Los valores de la
cultura, en cualquiera de sus manifestaciones -literatura, artes plásticas,
música, teatro, cine, arquitectura, diseño-, expresan la confluencia de los
rasgos nacionales con las corrientes dominantes en el mundo, y la interacción
de los vínculos del hombre con la naturaleza y el entorno social y geográfico.
La cultura es un
resultado de la historia. Pero el campo de la cultura ha sido siempre terreno
de tentaciones para el poder, según se verifica una vez más de un tiempo a esta
parte en la Argentina ,
y ahora, con el Museo Histórico Nacional como epicentro de un nuevo escándalo.
Las dictaduras del
último siglo intentaron estampar en las manifestaciones culturales la impronta
de su propia lógica e impregnarlas con ideologías varias. Basta recordar el
fascismo y su música y literatura; el nazismo y la manipulación desmesurada de
Wagner y su proyección en estructuras arquitectónicas inspiradas en una falsa
recreación del pasado clásico o su desprecio por el "arte
degenerado"; o la revolución cultural de la "banda de los
cuatro" en China, que condenó a muerte a centenas de artistas en medio del
aplauso de corifeos argentinos hoy distraídos en otros menesteres. Lo mismo
ocurre con antiguos epígonos locales del comunismo estalinista, que envió a
Siberia a miles de disidentes culturales y persiguió a los "músicos
burgueses" que no se plegaban al "realismo socialista".
En la Argentina , tan pródiga
en flechazos con autoritarismos de moda, también ha habido "listas
negras", con tipos sucesivos de artistas prohibidos y promovidos, de
acuerdo con el rechazo o adhesión a ideologías de turno.
La colonización de la
cultura no deja de tentar a quienes abusan del poder. La ocupación de un
territorio donde todo se considera válido o posible permite el adoctrinamiento
sin límites, a partir de un relato unidireccional, monolítico, inflexible,
dogmático, impermeable a las opiniones diferentes, negador de toda idea o
construcción individual o colectiva que constituya una alternativa a la
ideología oficial.
El gobierno nacional
ha caído en esa tentación colonizadora. Prueba de ello han sido los conflictos,
las situaciones de violencia, a veces descontrolada, y los intentos de censura
en las últimas inauguraciones de la
Feria del Libro; las descalificaciones públicas a actores,
escritores y periodistas que se han animado a disentir del rígido paradigma
oficial; los contratos millonarios con artistas obsecuentes, dispuestos a
elogiar, en letanías que a veces alcanzan la cima de lo antológico, las
supuestas glorias oficiales; la falta de apoyo gubernamental a iniciativas
culturales sospechadas de neutralidad política y que no sirven a la exaltación
de la cacareada virtud de los gobernantes, o la persecución fiscal contra
directores de cine renuentes a aceptar el pensamiento único en temas de interés
general.
La presencia de la Argentina como país
invitado a la Feria
del Libro de Fráncfort 2010, donde el gobierno nacional impuso la convivencia
forzada de figuras representativas de valores tan disímiles y contrapuestos
como Borges, el "Che" Guevara, Gardel y Maradona, es aún recordada
como ejemplo de extravagancia, frivolidad e inconsistencia cultural.
Ahora se ha producido
un nuevo empellón del oficialismo consistente en la sustitución del director
del Museo Histórico Nacional, José Antonio Pérez Gollán, por una historiadora
cercana al oficialismo, como Araceli Bellotta, adscripta a la escuela que pone
énfasis en reescribir la historia argentina. Se procuraría, así, omitir todo
vestigio de la historia documentada desde fines del siglo XIX que se oponga en
valores y estilos a la política en vigor. El grave precedente, denunciado por
más de un centenar de intelectuales, ha contado, desde luego, con la
participación activa del secretario de Cultura de la Nación.
Recientes movimientos
en otras áreas sensibles de la cultura hacen suponer que estamos ante otra
audaz arremetida para cooptar todas las áreas posibles de la cultura. Podríamos
estar ante un plan teñido de un ideologismo hueco que busca coartar la libre expresión
cultural como manifestación de la libertad. A este paso, no habrá de
extrañarnos si, en un tiempo relativamente breve, relevantes instituciones
públicas, y hasta privadas, caen en las ávidas manos de oportunistas surgidos
del mundillo de la política subalterna, para convertirlas en focos de obsesiva
propaganda oficial.
El Poder Ejecutivo
debería comprender que la cultura no es patrimonio de un gobierno en
particular, ni de un partido ni de supuestas ideologías
"liberadoras", sino el producto más precioso y sublime de los pueblos
libres, por encima de las deformaciones políticas o ideológicas a las que pueda
ser sometida. Si no lo entiende por sí mismo, la historia lo corroborará en su
lugar, por lo que bien saben los italianos, los alemanes, los chinos o los
rusos a la vuelta de los truculentos fenómenos políticos y sociales que ellos
han experimentado.