todos los planes y tendencias. Y cómo el propio Virrey Cisneros, intentando calmar las aguas, aceleró el proceso.

Un dato curioso es que Manuel Belgrano, que contribuyó activamente a la realización del Cabildo abierto del 22 de mayo que destituyó al Virrey, afirma que no sabe cómo llegó su nombre a la lista de vocales para la Primera Junta… Su testimonio, escrito en 1814, ya trasunta amargura, porque la Revolución no ha dado los frutos que esperaba.
Del relato de Saavedra, se desprende el protagonismo esencial del regimiento de Patricios, germen del Ejército patrio: el Virrey se resigna a convocar a Cabildo abierto recién cuando comprende que ha perdido el respaldo de esa fuerza
Es curiosa también la respuesta de algunos a la convocatoria a esa asamblea de vecinos del 22 de mayo: según José María Rosa, Pedro Díaz de Vivar adujo “no haber ido porque llovía”; Benito González Rivadavia por “hallarse en cura radical de tres días a esta parte” y Gervasio Antonio de Posadas, futuro director supremo de las Provincias Unidas, por “estar legítimamente ocupado”...

Graciosa es la queja del Virrey de que en el Cabildo Abierto se colaron algunos “hijos de familia, bolicheros y otras personas sin arraigo de vecindad”. Nada nuevo bajo el sol.

Por otra parte, queda muy claro el rol esencial del dúo French y Beruti -injustamente reducido por los manuales al reparto de escarapelas- pero que estaban allí con sus hombres para controlar que hubiera una mayoría de revolucionarios en el Cabildo Abierto.


TESTIMONIOS Y DOCUMENTOS DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO

Gervasio de Posadas, en su Autobiografía

“Yo vivía tranquilo en mi casa con mi dilatada familia disfrutando una mediana fortuna, y ejerciendo el oficio de notario mayor de este obispado desde el año 1789. Me hallaba trabajando en asuntos de mi profesión cuando en el mes de Mayo de 1810 recibí esquela de convite a un cabildo abierto que con anuencia del virrey se había acordado para la mañana del día 22. No concurrí por hallarme legítimamente ocupado.”

Testimonio español anónimo

“Todo ha sido un desorden entre ellos y todo lo han hecho por la fuerza y con amenazas públicas ante el mismo cabildo. El día 26 todo está en silencio; ellos mismos son los que andan arriba y abajo en las calles con los sables arrastrando, metiendo ruido y nadie se mete con ellos (…) Le han querido echar la culpa al pueblo y el pueblo no se ha metido en nada, antes más bien los honrados vecinos procuraban no meterse en nada y daban sus votos a favor del señor virrey, pero esto no les gustaba, y ha quedado el pueblo muy disgustado por los sujetos que han metido en la Junta; los dos comerciantes (que) son Matheu y Larrea, son de su partido”.

Diario anónimo conservado en el Archivo Nacional (citado por José María Rosa)

“Día 21 de mañana se comenzaron algunos patriotas a juntar en la plaza, sabedores y hablados de lo que iba a ocurrir, todos en corrillos muy alegres, y se apareció uno de ellos repartiendo cintas blancas para divisa de la unión, y el infeliz retrato de Fernando VII para que les sirviera de apoyo, y ninguno les decía nada debido a que ellos tenían la fuerza”.

Manuscrito anónimo citado por el historiador Roberto Marfany

“Amanecieron lunes 21 en Plaza Mayor bastante porción de encapotados con cintas blancas al sombrero y casacas, en señal de unión entre americanos y europeos y el retrato de nuestro amado monarca en el cintillo del sombrero (con lo) que vestían a todo el que pasaba por allí. Comandábalos French, el del Correo, y Beruti, el de Cajas”.

Carta conservada en el Archivo de Montevideo, citada también por Marfany

“La mañana del lunes (21) French, Beruti, oficial de las Cajas, y un Arzac que no es nada, fueron a la plaza como representantes del pueblo y repartieron retratos de Fernando VII y unas cintas blancas que la tropa traía en el sombrero y atadas en los ojales de la casaca”.

Proclama del Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros a los vecinos, 18 de mayo de 1810

Acabo de participaros las noticias últimas conducidas por una fragata mercante inglesa (que) arribó a Montevideo el 13 del corriente. Ellas son demasiado sensibles, y desagradables al filial amor que profesáis a la Madre Patria, por quien habéis hecho tan generosos sacrificios. Pero ¿qué ventajas produciría su ocultación (...)? Por otra parte, es de mi obligación manifestaros el peligroso estado de la metrópoli de toda la monarquía, para que instruidos de los sucesos redobléis los estímulos más vivos de vuestra lealtad y de vuestra constancia contra los reveses de una fortuna adversa, empeñada por decirlo así, en probar sus quilates.

[.......] ...me he impuesto (el deber) de que en el desgraciado caso de una pérdida total de la península, y falta del Supremo Gobierno, no tomará esta superioridad determinación alguna que no sea previamente acordada en unión de todas las representaciones de esta capital a que posteriormente se reúnan las de sus provincias dependientes (...). Y yo os añado con toda la ingenuidad que profeso; que lejos de apetecer el mando veréis entonces como toda mi ambición se ciñe a la gloria de pelear entre vosotros por los sagrados derechos de nuestro adorado monarca, por la libertad, e independencia de toda dominación extranjera de estos sus dominios (...)

Carta citada por el historiador Vicente Fidel López en La gran semana de 1810, firmada con las iniciales “C.A” y atribuida a Cosme Argerich

“La Junta quedó provisoriamente encargada de la autoridad superior de todo el Virreinato (…) y los nombrados prestaron juramento de conservar la integridad de estos dominios a nuestro amado soberano don Fernando VII. A muchos nos ha chocado esta última cláusula porque es una reverenda mentira; pero dicen que por ahora conviene hasta que tengamos bien firme el terreno (…). De allí corrimos a los cuarteles a hacer tocar diana y a las iglesias para echar a vuelo las campanas (…) ¡Decirte el júbilo y el frenesí del pueblo es imposible! La tarde ha estado lluviosa y a la noche ha continuado lo mismo, pero la calle del Cabildo, la de las torres, la del Colegio y la Plaza, estaban llenas de gentes (…) La mayor parte de las ventanas estaban abiertas e iluminadas con candelabros y en las piezas hay niñas y señoras recibiendo a sus amigas, tocando el clave y bailando (…)”

Informe de Cisneros, junio de 1810

“Había yo ordenado que se apostara para este acto (el cabildo abierto del 22 de mayo) una compañía en cada bocacalle de las de la plaza a fin de que no permitiesen entrar en ella ni a las Casas Capitulares persona alguna que no fuese de las citadas; pero la tropa de los oficiales eran del partido de los facciosos (…). Negaban el paso a la plaza a los vecinos honrados y los franqueaban a los de la confabulación; algunos oficiales tenían copias de esquelas de convite sin nombres y con ellas introducían a sujetos no citados por el cabildo, o porque los conocían o porque los ganaban con dinero; así es como en una ciudad de más de tres mil vecinos de distinción y nombres, solamente concurrieron 200, y de éstos muchos pulperos, algunos artesanos, otros hijos de familia y los más ignorantes y sin las menores nociones para discutir un asunto de la mayor gravedad”

Discurso de Juan José Castelli en el cabildo abierto del 22 de Mayo

Desde que el señor Infante Don Antonio [un tío de Fernando VII a quien éste confió la presidencia de la Junta Suprema de Gobierno] salió de Madrid, ha caducado el gobierno soberano de España. Ahora con mayor razón debe considerarse que ha expirado, con la disolución de la Junta Central [que] no tenía facultades para establecer el Supremo Gobierno de Regencia, ya porque los poderes de sus vocales eran personalísimos para el gobierno y no podían delegarse, y ya por la falta de concurrencia de los diputados de América en la elección y establecimiento de aquel gobierno, que es por lo tanto ilegítimo. Los derechos de la soberanía han revertido al pueblo de Buenos Aires, que puede ejercerlos libremente en la instalación de un nuevo gobierno, principalmente no existiendo ya, como se supone no existir, la España en la denominación del señor don Fernando VII.

Memoria autógrafa de Cornelio Saavedra, redactada en 1829

El mismo Cisneros, el 18 de mayo del año 1810, anunció al público por su proclama, que sólo Cádiz y la isla de León se hallaban libres del yugo de Napoleón. Yo me hallaba en ese día en el pueblo de San Isidro: don Juan José Viamonte, sargento mayor que era de mi cuerpo, me escribió diciendo que era preciso regresase a la ciudad sin demora (...). Cuando me presenté en su casa, encontré en ella una porción de oficiales y otros paisanos, cuyo saludo fue preguntándome: “¿Aún dirá usted que no es tiempo?” [...] Luego que la leí (la proclama de Cisneros), les dije: “Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no se debe perder una sola hora”.

Me propusieron fuésemos a la casa de don Nicolás [Rodríguez] Peña, en la que había una gran reunión de americanos que clamaban por que se removiese del mando al virrey y crease un nuevo gobierno americano. Allí encontramos a los finados doctor don Juan José Castelli y don Manuel Belgrano. El primer paso que acordamos dar fue interpelar al alcalde de primer voto que lo era don Juan José Lezica y al síndico procurador doctor don Julián Leyva, para que con conocimiento del virrey Cisneros se hiciese un cabildo abierto, al que concurriese el pueblo a deliberar y resolver sobre su suerte (…)

[Cisneros] contestó al Cabildo que, antes de dar el consentimiento (...) quería tratar con los jefes y comandantes de la fuerza armada (...) Se nos presentó el virrey y nos dijo: “Señores, se me ha pedido venia (para) convocar sin demora al pueblo a cabildo abierto (...). Llamo a ustedes para saber si están resueltos a sostenerme en el mando como lo hicieron el año 1809 con Liniers (...)”.

Viendo que mis compañeros callaban, yo fui el que dijo a S. E.: “Señor, son muy diversas las épocas (...). En aquélla (enero 1809) existía la España, aunque ya invadida por Napoleón, en ésta toda ella, todas sus provincias y plazas, están subyugadas por aquel conquistador (...) ¿Este territorio inmenso, sus millones de habitantes, han de reconocer soberanía en los comerciantes de Cádiz y en los pescadores de la isla de León? (...) No, señor; no queremos seguir la suerte de la España, ni ser dominados por los franceses: hemos resuelto reasumir nuestros derechos (...). El que a V.E. dio autoridad para mandarnos, ya no existe: de consiguiente tampoco V.E. la tiene ya, así es que no cuente con las fuerzas de mi mando para sostenerse en ella”. Esto mismo sostuvieron todos mis compañeros. Con este desengaño concluyó diciendo: “Pues, señores, se hará el cabildo abierto que se solicita”.

El diario de Antonio Beruti (Memorias curiosas)

“Efectivamente hoy mismo [25/5] se hizo nueva elección por el pueblo, y resultó de presidente nombrado a don Cornelio Saavedra y comandante general de armas; y vocales al doctor don Juan José Castelli, al doctor don Manuel Belgrano, secretario del real Consulado, don Miguel Azcuénaga, comandante de milicias provinciales de infantería, doctor don Manuel Alberti, cura de la parroquia de San Nicolás, don Domingo Matheu y don Juan José Larrea, comerciantes, y secretarios de ella los doctores don Juan José Paso y don Mariano Moreno. (...) Se enarboló bandera en el Fuerte, éste hizo salva, hubo repique general e iluminación en la ciudad.

Luego que juraron sus empleos los vocales de la Junta, salió al balcón del Cabildo el presidente Saavedra, arengó al pueblo a la fidelidad, paz y armonía, y lo que remató el pueblo viva la Junta.

El contento fue general con esta elección pues fue hecha a gusto del pueblo, y al contrario la primera que causó el mayor disgusto, que expuso a la ciudad a perderse. (...)

“En [dia] 27 [de mayo]. Todas las tropas de artillería, infantería y caballería formaron un cuadro en la plaza, salió la Junta, el presidente los arengó y juraron obediencia; y luego hicieron una descarga de artillería y fusilería con lo cual se concluyó.

“El [dia] 30 [de mayo] se hizo una solemne función en la catedral y se cantó el Tedeum en acción de gracias por la instalación de la Junta, la que asistió a ella con todos los tribunales; y pontificó el señor obispo; y dijo el sermón el doctor don Diego de Zavaleta habiendo ocupado la Junta el lugar preeminente donde presidían los señores virreyes.”

Autobiografía de Manuel Belgrano, escrita en 1814

[…]…habiendo salido por algunos días al campo, en el mes de mayo, me mandaron llamar mis amigos a Buenos Aires, diciéndome que era llegado el caso de trabajar por la patria para adquirir la libertad e independencia deseada; volé a presentarme y hacer cuanto estuviera a mis alcances (...).

Muchas y vivas fueron entonces nuestras diligencias para reunir los ánimos y proceder a quitar a las autoridades (...). ...pues no hubiese un español que no creyese ser señor de América, y los americanos los miraban entonces con poco menos estupor que los indios en los principios de sus horrorosas carnicerías, tituladas conquistas.

Se vencieron al fin todas las dificultades [y] aunque no siguió la cosa por el rumbo que me había propuesto, apareció una junta, de la que yo era vocal, sin saber cómo ni por dónde, en que no tuve poco sentimiento. […]

No puedo pasar en silencio las lisonjeras esperanzas que me había hecho concebir el pulso con que se manejó nuestra revolución, en que es preciso, hablando verdad, hacer justicia a don Cornelio Saavedra. El congreso celebrado en nuestro estado para discernir nuestra situación, y tomar un partido en aquellas circunstancias, debe servir eternamente de modelo a cuantos se celebren en todo el mundo. Allí presidió el orden; una porción de hombres estaban preparados para, a la señal de un pañuelo blanco, atacar a los que quisieran violentarnos; otros muchos vinieron a ofrecérseme (...); pero nada fue preciso, porque todo caminó con la mayor circunspección y decoro. ¡Ah, y qué buenos augurios! Casi se hace increíble nuestro estado actual. Mas si se recuerda el deplorable estado de nuestra educación, veo que todo es una consecuencia precisa de ella, y sólo me consuela el convencimiento en que estoy, de que siendo nuestra revolución obra de Dios, Él es quien la ha de llevar hasta su fin (...)

Los informes de Lord Strangford, embajador inglés ante la Corte de Portugal en Río de Janeiro, al ministro de Exteriores del Reino Unido, Lord Wellesley

“Su primer acto (de la Junta) fue renovar el juramento de obediencia a Fernando VII y de fidelidad a la causa de España. (...) Estoy inclinado a creer que una de las primeras reuniones de la Junta fue ocupada en discutir la política futura, tanto con respecto de Inglaterra como de esta Corte; y que fue resuelto tomar inmediatas medidas para atraerse el interés de aquella procediendo a abolir las restricciones que las leyes coloniales impusieron sobre el comercio en los establecimientos españoles, proveyendo a Inglaterra en consecuencia una anticipación en las ventajas que derivará de apoyar el nuevo orden de cosas, una prueba de que América española deseaba menos separarse de la Madre Patria que del intolerable sistema de opresión con que ella ha actuado en sus colonias… Yo sé que (la Junta) está determinada a enviar algún agente para tratar con el gobierno británico.

[30 de junio, luego de recibir a Matías Irigoyen, el enviado de la Junta]

En esta conversación el principal tema fueron las miras del nuevo gobierno, asegurándome -el agente- que su solo objeto era valerse de la presente cesación de toda sombra de autoridad legal en España para emancipar a las colonias de la tiranía de la Madre Patria, y preservarlas como un grande y floreciente Estado para el representante legítimo de la monarquía española…, que no tenían en el momento ninguna mira ulterior de independencia, sistema que sólo adoptarían como una alternativa para escapar del más grande de todos los males: volver al antiguo orden de cosas. (...)

[Strangford enumera los pedidos de la Junta a Gran Bretaña: que se abstuviera de apoyar las pretensiones de la Regencia de España o de la princesa Carlota, protección y ayuda al nuevo gobierno en Sudamérica, aunque fuese en secreto, y armamento]

[1° de septiembre]

Es de suponer que Gran Bretaña no vacilará en aceptar un arreglo que le permitirá tener la llave del océano Pacífico y de las Indias Orientales (por la ruta del cabo de Hornos); que la hará completamente independiente de cualquier otro país en cuanto al aprovisionamiento de sus Antillas; que le dará en estos mares una estación naval importante y segura…

CUÁNDO Y CÓMO SE CREÓ REALMENTE EL EJÉRCITO ARGENTINO



"Nació con la Patria en 1810" es su lema, pero su creación es anterior y se la debemos a un francés. El germen del Ejército argentino brotó de la resistencia contra las Invasiones Inglesas

Por Juan Thames

Durante la colonia, como defensa contra las pretensiones portuguesas o británicas, se había constituido el Regimiento Fijo de Infantería de Buenos Aires. La mayoría de sus soldados eran criollos y su desempeño era bastante mediocre. Carecían de equipamiento, instrucción y disciplina. Sus oficiales, mayormente españoles, estaban relajados y no tenían conocimientos de táctica o estrategia militar. Guarnecían las fortalezas del Virreinato -Buenos Aires, Ensenada, San Miguel, Santa Tecla y Santa Teresa-. En caballería, se destacaban los Blandengues, milicias criollas que guardaban las fronteras contra el indio y el portugués. Los había en Buenos Aires, Santa Fe y Montevideo. José Gervasio Artigas, Estanislao López y José Rondeau se iniciaron como "blandengues". Al principio se los armó con lanzas; pero luego, el Virrey Vértiz los proveyó de sables, pistolas y carabinas. Su nombre se debía al modo en que los soldados "blandían" sus lanzas, al saludar a las autoridades, cuando eran revistados. El Real Cuerpo de Artillería era casi inexistente. De los 200 efectivos, sólo 40 guardaban el fuerte porteño. El resto se hallaban en la Banda Oriental.

Después del fracaso del Regimiento "Fijo" en 1806, cuando su inacción permitió que sólo 1.600 efectivos británicos tomaran una ciudad de más de 40.000 almas, casi sin luchar; el Comandante General de Armas, Santiago de Liniers y Bremond decidió reforzar los cuerpos coloniales, para resistir un nuevo intento inglés. Así, este francés convocó al pueblo de Buenos Aires, el 6 de Setiembre de 1806, a enrolarse en diversos cuerpos, en razón del origen de cada recluta. Sería el germen del futuro Ejército Argentino.

"Uno de los deberes más sagrados del hombre es la defensa de la Patria que le alimenta –decía Liniers- y los habitantes de Buenos Aires han dado siempre pruebas de que conocen y saben cumplir con exactitud esta preciosa obligación". Su llamado tuvo una gran acogida. Los hijos de Buenos Aires debían incorporarse al Cuerpo de "Patricios"; los nacidos en las Provincias del Norte, en el de "Arribeños"; los negros, mestizos, libertos e indios, en el Cuerpo de "Castas", o de "Pardos y Morenos". Los españoles debían conformar sus propios batallones, llamados "Tercios". Así se constituyeron los Tercios de: "Gallegos", "Andaluces", "Montañeses", "Cántabros" (formados por vizcaínos y asturianos).


La caballería no era numerosa. No cualquiera tenía caballo. Los oficiales usaban el suyo. Juan Martín de Pueyrredón, al constituir sus "Húsares del Rey", contribuyó a vestirlos y montarlos, pues había hecho fortuna en el comercio. Destacaron los "Migueletes", "Cazadores", "Carabineros" y "Quinteros" (jinetes de los arrabales).

La artillería seguía escasa y rudimentaria, a cargo de los "Patriotas de la Unión" (agrupaba a españoles y criollos) y de los "Pardos y Morenos". Era la menos prestigiosa. No resultaba atractivo arrastrar pesados cañones, cargarlos, y llenarse de pólvora, humo y metralla, o recibir disparos, sin poder defenderse, por servir al cañón. Se desconocían los avances de la artillería francesa. El mismo Napoleón Bonaparte era general de artillería. Los artilleros napoleónicos, orgullosos, decían que su mejor defensa era "el humo de sus cañones". Faltaba aún para que la artillería argentina adquiriera la importancia que la hizo destacar en Ituzaingó, al mando del general Tomás de Iriarte.

Este nuevo ejército tenía más de 7.800 efectivos, y se empezó a entrenar de inmediato. Los cuerpos debían concurrir en días fijos al Fuerte, "a fin de arreglar los batallones y compañías, nombrando a los comandantes, y sus segundos, los capitanes y sus tenientes, a voluntad de los mismos cuerpos". Era una novedad que la tropa eligiera sus propios jefes y oficiales; sin requerirse, tampoco, instrucción alguna. Esto se apartaba de las Ordenanzas Militares españolas, pero ante la inminencia de un nuevo ataque inglés y el prestigio de Liniers, nadie se opuso. El cuerpo más numeroso era la "Legión de Patricios Voluntarios Urbanos", como se llamaba oficialmente, que conformó tres batallones. Le seguían el de Castas y los Arribeños. Los vistosos uniformes del ejército, armas, pólvora y nuevas obras de defensa se costearon con donativos, suscripciones y préstamos.

El flamante ejército realizaba maniobras, a las que el público concurría y aplaudía. Martín Rodríguez, de Húsares, diría, no sin cierta exageración: "Puede asegurarse que a los tres meses después de la creación de estos Cuerpos, podían ellos competir con las mejores tropas de Europa en su disciplina y maniobras". Manuel Belgrano, de Patricios, disentía: "Ni la disciplina ni la subordinación era lo que debía ser"; agregando que la tropa "decía con mucha gracia que, para defender el suelo patrio no había necesitado aprender a hacer posturas ni figuras en las plazas públicas para diversión de las mujeres ociosas".

La Segunda Invasión inglesa fue la prueba de fuego del flamante ejército patrio

La prueba de fuego del flamante ejército tuvo lugar durante la Segunda Invasión Inglesa. Allí, con mucho coraje y sin tanta técnica asombró a los propios británicos: "Esta gente no es la raza afeminada que hay en España: al contrario, son feroces y sólo necesitan disciplina para hacerlos formidables". El mismo Ministro de Guerra Británico declaró ante el Parlamento: "El mérito de nuestros soldados fue aumentado, en mucho, por la valerosa defensa efectuada por los contrarios. Del mismo modo en que esta poderosa resistencia exalta la gloria de la conquista, abrigo la esperanza de que el valor demostrado por las tropas españolas inspirará a sus compatriotas en Europa a mostrar un espíritu parecido para resistir al enemigo común". Este discurso se pronunció tras la invasión napoleónica a España; donde Inglaterra pasaba a ser aliada contra los franceses. Durante la "Defensa" de Buenos Aires, este flamante e improvisado ejército, junto al pueblo de la ciudad, conducidos por Liniers, batieron a más de 9.000 soldados veteranos profesionales, despejando, para siempre, su amenaza de conquista.


Liniers fue ascendido, primero a Mariscal de Campo, y luego, a Virrey del Río de la Plata, el 3 de diciembre de 1807. Los criollos tomaron consciencia de su fortaleza y su capacidad de defenderse; que en los momentos de dificultad, poco o nada se podía esperar de la Metrópoli. Se perdió la antipatía hacia las milicias; y éstas comenzaron a acercarse a quienes motorizaban las ideas de independencia.

Mientras aumentaba la autoconfianza en los criollos, crecía la antipatía hacia las fuerzas coloniales españolas. Sobre ellas, el propio Cabildo manifestaba: "¿Qué podía esperarse de unos Jefes que, en lo menos que han pensado toda su vida ha sido en arreglar sus regimientos y en sujetarlos a la disciplina?. La verdad es que jamás hemos visto una parada, y así han ido todas las cosas del servicio. ¿Qué se podía esperar de los oficiales subalternos, que a excepción de uno y otro muy raros, los demás han hecho su carrera en el pasatiempo, el juego, el baile, el paseo, sin contraerse aún por momentos a nada de lo concerniente al servicio? ¿Qué podíamos, por fin, esperar de unos hombres que tienen tanto esmero en sus regimientos, que el Fijo de Infantería sólo cuenta hoy 72 soldados de servicio, y para éstos hay 94 oficiales; que el de Dragones cuenta con otros tantos soldados que aquél, poco más o menos, y mayor número de oficiales, sucediendo lo mismo con el de Blandengues?".

Luego vino el previsible choque entre los cuerpos españoles y los criollos. Cornelio Saavedra admitía que, a los españoles, "acostumbrados a mirar a los hijos del país como sus dependientes, y tratarlos con el aire de conquistadores, les era desagradable verlos con las armas en la mano". El conflicto se precipitó durante el Virreinato de Liniers. El no ser éste español, y haber creado a los cuerpos criollos, a quienes trataba con consideración, lo hizo un virrey muy popular entre éstos; pese a que su gestión como gobernante dejara bastante que desear. Como contrapartida, se fue ganando paulatinamente la desconfianza y el recelo de los españoles. Agudizó esta crisis la invasión napoleónica a España: con lo que Francia pasó a ser enemiga de los españoles. Éstos buscaban, entonces, la manera de deponer a Liniers. Los conspiradores se agruparon en torno a don Martín de Alzaga, Alcalde de Primer Voto de Buenos Aires. El Cabildo fue el centro de la confabulación. De la conjura participaron: el Obispo Lué, Mariano Moreno (a quien nunca le cayó bien Liniers) y los "Tercios" españoles de Gallegos, Vizcaínos (Cántabros) y Catalanes. También participó el 3º Batallón de los Patricios. El 1º de Enero de 1809 coparon la Plaza de la Victoria, al grito de: "¡Muera el francés Liniers!", "¡Junta como en España!", vivando al Cabildo.

Alzaga y Moreno llegaron al Fuerte a exigir la renuncia del virrey. Éste, acorralado, alcanzó a firmarla. En ese momento, irrumpió Saavedra con los jefes de las tropas leales a Liniers: Arribeños, Húsares, Patriotas de la Unión, junto a los Tercios de Montañeses y Andaluces. Le manifestaron su apoyo al virrey, y le obligaron a romper su renuncia. Seguidamente, intimaron a los sublevados a retirarse. Bastó una breve carga de los Húsares de Martín Rodríguez y que salieran los cañones de los Patriotas de la Unión a la plaza, para concluir el motín.

Esta asonada mostró a los futuros líderes de la Primera Junta (Saavedra y Moreno) en bandos antagónicos: ya entonces no coincidían políticamente, y seguramente se tenían antipatía. Además, hubo dos "Tercios" españoles que sostuvieron al virrey: los Andaluces y los Montañeses; pues muchos de sus miembros eran criollos. Otra sorpresa fue que los "Patriotas de la Unión", cuerpo creado y sostenido por el Cabildo, se enfrentó a su propia Institución madre. Dos batallones de la Legión de Patricios permanecieron leales al virrey y el Tercer Batallón (influenciado por Mariano Moreno) acompañó a los sediciosos.

Agradecido, Liniers reconoció que "la energía y el patriotismo de los Cuerpos y Jefes ya citados me sacaron de este conflicto con el mayor denuedo". Saavedra dijo: "así concluyó aquel día memorable... porque, en efecto, en él las armas de los hijos de Buenos Aires abatieron el orgullo y miras ambiciosas de los españoles y adquirieron superioridad sobre ellos". Liniers disolvió a los "Tercios" sublevados: Vizcaínos, Gallegos y Catalanes. Sólo se salvaron los Andaluces y Montañeses. A aquéllos se les quitaron sus banderas y se les prohibió usar uniforme. Se destituyó al Jefe del 3º Batallón de Patricios, y se desterró a los responsables de la conjura; despejando el horizonte de eventuales oponentes a fuerzas mayormente criollas.

El panorama se complicó con el arribo de Baltasar Hidalgo de Cisneros, en reemplazo de Liniers. A su llegada, las tropas no lo aclamaron, y se lo recibió de mala gana. El nuevo virrey indultó a los responsables del 1º de Enero, y devolvió sus banderas a los oficiales de los Tercios disueltos; pero sin volverlos a constituir; dejándolos como "reserva", como "Batallones del Comercio". Por razones económicas eliminó varias unidades menores. Redujo a 2 los batallones de Patricios (que eran 3). Puso a sueldo sólo a los oficiales en actividad y suprimió 2 escuadrones de los Húsares.

Finalmente, y "para evitar las rivalidades que suelen introducir la nominación", les quitó los nombres que tenían, hasta entonces, las unidades de Infantería, y las pasó a numerar, como simples "batallones". Así: 1 y 2 correspondían a los dos batallones subsistentes de Patricios; 3 a los Arribeños; 4 a los Montañeses, 5 a los Andaluces, 6 a la reserva de los Cuerpos Urbanos del Comercio, 7 a los Granaderos de Fernando VII y 8 a Pardos y Morenos. Así fue cómo el último virrey del Río de la Plata les dio a los Patricios el número que hasta el día de hoy tienen, como Regimiento de Infantería de Línea Nº 1. Sin embargo, todo el mundo siguió llamando a las unidades con sus denominaciones tradicionales. Estas reformas le granjearon la antipatía del ejército que, de ser "mimado" con Liniers, pasaba a sufrir el "ajuste" de Cisneros, quien además les quitaba las denominaciones con las que orgullosamente habían expulsado al invasor inglés, y a reivindicar a los "Tercios" españoles disueltos. Por eso, el ejército, resentido con el virrey, respaldó decisivamente las acciones de Mayo.

La Primera Junta aprendió la lección y le dio un gran impulso al ejército. El 27 de Mayo, cuenta Juan Beruti, "todas las tropas de Artillería, Infantería y Caballería formaron un cuadro en la plaza; salió la Junta, el Presidente las arengó, y juraron obediencia; y luego hicieron una descarga de artillería y fusilería, con lo cual se concluyó". Dos días después, el 29, a instancias del Secretario de Guerra y Gobierno, Mariano Moreno, la Junta emitió una proclama, considerada el nacimiento formal del Ejército Argentino, por la cual reconocía el protagonismo de las tropas durante la gesta del 25 de Mayo y ordenaba varias medidas para aumentar "la fuerza militar de estas Provincias".

Elevó todos los Batallones de Infantería a Regimientos (al revés de lo que había hecho Cisneros), con 1.116 efectivos cada uno. Ordenó reincorporar a los que habían sido dados de baja, "que actualmente no estuvieron ejerciendo algún arte mecánico o servicio público" y dispuso una leva de "todos los vagos y hombres sin ocupación", entre 18 y 40 años. El vocal Miguel de Azcuénaga tenía a su cargo la "Armería Real", que entregaba fusiles a cada cuerpo, en función del número de soldados. Se obligó a los vecinos a depositar en casa de Azcuénaga sus armas y mandó pagar sueldo a todos los soldados alistados.

La Revolución sabía que se iniciaba un arduo camino hacia la Independencia; que iba a costar mucho sacrificio, lucha, sinsabores y sangre. Por eso se preparaba para una pelea que sabía terrible, de la mano de un ejército que había vencido a los ingleses y había contribuido decisivamente a terminar con el Virreinato del Río de la Plata. Así nacía, formalmente, el Ejército Argentino.


(Publicado: Infobae, 28 de mayo de 2016)


BELGRANO VISTO POR JUAN BAUTISTA ALBERDI



Roberto Elissalde

La Prensa, 15.05.2020


Bien podría afirmarse que Juan Bautista Alberdi fue mellizo de la Patria, y por su cercanía al 25 de mayo de 1810, le ganó a Sarmiento que decía tener la edad de la Patria, aunque había nacido en febrero de 1811. Nació Juan Bautista en Tucumán un 29 de agosto de 1810 en el seno del acomodado hogar del vizcaíno don Salvador Alberdi y de la criolla de viejo cuño doña Josefa de Aráoz. Su padre en 1803 fue designado delegado en el Tucumán del Real Consulado, redactando un informe sobre los oficios locales lo que nos lleva a suponer que tuvo un intercambio epistolar con Belgrano que se desempeñaba como secretario del Consulado en todo el virreinato.

En las páginas autobiográficas de sus Viajes y Descripciones o en sus Escritos Póstumos al evocar a su querida Tucumán dejó estos testimonios de Manuel Belgrano: “Pero estos objetos tienen para mí un poderío especial, y excitan recuerdos en mi memoria que no causarían a otra. El campo de las glorias de mi Patria, es también el de las delicias de mi infancia. Ambos éramos niños, la Patria Argentina tenía mis propios años. Yo me acuerdo de las veces que jugueteando entre el pasto y las flores veía los ejercicios disciplinares del ejército. Me parece que veo aún al general Belgrano, cortejado de su plana mayor, recorrer las filas, me parece oigo las músicas y el bullicio de las tropas y la estrepitosa concurrencia que alegraba esos campos… Más de una vez jugué con los cañoncitos que servían a los estudios académicos de sus oficiales en el tapiz del salón de su casa de campo en la Ciudadela”. Orgulloso de su tierra natal apuntó “Si algún día se publica la historia política de Tucumán, puede ser que los laureles modernos no queden exclusivamente arrebatados por los héroes del Viejo Mundo”.

En Tucumán
Los recuerdos de Alberdi sin duda corresponden a la presencia de Belgrano en Tucumán a partir de 1816, sabemos que el general llegó a esa ciudad el 6 de julio de ese año, tres días antes de la declaración de la independencia. Apuntó al respecto: “Entre tanto yo no puedo resistir al gusto que me lleva a referir algunos hechos nada singulares... Presenciaba el General Belgrano el ejercicio de tiro de cañón, y reparó que un foso de una vara de hondura abierto al pie del blanco estaba lleno de muchachos reunidos para recoger las balas. Viendo que aquellos insensatos, lejos de esconderse a la señal de fuego, esperaban la bala con un desprecio espantoso, el General incomodado y asombrado llamó un edecán y le dijo: “Vaya Vd. y arrójeme a palos esos héroes: que se dignen por piedad a lo menos hacer caso de las balas”. No se puede objetar inexperiencia. Había ya algunos años que los muchachos gustaban del humo de la pólvora. He ahí la infancia tucumana”.

Cuando volvió a su tierra recorrió aquellos ámbitos que había recorrido tantas veces de niño y de muchacho como la casa del general: “Ya el pasto ha cubierto el lugar donde fue la casa del General Belgrano, y si no fuera por ciertas eminencias que forman los cimientos de las paredes derribadas, no se sabría el lugar preciso donde existió. Inmediato a este sitio está el campo llamado de Honor, porque en él se obtuvo en 1812, la victoria que cimentó la independencia de la República. Este campo es una de las preciosidades que encierra Tucumán. Prodigiosamente plano y vestido de espesa grama, es limitado en todas direcciones por un ligero y risueño valle hermoseado diversamente con bosques de aromas y alfombras de flores, de manera que presenta la forma de un vasto anfiteatro como si el cielo le hubiera construido de profeso para las escenas de un pueblo heroico.
Mas a lo lejos es limitada la vista por los más dichosos e ilusorios bosques de mirto, cedro y laurel, cuyas celestes cimas diversamente figuradas, determinan en el fondo del cielo la más grata y variada labor. Todo su seno se halla ligeramente salpicado de aromas, de manera que cuando la primavera los pinta de oro y de verde el campo, es como si se tratara de remedar al cielo en gloria y hermosura. Este campo que hará eterno honor a los tucumanos debe ser conservado como un monumento de gloria nacional. Conmueve al que le pisa aunque no sea argentino. Más de setenta veces se ha oscurecido con el humo de la pólvora. Sea por el prestigio que le comunican los recuerdos tristes y gloriosos que excita, o sea por la elevación que dan a las ideas y los sentimientos las magníficas montañas que se elevan a su vista, es indudable que en este sitio se agranda el alma y predispone a lo elevado y sublime”.

Peor impresión le causó el lugar donde se encontraba el cuartel general: “A dos cuadras de la antigua casa del General Belgrano, está la Ciudadela. Hoy no se oyen músicas ni se ven soldados. Los cuarteles derribados, son rodeados de una eterna y triste soledad. Únicamente un viejo soldado del General Belgrano, no ha podido abandonar las ilustres ruinas y ha levantado un rancho que habita solitario con su familia en medio de los recuerdos y de los monumentos de sus antiguas glorias y alegrías”.
Entre la Ciudadela y la casa del General Belgrano se levanta humildemente la pirámide de Mayo, que más bien parece un monumento de soledad y muerte. Yo la vi en un tiempo circundada de rosas y alegría; hoy es devorada de una triste soledad. Terminaba una alameda formada por una calle de media legua de álamos y mirtos. Un hilo de agua que antes fertilizaba estas delicias, hoy atraviesa solitario por entre ruinas y la acalorada fantasía ve más bien correr las lágrimas de la Patria”.

Recordó también la partida del general de esa ciudad y “contar entre sus timbres una circunstancia muy lisonjera. Era el pueblo querido del General Belgrano, y la simpatía de los héroes, no es un síntoma despreciable. Cuando visitaba por postrera vez los campos vecinos a Aconquija, puso en aquella hermosa montaña una mirada de amor, y bajando el rostro bañado en lágrimas, dijo: -“Adiós por última vez montañas y campos queridos”.

Juan Bautista Alberdi sobrevivió a Belgrano más de seis décadas, el muchacho al que le faltaban poco más de dos meses para cumplir 10 años cuando murió el creador de la Bandera, había recorrido el mundo, conocido a muchos contemporáneos, escrito miles de páginas y sufrido como el prócer muchas decepciones. Pero Alberdi estaba seguro de algo, que nos recuerda un poco esa inmensa deuda de la que hablaba Bioy Casares que tenemos los argentinos con Belgrano.

Afirmaba Alberdi: “Por nosotros el virtuoso General Belgrano se arrojó en los brazos de la mendicidad desprendiéndose de toda su fortuna que consagró a la educación de la juventud, porque sabía que por ella propiamente debía dar principio la verdadera revolución”.

Y nos queda esta pregunta ¿De cuantos contemporáneos nacidos en la opulencia, muchas veces mal habidas o con actos casi dolosos o de inmensas fortunas se puede decir lo mismo? Mejor no dar nombres….

FACUNDO QUIROGA


Pacho O`Donnell

Juan Facundo Quiroga integra el grupo de los caudillos del interior, mediterráneos, con Bustos, Guemes, Ibarra, Heredia, a diferencia de los litoraleños Rosas, Artigas, López, Ramírez. La lucha de aquellos era por la subsistencia, por el respeto a sus precarias industrias, por sus derechos a las rentas de la aduana, por la justicia social para su paisanaje empobrecido,   mientras éstos bregaban, además, porque se les permitieran los mismos privilegios que Buenos aires con  la que compartían la riqueza de sus campos y los puertos fluviales con acceso al mar.

Facundo nació en La Rioja, en San Antonio de los Llanos  en 1788. Sus padres fueron José Prudencio Quiroga  y Juana Rosa de Argañaraz, de desahogada posición económica  y de  abolengo familar pues don José Prudencio era descendiente de los reyes visigodos Reciario II y Recaredo I . Doña Juana Rosa, por su parte, era descendiente de Francisco de Argañaraz y Murguía,   fundador de San Salvador de Jujuy en 1593.  Vayan estos datos genealógicos para contradecir la falacia histórica de que los caudillos eran de baja extracción social, ignorantes, primitivos. También Artigas, Guemes, Bustos, Heredia tuvieron cuna “decente”.

La ciudad de “Todos los Santos de la Nueva Rioja” fue establecida el 2 de mayo de 1591 y recibió su nombre de la provincia natal de su fundador Juan Ramírez de Velasco y estaba sujeta al gobierno del Tucumán. Recostada contra los Andes, era tierra de diaguitas, quienes defendieron sus dominios con una bravura que transmitieron a sus herederos, los gauchos. Su suelo es árido, poblado entonces por pequeños enclave alejados entre sí.  Los “llanos” son planicies semiáridas en las alturas donde se criaban ovejas. Los riojanos producían vinos, aceitunas y explotaban rudimentariamente las minas de plata, sobretodo en Famatina.

El escaso comercio hizo que, a diferencia de la mayoría de las otras provincias, fuera mayor el desarrollo rural que el urbano. La Rioja debió soportar frecuentes sublevaciones indígenas, la más importante de ellas la rebelión calchaquí de mediados del siglo XVII acaudillada por “el falso inca” Pedro Bohorquez que asaltó e incendió varias poblaciones del Tucumán. Finalmente el gobernador  Alonso de Mercado aplastó la insurrección y aprehendió y ahorcó a su líder.
A los veinte años, se hizo cargo de la administración y conducción de las arrias pertenecientes a su padre, el estanciero José Prudencio Quiroga.
Enrolado más tarde bajo las órdenes del Cnl Manuel Corvalán, jefe de la frontera sur de Mendoza, se puso en marcha en unión de 200 reclutas, rumbo a Buenos Aires.

Fue destinado a formar en el Regimiento de Granaderos a Caballo, que ha empezado a instruirse en el Retiro bajo las órdenes de San Martín. Juan Facundo es alistado en una compañía que manda el Cap. Juan Bautista Morón. Durante un mes recibió instrucción militar, luego el Cnl Corvalán, haciéndose cargo de un pedido paterno, consiguió que se le diera de baja y Quiroga se retiró a su provincia natal.

Pero no terminó allí su relación con las luchas por la independencia porque los Quiroga padre e hijo aportaron reclutas, animales y armas al Ejército del Norte comandado por Manuel Belgrano. Facundo es recompensado por ello con el título de “Benemérito de la Patria”.

El 31 de enero de 1818 es nombrado Comandante Militar de Malanzán y dos años más tarde Comandante interino de los Llanos. Por esos tiempos el prestigio de Quiroga va en aumento en toda la región. Demuestra condiciones de liderazgo, mimetizado con las vestimentas y los hábitos de los gauchos y éstos acuden a él cuando necesitan algo: solución de diferendos, ayuda pecuniaria, protección contra una injusticia, recomendación para el gobierno, certificación de hombría de bien. En ese escenario y con esas virtudes, en su condición de hombre más rico de Los Llanos y de Comandante Militar de las Milicias, pronto comenzaría a actuar abiertamente en política.     

Anteriormente, en uno de sus tantos viajes por la región, haría escala en San Luis donde estaban presos el brigadier Ordóñez, los coroneles Primo de Rivera y Morgado y otros oficiales del ejército del Rey derrotados en Chile por San Martín que organizaron un levantamiento. El riojano, quien según algunos también estaba preso,  acudió a colaborar con la represión del motín armado sólo con un asta de vaca y un barrote de hierro, hiriendo y dando muerte a algunos de los españoles. Regresa como un héroe a su provincia y es premiado con una medalla por el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón

En 1820 enfrentaría  otra rebelión, esta vez  contra San Martín, del coronel Francisco del Corro quien se sublevó en San Juan al frente del Primer Batallón de Cazadores de los Andes, los que habían depuesto al gobernador Ortiz de Ocampo y ocupado la ciudad. Facundo al frente de sus llaneros los desalojó e impuso de  gobernador a Nicolás Dávila.

En 1823 fue elegido gobernador de su provincia aunque renunciaría prontamente pues siempre rehuyó los cargos públicos, que no le hicieron falta para hacer sentir su poderío. A favor de la fama que va extendiéndose de su coraje y generosidad influye también en las provincias vecinas.  Hasta entonces Facundo no se ha definido claramente entre el unitarismo y el federalismo. Lo hará a raíz de un grave conflicto con Rivadavia que en 1826 se había proclamado Presidente de la República contradiciendo la voluntad de las provincias federales. Ello le daba jurisdicción en todo el territorio y facilitaba los negocios que anudaba con agentes extranjeros.  Con empresarios londinenses don Bernardino, a pesar de su importante cargo público, participó de entidades comerciales privadas creadas con el objetivo de explotar las minas de plata de la Rioja, una de las pocas fuentes de recursos para la administración riojana y en las que Quiroga tenía intereses personales. Una de esas compañías era la “River Plate Mining Association” cuyos representantes, cuando pretendieron tomar posesión de las minas exhibiendo un contrato firmado por Rivadavia, fueron expulsados con brusquedad de la provincia.

No sería esa la única razón del encono de Quiroga con el porteño ya que éste se empeñaría en un grave conflicto con la iglesia católica al proponer reformas inspiradas en el espíritu positivista y secular, masónico,  que había traído de su exilio en Gran Bretaña. El riojano era un católico convencido y  denunció en la Sala de Representantes al autodesignado Presidente por persecución a la Iglesia.  Uno de sus influyentes mentores fue el sacerdote y filósofo Pedro Castro Barros, quien pasaba largas temporadas en casa de los Quiroga, y tuvo una destacada actuación en la Asamblea del año XIII y en el Congreso de Tucumán, al que presidió en dos oportunidades. Entusiasta partidario del federalismo, según F. Chávez fue quien inspiró en   Quiroga “su antiluminismo combatiente” que lo llevó a emprender una guerra religiosa contra Rivadavia y sus seguidores  Segundo Agüero,  Juan Cruz y Florencio Varela, y sobre todo contra Salvador del Carril cuando fue gobernador en San Juan y pretendió reproducir en dicha provincia las ideas y los estilos de los unitarios porteños. Los acusó del “inicuo proyecto de esclavizar las provincias y hacerlas gemir ligadas al carro de Rivadavia, para de este modo fácilmente enajenar el país en general y hacer también desaparecer la religión que  se proponen el presidente y sus secuaces”.

El caudillo riojano, que podía recitar largos pasajes de la Biblia de memoria, hizo de la sigla “Religión o muerte” su consigna, inscripta en su bandera negra con una calavera sobre dos tibias cruzadas. La alusión religiosa no era sólo su oposición a las reformas rivadavianas sino también a aquellos ingleses insolentes, de religiones heréticas, que se arrogaban derechos en el territorio bajo su dominio.    

G. Arzac resaltó el importante rol desempeñado por Facundo Quiroga en el fracaso de la Constitución unitaria de 1826 auspiciada por Bernardino Rivadavia al negarse a recibir en su campamento militar de Pocito al enviado del Congreso Dr. Dalmacio Vélez Sarsfield, advirtiéndole que “se halla distante de rendirse a las cadenas con que se pretende ligarlo al pomposo carro del despotismo”. El delegado, prudentemente, no se atrevió a entregarle el documento en persona y se lo envió con un correo.

Buenos Aires, decidido a imponer sus razones por la fuerza, envió al interior un ejército “presidencial” a las órdenes del coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid con el objetivo de difundir los motivos de la guerra contra Brasil y reclutar hombres para el ejército. Pero La Madrid, entonces unitario aunque luego cambiaría varias veces de bando, extralimitando sus órdenes depuso a Javier López y asumió como gobernador de Tucumán y se unió a los gobernadores de Salta y Catamarca, Antonio Alvarez de Arenales y Celedonio Gutiérrez, respectivamente, formando una alianza en apoyo de la política porteña y en contra de las provincias que la enfrentaban. Fue entonces cuando se intensificó la guerra civil que a lo largo de treinta años ensangrentaría nuestro territorio

Quiroga, quien contaba ya con una fuerza montonera considerable de hombres enardecidos por la confianza en su jefe y atraídos también por la autorización a saquear con que Facundo los recompensaba económicamente, sin esperar la prometida ayuda del cordobés Bustos y del santiagueño Ibarra, se lanzó contra Lamadrid venciéndolo el 27 de octubre de 1826 en la batalla de “El Tala”. Su táctica, que repetiría en otros enfrentamientos, consistió en fingir una retirada en derrota de una parte de su caballería para lograr que el enemigo la persiguiese para luego, en una maniobra ejecutada con precisión, ensayada cientos de veces, volver grupas y atacar por sorpresa mientras una reserva, que había permanecido escondida, hace lo mismo por retaguardia. Tomada por dos fuegos las fuerzas “presidenciales” sufrieron una derrota total.

Lamadrid, de a pie por la muerte de su cabalgadura, peleó como un león resistiendo al remolino de sablazos y lanzazos que se abatieron sobre él. Por fin con quince heridas profundas, once de ellas hachazos de sable en su cabeza  de las que manaba abundante sangre, cayó al suelo siendo entonces pisoteado con sus cabalgaduras por los enardecidos riojanos. Luego bajaron y lo molieron a puntapiés y culatazos quebrándole varias costillas. Como Lamadrid no dejara de gritar  “¡no me rindo! ¡no me rindo!” atravesaron su cuerpo con un bayonetazo y luego le dieron el tiro de gracia.  Entonces, lógicamente, fue dado por muerto.

Facundo, para estar seguro, mandó buscar su cadáver y traerlo a su presencia. No lo encontraron. Es que Lamadrid, con inmensa voluntad y ayudado por algunos de sus soldados, había logrado alejarse del campo de batalla y encontró refugio en el rancho de una generosa mujer. Luego, todavía inconciente, fue llevado a Tucumán donde fue recibido con alegría y volar de campanas. Aún debieron pasar varios días y el esfuerzo de varios comedidos antes de que estuviera algo recuperado.            

En sus “Memorias” Lamadrid escribió: “Así que llegué de Santiago, sabiendo un viejo de la campaña que conservaba todavía abierta la herida de la bayoneta, había dicho que no sanaría mientras no se me chupara la herida, y que sólo él podía hacerlo si yo quería. Se me avisó al instante por el comandante y coronel Zerrezuela y me mandó en seguida a dicho viejo. Así que llegó éste y me vio la herida, dijome: Que ya estaría esta herida sana si yo la hubiera visto desde el principio y chupándola; la bayoneta ha entrado o resbalándose para la parte de abajo y el humor no puede salir sino sacándolo con la boca a fuerza de chuparlo. “¿No ve, señor, cómo lo sacan?”, me dijo, viendo que exprimían con la mano, de abajo para arriba, para extraer el humor. “Va a ver ahora la diferencia”, y poniendo no sé qué en la boca la aplica a la herida como si me extrajeran algo con un fuelle; en seguida escupió una porción de humor, se enjuagó la boca con vino aguado y repitió otro con el mismo éxito. En efecto, sentí un consuelo,  pues conocía visiblemente que se me había descargado de un peso. Acaricié mucho al viejo y quedó establecido en mi casa; mandé ponerle cama en mi mismo dormitorio y siguió siendo mi médico de cabecera, pues el doctor Berdia me dijo que era verdaderamente el mejor medio para poder extraer todo el humor”.

Facundo no se convence de que su enemigo aún vive y como prueba enseña la chaqueta ensangrentada de Lamadrid atravesada por un balazo y un bayonetazo.  No tuvo más remedio que aceptar la realidad cuando el 5 de julio de 1827 está con sus tropas enfrentándolo en el paraje de “Rincón de Valladares”.  El riojano vuelve a vencer con la misma táctica que en “El Tala” y se produce entonces una matanza impiadosa de la que pocos se salvan. Entre ellos están varios de  los “colombianos”, mercenarios famosos por su crueldad.

La terminación de la guerra independentista en Suda­mérica había generado bandas mercenarias que vendían su ferocidad al mejor postor. Los “colombianos" habían tenido aguerrida participación en la definitoria batalla de Ayacucho bajo el man­do del mariscal Sucre. Luego fueron ellos, contratados al servicio de los intereses de la burguesía comercial  porteña,  quienes, con su funesta cele­bridad, dieron pábulo al lema de "salvajes unitarios" tan utilizado en épocas de la Confederación rosista.

Facundo Quiroga había decidido terminar con ellos como puede leerse en su comunicación al gobernador cordobés Bustos: "Corro a dar alcance a esa tropa de bandidos que no han dispensado crimen por cometer; que no sólo han incen­diado poblaciones y degollado a los pacíficos vecinos, sino que, atropellando lo más sagrado, han violado jóvenes deli­cadas. Tengo yo jurado dejar de existir o castigarlos de un modo ejemplar (...) Muy en breve sabrá V.E., o que he pere­cido al frente de mis fuerzas, o que uno solo de ellos no existe ya sobre la tierra".

Facundo cumplió con su promesa. La mayor parte de los “colombianos” fueron muertos en el campo de batalla y el resto pasados por las armas al caer en poder de Quiroga y los suyos. Para ellos no hubo cuartel, ni tampoco lo pidie­ron. Solamente su jefe, un tal Matute, se rindió al entonces joven comandante Ángel Vicente Peñaloza. Pero, astuto, conseguiría escapar e ir a Salta donde mandaba José Ignacio Gorriti, gran colaborador de Guemes pero ahora aliado con Buenos Aires. Pero éste, temeroso de las consecuencias que podría traerle dar refugio a alguien tan odiado, ordenó fusilarlo. Hubo que hacerlo con grillos por­que Matute pidió como último favor que se le dejara oír misa, pretexto para apoderarse del cáliz consagrado y ame­nazar con volcar las hostias de su interior. Herejía que horrorizó y paralizó durante algunas horas a sus verdugos.

El combate de “Rincón de Valladares” pareció decidir la guerra civil a favor de los federales. Rivadavia dio entonces a su emisario Manuel J. García la instrucción  de alcanzar la paz con Brasil, como años más tarde lo revelaría el mismo García, “a cualquier precio”. Sabido es que el precio fue la ominosa entrega de la Banda Oriental al emperador de Portugal, radicado en Brasil, de lo que nos ocupamos in extenso en otro capítulo. La intención de los “Caballeros de América”, logia secreta a la que pertenecían Rivadavia y los suyos, era liberar al ejército nacional de la guerra para que regresaran a las Provincias Unidas y derrotaran a los caudillos díscolos. Lamentablemente ello se cumpliría en gran parte dos años más tarde con la muerte de Dorrego y el siguiente genocidio del gauchaje federal a cargo del ejército.

Cuando cae Rivadavia y el 13 de agosto de 1827 asume Manuel Dorrego, ya no como presidente sino como gobernador, los caudillos y gobernadores de provincia le prestan su apoyo y se disponen a contribuir para reiniciar la guerra contra el Brasil y así oponerse a la inicua cesión de la Banda Oriental. También Quiroga, Bustos, Ibarra y Estanislo López se proponen nuevamente sancionar una constitución de tinte federalista. Pero, sumiso a los cantos de sirena de los rivadavianos,  el 1° de diciembre de 1828 se sublevó la Primera División del ejército a las órdenes del general Juan Lavalle. Pocos días después, el 13 de diciembre, Dorrego es fusilado en Navarro sin tener juicio previo y en forma contraria al derecho de gentes.

La noticia del fusilamiento consternó a la opinión pública. Los pueblos del interior se indignaron y sus gobiernos hicieron oír sus protestas ante crimen tan alevoso y la campaña de exterminio de caudillos y gauchos federales que siguió a éste conducida por Lavalle, Estomba, Rauch y otros. La matanza pudo ser contenida por la derrota del primero en “Puente de Márquez” el 26 de abril de 1829, a manos de las fuerzas unidas de Rosas y López que forzó a la firma del pacto de Cañuelas entre Lavalle y el Restaurador que estableció la cesación de hostilidades y, entre otras cláusulas, un llamado a elecciones  que fueron anuladas por viciosas coronándose finalmente  al general Juan José  Viamonte, un federal no rosista, como gobernador porteño.

Pero el sometimiento de la burguesía comercial de Buenos Aires duraría  poco porque el general unitario José María Paz, un experimentado militar, entra en Córdoba y derrota a Bustos quien busca refugio en Quiroga. Paz intenta negociaciones con el riojano pero éste, inconmovible,  apresta su ejército con auxiliares de otras provincias y se dispone a desalojar al intruso de Córdoba. Los montoneros de Facundo son derrotados en “La Tablada” (junio de 1829) y en “Oncativo” (enero de 1830) debido a la inteligente táctica del unitario quien imponía a sus tropas una disciplina y un entrenamiento similar al de los ejércitos regulares. En cambio el riojano basaba su fuerza en la violencia de sus cargas, en la ferocidad de sus gauchos que levantaban mentas de que entre ellos se mezclaban “capiangos”, es decir demonios.

“Quiroga habría de lamentarse varias veces no haber negociado con Paunero, enviado de Paz, para obtener un acuerdo. En realidad, la intensidad de la lucha civil había aniquilado a los núcleos intelectuales de las provincias, dando el más absoluto predominio a las masas y a sus caudillos. La unión de Paz, Quiroga y López – la burguesía intelectual, las masas mediterránas y el litoral montonero- habría asegurado la unión argentina medio siglo antes de verificarse y quizás habría cambiado el destino nacional. Pero López fue separado por Rosas del frente del interior y Quiroga muere cuando se dispone a emprender la gran tarea. Paz debió entonces actuar sin base alguna, llevado por el signo de su genio militar, y obligado por las circunstancias a entrar en coaliciones circunstanciales con la emigración unitaria, sin dejar por eso de ser hostilizado por ella y sin que el notable jefe ignorase la irremediable impotencia de su situación” (J.A.Ramos). 

Paz, quien fusilará a numerosos prisioneros entre ellos oficiales de alta graduación como volverá a hacerlo en otras oportunidades, ha quedado dueño de todo el Interior. Aráoz de Lamadrid sentaría sus reales en la provincia de Facundo, el coronel Videla Castillo se apoderó de Mendoza, Videla de San Luis , Albarracín de San Juan, Javier López de Santiago del Estero, en Tucumán todo era suyo pues allí la reacción unitaria era siempre importante. Eran una pléyade de provincias que se asociaron y el 31 de agosto de 1830 establecieron una alianza militar bajo el mando de Paz, la Liga Unitaria, en contra de la Confederación federal que tenía a Juan Manuel de Rosas, gobernador porteño, a la cabeza.

Sólo el general Estanislao López tenía en Santa Fe un ejército considerable, pero no se atrevía a enfrentar abiertamente a Paz y se contentaba con amenazarlo y luego escabullirse. La situación era preocupante para Rosas pues si López también era vencido el camino hacia Buenos Aires estaría abierto para las fuerzas unitarias.  

Fue entonces cuando los dos grandes caudillos del interior visitaron al Restaurador  y Quiroga argumentó que había ido vencido por falta de elementos. Además, aseguró, Paz había quedado muy golpeado  y no estaba en situación de moverse a la ofensiva. Insistió en que las provincias acudirían a su llamado en cuanto cundiera la noticia de que el “Tigre de los Llanos”estaba otra vez en campaña. La Rioja, Catamarca, Santiago, San Luis y Mendoza le pertenecían, y San Juan y Tucumán se entregarían no por convicción sino por terror a sus represalias contra quienes se resistieran. Esa había sido una táctica que  Facundo había practicado desde el principio de sus correrías: oponérsele costaba muy caro, no sólo al osado sino también a sus familiares cuando no lograba capturarlo.

Convenció al restaurador de que Paz estaba distraído con López y que le bastaría una pequeña fuerza bien pertrechada para apoderarse de Córdoba y desde allí iniciar su gira a sangre y fuego por las otras provincias. Ardía Facundo en deseos de recuperar su prestigio y su poder, también de vengar sus derrotas.
         Rosas le dio cuatrocientos hombres y algunos jefes pertrechados con las mejores armas que pudieron conseguirse y nombró a López jefe de las fuerzas federales. Las tropas del riojano eran en su mayor parte de infantería, confiado en que la caballería la incorporaría en Córdoba, además al pasar por Santa Fe López le cedió doscientos de sus temibles montoneros montados. y en cuanto a la artillería también planeaba apoderarse de cañones de Paz.

Rápidamente estuvo en Río Cuarto y su lugarteniente Chacho Peñaloza ocupó la ciudad sin resistencia ya que sus habitantes habían aprendido que si se rendían mansamente quizás pudieran evitar las terribles represalias que se contaban del caudillo. Por eso se exageraron los vítores y los hurras cuando Quiroga entró en la ciudad al paso cansino de su famoso “Moro”.  

Luego, reforzado con varios cientos de riocuartenses levados, se dirigió a San Luis. Sabía que dominadas las dos provincias el resto del Norte se le rendiría con sólo la noticia de que él se hallaba en la región al frente de un fuerte ejército. Sin embargo lo de San Luis no sería tan fácil pues se encontró con el valiente coronel Juan Pascual Pringles, de muy destacada actuación durante las guerras de la independencia americana a las órdenes de San Martín y de Bolívar. Se libran las batallas de Río Cuarto y de Río Quinto, ambas en marzo de 1831, en las que Peñaloza vuelve a tener destacada actuación. Pringles y sus hombres combaten con saña pero son finalmente vencidos y  el jefe apresado y muerto.

Facundo entra en San Luis a sangre y fuego para hacer pagar la resistencia que se ha cobrado la vida de no pocos de sus oficiales y de sus gauchos. Autoriza a sus hombres a saquear y a pasar por las armas a todo sospechoso de unitarismo. El objetivo de tal crueldad es que el próximo objetivo, Mendoza, tiemble de miedo ante su proximidad y no se atreva a defenderse. Para intensificar el terror el fraile Aldao, de quien tantas terroríficas mentas corren, se incorpora con sus hombres a la fuerza del riojano. Quizás porque el miedo es excesivo, el coronel Videla, que está allí con fuerzas del general Paz, anima a la población y se prepara a dar una batalla, saliendo al efecto hasta el Rodeo de Chacón donde es destrozado por las fuerzas federales.         Videla logra escapar y entonces Quiroga se desquita con varios oficiales que han caído en sus manos.

El caudillo riojano prepara su incursión sobre Tucumán. Lo hace con prisa pues quiere adelantarse a la reacción de Paz, todavía retenido por el amenazante Estanislao López. Pero entonces sucede lo que ya hemos descrito en otro capítulo: Paz cae preso de una partida del santafesino. Rápidamente la mayoría de las provincias se vuelcan hacia los federales salvo Salta y Jujuy bajo el dominio del general Alvarado. Lamadrid, que había quedado como jefe militar de la Liga Unitaria a raíz del infortunio de Paz, se refugió en Tucumán y allí lo fue a buscar Quiroga derrotándolo en “La Ciudadela” el 4 de noviembre, sumando las díscolas provincias del Norte a la Confederación.

Había llegado el tiempo de la venganza. Lamadrid, durante su comandancia militar en La Rioja y San Juan,  se había comportado con una extremada crueldad como lo muestra su carta del 30 de junio de 1830 a Ignacio Videla, gobernador en San Luis: : “Espero que dé usted orden a los oficiales que mandan sus fuerzas en persecución de esa chusma, que quemen en una hoguera, si es posible, a todo montonero que agarren (…) A estas cabezas es preciso acabarlas, si queremos que haya tranquilidad duradera”. Pero lo más imperdonable para Facundo era que Lamadrid había insultado y humillado  a su esposa y paseado por la ciudad, engrillada, a su anciana madre. Como si esto fuera poco había robado las onzas de oro que Facundo escondía en su casa:

“Acabo de saber por uno de los prisioneros de Quiroga que en la casa de la suegra o en la de la madre de aquel es efectivo el gran tapado de onzas que hay en los tirantes, más no está como me dijeron al principio, sino metido en una caladura que tienen los tirantes en el centro, por la parte de arriba y después ensamblados de un modo que no se conoce. Es preciso que en el momento haga usted en persona el reconocimiento, subiéndose usted mismo, y con un hacha los cale usted en toda su extensión de arriba, para ver si da con la huaca ésa que es considerable. Reservado: Si da usted con ello es preciso que no diga el número de onzas que son, y si lo dice al darme el parte, que sea después de haberme separado unas trescientas o más onzas. Después de tanto fregarse por la patria, no es regular ser zonzo cuando se encuentra ocasión de tocar una parte sin perjuicio de tercero, y cuando yo soy el descubridor y cuanto tengo es para servir a todo el mundo.” (Lamadrid a J. Carballo, 19 de septiembre de 1830)

Luego de su derrota en “La Ciudadela” escribiría el porteño al riojano con desparpajo: “General, no habiendo en mi vida otro interés que servir a mi patria hice por ella cuanto juzgué conveniente a su salvación y a mi honor, hasta la una de la tarde del día 4 en que la cobardía de mi caballería y el arrojo de usted destruyeron la brillante infantería que estaba a mis órdenes. Desde ese momento en que usted quedó dueño del campo y de la suerte de la República, como de mi familia, envainé mi espada para no sacarla más en esta desastrosa guerra civil, pues todo esfuerzo en adelante sería más que temerario, criminal. En esta firme resolución me retiro del territorio de la República, íntimamente persuadido  que la generosidad de un guerrero valiente como usted sabrá dispensar todas las consideraciones que se merece la familia de un soldado que nada ha reservado  en servicio de su patria y que le ha dado algunas glorias. He sabido que mi señora fue conducida al Cabildo en la mañana del 5 y separada de mis hijos, pero no puedo persuadirme de que su magnanimidad lo consienta, no habiéndose extendido la guerra jamás por nuestra parte a las familias. Recuerde usted, general, que a mi entrada e San Juan yo no tomé providencia alguna contra su señora. Ruego a usted, general, no quiera marchitar las glorias de que está usted cubierto conservando en prisión a una señora digna de compasión, y que servirá usted concederle el pasaporte para que marche a mi alcance...”

Quiroga respondió: “Usted dice, general, que han respetado las familias sin recordar la cadena que hizo arrastrar a mi anciana madre, y de que mi familia por mucha gracia donde usted la reclamaba para mortificarla; mas yo me desatiendo de esto y no he trepidado en acceder a su solicitud, y esto, no por la protesta que usted me hace, sino porque no me parece justo afligir al inocente”. Y para mostrarle que su proceder fue espontáneo, le agrega con la rudeza de su carácter: “Es cierto que cuando tuve aviso que su señora se hallaba en este pueblo ordené fuese puesta en seguridad, y tan luego como mis ocupaciones me lo permitieron, le averigüé si sabía donde había usted dejado el dinero que me extrajo; y habiéndome contestado que nada sabía, fue puesta en libertad, sin haber sufrido más que seis días.” Y respecto a pasaporte que le concedió, concluía su carta: “No creo que su señora por si sola sea capaz de proporcionarse la seguridad necesaria en su tránsito, y es por eso que yo se la proporcionaré hasta la última distancia; y si no lo hago hasta el punto en que usted se halla, es porque temo que los individuos que le dé para su compañía, corran la misma suerte que Melián, conductor de los pliegos que dirigí al señor general Alvarado”. El capitán Melián había sido emboscado y asesinado por los unitarios salteños.

La hija de Quiroga litigó contra Lamadrid, muerto ya Facundo, para recobrar el dinero robado, a lo que la justicia, tardía y magramente le dio la razón.

En el Pacto Federal el santafesino  Estanislao López había sido nombrado Jefe del Ejército de la Confederación, por lo que Quiroga era su subalterno. Sucedió entonces algo que acentuó la recíproca antipatía que se tenían dichos caudillos: López, en vez de ir contra Lamadrid con la totalidad del ejército federal, le encomendó al Tigre de los Llanos la tarea de aniquilar a los atrincherados en la Ciudadela. Quiroga cumplió con la instrucción y garantizó el triunfo pero al día siguiente presentó su renuncia alegando en indignada carta a Rosas “¿Qué quiere decir la orden que dio (López) para que marche contra los restos del ejército sublevado y el poder de las provincias aguerridas que más de una vez domaron el orgullo de los españoles, sino que el Señor General tenía interés en que la División de Los Andes (la que comandaba Facundo) fuese destruida?”.

Como reacción a la Liga Unitaria Buenos Aires y las provincias del Litoral se habían reunido y firmado el Pacto Federal, del que ya nos hemos ocupado. La influencia de Facundo fue decisiva, desaparecido Paz de la escena política,  para la adhesión de La Rioja y otras provincias norteñas a dicho Pacto, primera Constitución argentina que desde 1831 que mantuvo su vigencia como carta magna provisoria hasta 1853, contradiciendo el concepto de “anarquistas” que se les endilgó a los caudillos federales.

Facundo estaba a favor del dictado de una constitución nacional lo que contradecía la opinión del Restaurador quien, como ya hemos visto,  se inclinaba por un tejido de constituciones provinciales que, llegado el momento adecuado, podrían darse una carta nacional. Como se verá en otros capítulos la discusión sobre el tema fue intensa, por momentos caldeada, entre los jefes federales, pero la posición de Rosas se mantuvo irreductible. Algunos dicen que por una convicción que habríase visto confirmada por la década de anarquía que siguió a Caseros mientras que otros atribuyen su resistencia a no querer resignar el poder que le hubiera restado una carta magna.

Puso de relieve G. Arzac las ideas fundamentales que Quiroga quería que quedasen sancionadas en la letra del “cuadernito” (como gauchescamente llamaba a la Constitución) y pueden sintetizarse así:

- Régimen republicano: rechazo a las monarquías.
- Sistema federal: rechazo al unitarismo.
- Regionalismo: rechazo a la desintegración reconociendo las realidades culturales del Noroeste y el Litoral.
- Sufragio universal: rechazo al voto calificado o discriminatorio, implantando lo que llamó “voto libre de la República”.

Era claro para el riojano que la guerra fratricida era también una guerra de clases. Eso también lo percibió su enemigo Paz: “No será inoficioso advertir – escribe – que esa gran facción de la República que formaba el Partido Federal no combatía solamente por la mera forma de gobierno, pues otros intereses y otros sentimientos se refundían en uno solo para hacerlo triunfar: primero era la lucha de la parte más ilustrada contra la porción más ignorante; en segundo lugar, la gente del campo se oponía a la de las ciudades; en tercer lugar, la plebe se quería sobreponer a la gente principal; en cuarto, las provincias celosas de la preponderancia de la capital, querían nivelarla; en quinto lugar; las tendencias democráticas se oponían a las miras aristocráticas y aun monárquicas que se dejaron traslucir cuando la desgraciada negociación del príncipe de Lucca”. 

En sus “Memorias” Paz se extendería en sus comentarios sobre Facundo:    

"En las creencias populares, con respecto a Quiroga, hallé también un enemigo fuerte a quien combatir; cuando digo populares, hablo de la campaña donde esas creencias habían echado raíces en algunas partes y no sólo afectaban a la última clase de la sociedad. Quiroga era tenido por hombre inspirado; tenía espíritus familiares que penetraban en todas partes, y obedecían sus mandatos; tenía un célebre “caballo moro" (así llaman al caballo de un color gris), que a semejanza de la Sierva de Hertorio, le revelaba las cosas más ocultas, y le daba los más saludables consejos; tenía escuadrones de hombres, que cuando les ordenaba se convertían en fieras, y otros mil absurdos de este género. Citaré algunos hechos ligeramente que prueban lo que he indicado. "Conversando un día con un paisano de la campaña y queriendo disuadirlo de su error, me dijo: "Señor, piense usted lo que quiera, pero la experiencia de años nos enseña, que el señor Quiroga es invencible en la guerra, en el juego y bajando la voz añadió: "en el amor". Así es que no hay ejemplar de batalla, que no haya ganado; partida de juego, que haya perdido; y volviendo a bajar la voz, "ni mujer que haya solicitado, a quien no haya vencido". Como era consiguiente, me eché a reír con muy buenas ganas; pero el paisano ni perdió su seriedad, ni cedió un punto de su creencia. "Cuando me preparaba para esperar a Quiroga, antes de La Tablada, ordené al comandante don Camilo Isleño, de quien ya he hecho mención, que trajese un escuadrón a reunirse al ejército, que se hallaba a la sazón en el Ojo de Agua, porque por esa parte amagaba el enemigo. A muy corta distancia, y la noche antes de incorporárseme, se desertaron ciento veinte hombres de él, quedando solamente treinta, con los que se me incorporó al otro día. Cuando le pregunté la causa de un proceder tan extraño, lo atribuyó al miedo de los milicianos, a las tropas de Quiroga. Habiéndole dicho de qué provenía ese miedo, siendo así que los cordobeses tenían dos brazos y un corazón como los riojanos, balbuceó algunas expresiones cuya explicación quería absolutamente saber. Me contestó que habían hecha concebir a los paisanos, que Quiroga traía entre sus tropas cuatrocientos "Capiangos", lo que no podía menos que hacer temblar a aquellos. Nuevo asombro de mi parte, nuevo embarazo por la suya, otra vez exigencia por la mía, y finalmente, la explicación que le pedía. Los "Capiangos", según él, o según lo entendían los milicianos, eran unos hombres que tenían la sobrehumana facultad de convertirse, cuando lo querían, en ferocísimos tigres, y "ya vé usted", añadía el candoroso comandante, "que cuatrocientas fieras lanzadas de noche a un campamento, acabarán con él irremediablemente". 

"Tan solemne y grosero desatino no tenía más contestación que el desprecio o el ridículo; ambas cosas empleé, pero Isleño conservó su impasibilidad, sin que pudiese conjeturar si él participaba de la creencia de sus soldados, o si sólo manifestaba dar algún valor a la especie, para disimular la participación que pudo haber tenido en su deserción: todo pudo ser. 

"Un sujeto de los principales de la sierra, comandante de milicias, Güemes Campero, había hecho toda la campana que precedió a la acción de La Tablada con Bustos y Quiroga; vencidos estos, se había retirado a su departamento, y después de algún tiempo que se conservó en rebeldía, fue hecho prisionero y cayó en mi poder. No tuvo más prisión que mi casa, donde se le dio alojamiento, sin más restricción, Que no salir a la calle; por lo demás, asistía a mi mesa, y comunicaba con todo el mundo. Un día estando comiendo, algunos oficiales tocaron el punto de la pretendida inteligencia de Quiroga con seres sobre-humanos, que le revelaban las cosas secretas, y vaticinaban lo futuro. Todos se reían, tanto más, cuanto Güemes Campero, callaba, evitando decir su modo de pensar.

Rodando la conversación, en que yo también tomé parte, vino a caer en el célebre "caballo moro", confidente, consejero, y adivino de dicho general. Entonces fue general la carcajada y la mofa, en términos, que picó a Güemes Campero, que ya no pudo continuar con su estudiada reserva; se revistió, pues de toda la formalidad de que era capaz y tomando el tono más solemne, dijo: "Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar, es que el caballo moro se indispuso terriblemente con su amo, el día de la acción de La Tablada, porque no siguió el consejo que le dio, de evitar la batalla ese día; y en prueba de ello, soy testigo ocular, que habiendo querido poco des- pués de¡ combate, mudar de caballo y montarlo (el general Quiroga no cabalgó el moro en esa batalla), no permitió que lo entrenasen por más fuerzas que se hicieron, siendo yo mismo uno de los que procuré hacerlo, y todo esto, era para manifestar su irritación por el desprecio que el General hizo de sus avisos". Traté de aumentar algunas palabras para desengañar aquel buen hombre, pero estaba tan preocupa- do, que me persuadí que era por entonces imposible. 

"A vista de lo que acabo de decir, y de mucho más que pudiere añadir, fácil es comprender cuanto se hubiera robustecido el prestigio de este hombre no común, si hubiese sido vencedor en La Tablada. Las creencias vulgares le hubieran fortalecido hasta tal punto, que hubiera podido erigirse en un sectario, ser un nuevo Mahoma, y en unos países tan católicos, ser el fundador de una nueva religión, o abolir la que profesamos. A tanto sin duda hubiera llegado su poder, poder ya fundado con el terror, cimentado sobre la ignorancia crasa de las masas, y robustecido con la superstición, una o dos victorias más, y ese poder era omnipotente, irresistible. Adviértase que esa victoria que no obtuvo, le hubiera dado una gran extensión a su influencia y que si antes, además de La Rioja, la ejercía en algunas provincias solamente, entonces hubiera sido general en todo el interior de la República".           


La epistolaridad entre el riojano y Rosas no versó solo sobre temas políticos o militares. Trató, por ejemplo, el reumatismo que atormentaba al “Tigre de los Llanos” y que mereció el consejo del porteño: “Mi querido compañero, Señor Don Juan Facundo Quiroga (...) Un griego que tiene fonda en San Isidro, muy hombre de bien me ha referido que siendo él joven cuando Napoleón fue al Egipto, su padre fue salvado con este remedio.

“Tomó una porción de ajos, los peló y colocó sobre un pedazo de lienzo de camisa de hilo usada; enseguida pulverizó aquellos ajos con polvos de mercurio dulce en una dosis como de dos narigadas de rapé, y doblando el lienzo lo cosió en forma de bolsa o saco cerrado por todos lados .  Después tomó una olla de dos orejas en que cabrían como cinco o seis botellas de agua y colocó en ella la bolsa pendiente por unos hilos de las dos orejas de modo que estando dentro de la olla se mantuviese al aire como en una maroma.  Acto continuo echó agua fría en la olla, pero cosa que la bolsa no tocase el agua; la tapó con un plato y engrudó por las orillas para que quedase herméticamente cerrada la olla; puso un peso sobre el plato para que no se moviese, y colocó la olla así tapada y cerrada en fuego de carbón fuerte en donde la tuvo hirviendo como hora y media, cuidando mucho de reponer y pegar el engrudo donde se desprendía para que no saliere ningún vapor de la olla.  Después de esta operación separó la olla del fuego y cuando había aflojado el calor la destapó, sacó la bolsa, y cerrada y caliente cuanto podía sufrirse en las manos, la exprimió sobre una fuente haciéndole echar una especie de aceite que acomodó después en un frasco o botella. Con la brosa de los ajos exprimidos le frotó los miembros enfermos para aprovechar el jugo o aceite que tenían, dejando en ellos las brosas que se quedaban pegadas; y las envolvió después con unos lienzos usados. 

“Concluida la primera cura lo despidió entregándole el frasco del exprimido aceite para que se diese con él a mano caliente dos frotaciones al día, una al acostarse a la noche y otra al levantarse por la mañana, y le previno que cuanto se acabase volviese por más. Observó exactamente la instrucción y a los tres días ya movía los miembros que se le habían adormecido del todo, a los nueve días caminó por sus pies sin muleta, y sanó del todo hasta el presente, sin necesidad de repetir la confección del medicamento(...)” 

La relativa tranquilidad que sobrevendría luego de la prisión de Paz y la derrota de Lamadrid  permitió que los gobernadores federales pudieran ocuparse de un problema irresuelto: el constante ataque de los malones indígenas contra los poblados que bordean sus dominios. Quiroga escribe a Rosas desde Mendoza el 4 de septiembre de 1832:

“Mi caro amigo: Entre las muchas cartas que le dirijo en esta fecha se me había quedado una de los principales asuntos en que se interesa el honor de la República, el principio del sistema triunfante y la humanidad misma. La Punta de San Luis ya existe en ruinas y escombros, innumerables habitantes han desaparecido, centenares de familias gimen bajo la dominación de los salvajes, y los miserables rectos serán víctima de la miseria y del hambre. No ha quedado un punto en aquella infeliz provincia que no haya sido hollada por los bárbaros sino el pueblo que van abandonando sus habitantes y en el que no está muy lejos que fijen los indios sus tolderías. No piense Ud. que pondero algo en el cuadro que le trazo pues conoce la ingenuidad de mi carácter. Ya Ud. echará de ver que esta narración tiende á que se arbitre un medio de salvar una parte preciosa del territorio de la república y que para ello solo el gobierno de Buenos Aires es capaz de tornar la iniciativa: los demás pueblos se afligen estérilmente porque la curación de sus llagas absorbe toda su atención, y el caudal de sus tristes recursos, yo palpo esta verdad, y aunque mi actividad se multiplicara corno por ciento, de nada me servirá sin el auxilio que apunto porque ella no es creadora; sin embargo de todo esto yo le aseguro que tomando Ud. la voz en este negocio, todos estos pueblos sacarían fuerza de su misma flaqueza, y fuera del bien positivo que resultaría se pondría el sello de bendiciones á la mano benéfica que los ha salvado de la anarquía (…)”.

Se organizó entonces una Expedición al Desierto de la que  Quiroga sería el Jefe. Se hizo cargo de las divisiones del Centro y confió la del Este al caudillo mendocino Aldao, combinada con la del general Rosas, por el Este, ganando territorios para la soberanía nacional y rescatando numerosos cautivos.

En 1834 se instaló con su familia en Buenos Aires y frecuentó la sociedad porteña, trabando una gran amistad con Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas y activa partidaria del federalismo, quien sería su apoderada. Desarrolla también una intensa actividad política, seduciendo tanto a federales como a unitarios, con la idea de proponerse como la figura clave para la por todos ansiada reorganización nacional, en competencia con el gobernador porteño, siempre remiso a ello.

Como lo señala Domingo Faustino Sarmiento, "su con­ducta es mesurada, su aire noble e imponente, no obstante que lleva chaqueta, el poncho terciado y la barba y el pelo enormemente abultados". Dinero no le falta pues al ya con­siderable patrimonio familiar ha agregado el que le han reportado sus desprejuiciadas actividades políticas y sus correrías por las campañas al frente de sus "llanistos". "Sus hijos están en los mejores colegios", exagera Sar­miento, "jamás les permite vestir sino de frac o levita y a uno de ellos, que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura."

Aprovechando el prestigio que Facundo, o "don" Facun­do como le gusta hacerse llamar ahora, tiene en las provin­cias, pero quizás también para alejarlo del centro de decisiones porteño, el gobernador provisorio de Buenos Aires, Vicente Maza, respondiendo a sugerencias del Restaurador, le encarga la misión de mediar entre los gobiernos de Salta y Tucumán, ambos federales, que amenazan con enfrascarse en una guerra. Si bien al principio vacila, el 18 de diciembre de 1835 el riojano parte en su galera, no sin presagios: "Si salgo bien te volveré a ver", se despide de Buenos Aires, "si no ¡adiós para siempre!".

A su lado, en el zangoloteante asiento, viajará su fiel secretario, el doctor José Santos Ortiz, formado en filosofía y teología en la Universidad de Córdoba, quien entre otros cargos políticos ha sido gobernador en San Luis. Es él quien le infor­ma al Tigre de los Llanos que Rosas ha enviado un chasque que ha partido pocos minutos antes que ellos desde la Hacienda de Figueroa hasta donde lo ha acompañado y donde ha quedado escribiendo una carta que le hará llegar durante su viaje. En ella, así lo han convenido, desplegará sus ideas sobre la organización institucional del país para que las haga conocer a los gobernadores federales en litigio, Pablo de Latorre y Alejandro Heredia.

La noticia del chasque inquieta a Quiroga, aunque descuenta que la misión del mensajero no es otra que a­nunciar su itinerario acordado con don Juan Manuel  para que se tomen las providencias para asisiirlo durante la travesía. Sin embargo que haya tantos enterados de su viaje, amigos, que los tiene y muchos, y enemigos, que tampoco le faltan, explica esa ansiedad que después atestiguarían los encargados de las postas, a quienes exigía caballos frescos y muy veloces. Quizás para  no dar tiem­po a que los anuncios de sus arribos permitieran la puesta en marcha del atentado que seguramente intuía. Su apuro es particularmente notable cuando llega a la ciudad de Cór­doba, donde su gobernador, uno de los hermanos Reinafé, hombres de confianza de su enemigo de siempre, el caudillo santafesino Estanislao López, lo esperaba para agasajarlo con cenas y festejos. Por única respuesta recibe la orden perentoria: "¡Caballos!".

La breve detención da tiempo suficiente a Santos Ortiz para enterarse de lo que en Córdoba se rumoreaba: el ase­sinato de Quiroga estaba ya decidido, sus asesinos seleccionados, las tercerolas compradas. Sólo la llegada prematura había impedido el drama. Pero cuando la galera se aleja, difuminada por el polvo, los pronósticos arrecian: el asesi­nato tendrá lugar en el viaje de regreso. El secretario se lo comunica a su jefe quien, en una actitud que nuestra historia aún no ha podido explicar, hace caso omiso a las advertencias e inclusive rechaza las escoltas que, a su regreso, resuelto el conflicto por el artero asesinato del salteño Latorre, le ofrecen los gobernadores de Santiago del Estero, Ibarra, y Tucumán, Heredia. Facundo tenía una enorme confianza en su capacidad de influir so­bre los demás, había llegado a creer en las dotes mágicas que las imaginerías de la época le adjudicaban.

Lo que resulta difícil de comprender es por qué el doc­tor Ortiz, hombre moderado y culto, lo acompañó hasta un destino que no ignoraba fatal. Mucho menos cuando, antes de llegar a la posta de “Ojo de Agua”, la diligencia es inter­ceptada por un joven que se cruza en el camino y pide ha­blar con el secretario. Éste le ha hecho alguna vez un favor importante, y él está dispuesto a devolvérselo, aun a riesgo de su vida. Todo se lo cuenta: Santos Pérez, un malandado con varias muertes en su haber, está emboscado en un paraje llamado Barranca Yaco, al frente de una partida armada hasta los dientes y con la orden de que nadie, absolutamen­te nadie, debía quedar vivo. Tal era la orden. El joven Sandivaras había traído un caballo a la rienda y se lo ofre­ce a Ortiz para que salve su vida.

Habrá vacilado, seguramente, el secretario. Habrá mi­rado el caballo que lo tentaba con la supervivencia y habrá mirado a su jefe, aquel hombre por el que sentía una devoción rayana en la adoración. O que le inspiraba un temor tal que le impedía pensar en su propia conveniencia. Por fin, cumple con su destino y con aquella sentencia de Marco Aurelio: "La vida es guerra, y la estancia de un extraño en tierra extraña". El doctor Santos Ortiz trepó otra vez a la galera para morir junto a Facundo el 16 de febrero de 1835.

La inestabilidad política sobrevenida en Buenos Aires durante los débiles y breves gobiernos de Balcarce y, otra vez, de Viamonte, fomentada por los activos “apostólicos”, como se llamaba a los  rosistas orgánicos de la ciudad, apoyados por el violento rosismo de los gauchos de la campaña y de los  orilleros de extramuros, hicieron que don Juan Manuel volviera a ser convocado para imponer el orden que, aún a costa de privilegios para la plebe,  permitiera el desarrollo de los negocios de comerciantes y hacendados. Pero hubo oposición a investirlo otra vez “con la suma del poder público”, es decir las facultades ejecutivas, legislativas y judiciales concentradas en su persona. Rosas, disgustado, se negó cuatro veces y hasta renunció a la comandancia de Milicias.  Pero lo que puso fin a las discusiones fueron las noticias del asesinato de Facundo Quiroga, lo que hizo crecer en los “decentes”el temor a la anarquía. Para ellos, entonces, que gobernara autocráticamente ese aristócrata “gauchizado” que renegaba de su clase social, era el mal menor. Cuando ya no fuese necesario se encontraría la forma de deshacerse de él, como se había hecho con Dorrego.

Como todos los días, el 3 de marzo de 1835, Rosas destinaba parte de la mañana a dictar notas y comunicaciones referentes a hechos cotidianos. Incansable, se ocupaba de todos los aspectos de sus estancias como también lo haría durante su gobierno, aun de los más mínimos. “Mi querido don Juan José”, escribía. Era uno de sus mayordomos. “Esta sólo tiene por objetivo prevenirle que a Pascual me le entregue veinte bueyes aparentes y como para las carretas. Deseo que le haya ido bien en su viaje”. Allí se interrumpió porque en ese instante le transmitieron la noticia. Con la letra cambiada por su alteración anímica, continuó: 

“El general Quiroga fue degollado en su tránsito de regreso para ésta el 16 del pasado último febrero, 18 leguas antes de llegar a Córdoba. Esta misma suerte corrió el coronel José Santos Ortiz y toda la comitiva en número de 16, escapando sólo el correo que venía y un ordenanza, que fugaron entre la espesura del monte (…) ¡Qué tal! ¿He conocido o no el verdadero estado de la tierra? Pero ni esto ha de ser bastante para los hombres de las luces y los principios. ¡Miserables! ¡Y yo, insensato, que me metí con semejantes botarates!”. Entonces, la ira: “Ya lo verán ahora. El sacudimiento será espantoso y la sangre argentina correrá en porciones”.

Entre la ropa de Facundo estaba, ensangrentada, la carta que Rosas le enviase, que pasaría a la posteridad como la “carta de la hacienda de Figueroa” y que figura, completa, en el apéndice documental al fin de este libro.

 “Usted y yo deferimos a que los pueblos se ocupasen de sus constituciones particulares para que después de promulgadas entrásemos a trabajar los cimientos de la Gran Carta nacional”. Los unitarios habían fracasado en ello por dictar una constitución sin tener en cuenta ni el estado ni la opinión de las provincias: “Las atribuciones  que la Constitución asigne al gobierno general deben dejar a salvo la soberanía e independencia de los estados federales”. A continuación Rosas haría mención a la discordia introducida por los unitarios en todos los rincones de la Patria: “ Después de todo eso ¿habrá quien crea que el remedio es precipitar la constitución del Estado? ¿Quién duda que ésta debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución? ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita primeramente, bajo una forma regular y permanente las partes que deben componerlos?”. 

La historia oficial, abierta o encubiertamente, adjudica la muerte del “Tigre de los llanos” al Restaurador. Los argumentos más fuertes son:  

1) Rosas es el gran beneficiado por el asesinato, no sólo porque consigue ser designado gobernador con las condiciones por él impuestas sino también porque queda afuera un serio competidor por la jefatura del campo federal. Facundo comenzaba a ser visto como el probable eje de una concertación nacional entre unitarios y “lomos negros” (federales no rosistas)  que desembocaría en la sanción de una constitución, algo a lo que el Restaurador se oponía encarnizadamente. 

2) Pocos instantes antes de morir, ya en el cadalso, el confeso asesino Santos Pérez gritará: “¡Rosas es el asesino de Quiroga!”. Lo cierto es que no es fácil mentir cuando se está en presencia de la Muerte.  

3) Si bien hubo juicio, en el que también fueron ajusticiados los hermanos Reinafé, contratantes de Santos Pérez, fue sumario y no se dio a los acusados posibilidades de defensa. Sin embargo el doctor Marcelo Gamboa lo intenta. Impugna el juicio por la falta de una constitución escrita y cuestiona a Rosas por considerar que ha prejuzgado la culpabilidad de sus defendidos en las comunicaciones cursadas a las provincias. No era ese lenguaje para dirigirse a alguien que detentaba “la suma del poder público”. Don Juan Manuel se irrita: “Solo un atrevido, insolente, pícaro, impío, logista y unitario” ha podido presentarle, bajo la apariencia de ejercer el derecho de defensa, un pedido de publicar “un escrito de propaganda política”. Lo condenaba a corregir “uno a uno, todos los renglones de su atrevida representación”, no salir a más distancia de veinte cuadras de la plaza de la Victoria, no ejercer su profesión de abogado y “no cargar la divisa federal, no ponerse ni usar en público los colores federales”. Si no cumpliese, sería “paseado por las calles de Buenos Aires en un burro celeste”, o fusilado si tratase de escapar.

4) Rosas envía a Quiroga a una misión, que podría haberla encargado otro, a mil kilómetros de distancia que debía atravesar una provincia, Córdoba, gobernada por quienes eran  sus enemigos.  

Los argumentos en contra se basan en que para muchos el principal sospechoso es el gobernador de Santa Fe, Estanislao López.

1) Su relación con el difunto ha sido muy mala, entre otros motivos porque Rosas, sibilinamente, se ha ocupado de sembrar sistemática cizaña entre ellos para impedir una eventual alianza que pudiese dejarlo en situación de debilidad. Ya hemos visto el enojo del riojano por considerar que López había enviado sus montoneras a la destrucción en “La Ciudadela”.  

2) Quiroga tenía otro motivo para odiar a López: Lamadrid se había apoderado en La Rioja del caballo de Facundo, el famoso “Moro” al que su dueño le adjudicaba poderes sobrenaturales. Una representación luciferina a la que consultaba y cuyos consejos seguía al pie de la letra.  Luego de la batalla de “El Tío”, el tan mentado equino cae en manos de López. Cuando Quiroga se lo reclama, don Estanislao se niega a devolvérselo. El general Paz, en sus “Memorias”, se ocupa de la importancia que el “Moro” tenía para su dueño. Recuerda una sobremesa de oficiales en la que todos se mofaban del caballo “confidente, consejero y adivino del general Quiroga”. Picado, un antiguo oficial de éste cuenta:   “Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar es que el caballo moro se indispuso terriblemente con su amo el día de la acción de “La Tablada” porque no siguió el consejo que le dio de evitar la batalla ese día. Soy testigo ocular de que habiendo querido el general montarlo no permitió que lo enfrenase por más esfuerzos que se hicieron, siendo yo uno de los que procurara hacerlo, y todo para manifestar su irritación por el desprecio que el general hizo de sus avisos”. 

A pedido de Facundo, Rosas interviene sin éxito ante el caudillo santafesino para resolver el pleito. “Puedo asegurarles compañeros que dobles mejores se compran a cuatro pesos donde quiera”, responde López provocativamente, “no puede ser el decantado caballo del general Quiroga porque éste es infame en todas sus partes”. Pero no lo devolvió.  Siguiendo instrucciones del Restaurador, Tomás de Anchorena escribe al exasperado caudillo riojano rogándole que no haga del tema del caballo un asunto de Estado que podría perturbar la marcha de la República y le ofrece una indemnización económica.  En la respuesta de Quiroga del 12 de enero de 1832 se evidencia su furor: “Estoy seguro de que pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro caballo igual, y también le protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina (...) Me hallo disgustado más allá de lo posible”.

El santafesino nunca devolvió el “Moro”. En su “Facundo” Sarmiento pone en boca del enfurecido “Tigre de los Llanos”: “¡Gaucho ladrón de vacas! ,¡caro te va a costar el placer de montar en bueno!”.

3) En Santa Fe fue general el regocijo por lo de “Barranca Yaco” y poco faltó para que se celebrase públicamente. Quiroga era el hombre a quien más temía López, y de quien sabía que era enemigo declarado. Caben pocas dudas de que tuvo conocimiento anticipado, y acaso participación en su muerte. Sus relaciones con los Reinafé eran íntimas. Francisco Reinafé lo había visitado un mes antes, habitado en su misma casa y empleado “muchos días en conferencias misteriosas”, según José M. Páz.. 

Nunca se esclarecerá un hecho de tanta trascendencia histórica, pero es funcional para la demonización del Restaurador que la culpa recaiga sobre él. Acusación que no compartirían el hijo de Quiroga, que cometió a las órdenes de Rosas como jefe de las montoneras en la batalla de Obligado, donde le cupo destacada actuación, y tampoco la esposa del “Tigre de los llanos” quien dirigirá una airada carta al gobernador riojano Tomás Brizuela, quien fuese estrecho colaborador del difunto, cuando defecciona del campo federal para integrar la Coalición del Norte en contra de la Confederción. Fue también una de las pocas personas que durante el exilio del Restaurador en Southampton le envió regularmente dinero para paliar su digna pobreza.

Como otra vuelta de tuerca, V. F. López escribió en su “Manual de Historia Argentina” que había escuchado decir al coronel Indalecio Chenaut que el único Reynafé sobreviviente, Francisco,  manifestaba públicamente en Montevideo que ambos, Rosas y López, habían inducido a sus hermanos a eliminar a Facundo “porque era un ambicioso que conspiraba contra el orden de la República”.             

El 7 de febrero de 1836 los restos mortales de Quiroga fueron trasladados en una suntuosa carroza pintada de rojo, flanqueado por una multitud y honrado por apoteósicos honores militares y cívicos dispuestos por Rosas, y depositados en la iglesia de San José de Flores. Finalmente fue trasladado al cementerio de la Recoleta en marzo de 1877 donde  se erigió una bóveda coronada por la primera estatua del cementerio, obra del buen escultor italiano Tantardini,  quien imaginó una “dolorosa” con los rasgos estilizados de la viuda, Dolores Fernández de Quiroga. Se agregó una placa en la que se leía: “Aquí yace Juan Facundo Quiroga, luchó toda su vida por la organización federal de la República. La Historia imparcial, pero severa, le hará la justicia que se merece alguna vez”.

Cuando murió Juan Manuel de Rosas, muy cerca de la fecha de inauguración de la bóveda, una muchedumbre furiosa que había recordado en la catedral a los muertos por el rosismo se dirigió a la Recoleta para arrancar la placa que honraba al “Tigre de los Llanos”, pero ésta había ido puesta salvo por los simpatizantes del federalismo. Los restos de Quiroga, que se consideraron desparecidos durante mucho tiempo, fueron descubiertos a salvo en la bóveda de la familia Demarchi, parientes del caudillo riojano, el cajón empotrado dentro de uno de los muros y en posición vertical, quizás cumpliendo con la voluntad de ser enterrado de pie expresada en un papel encontrado en su talego luego de la tragedia de Barranca Yaco.  

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