BATALLA DE ITUZAINGÓ
la carga suicida de Federico de Brandsen, el
valeroso oficial francés condecorado por Napoleón
Adrián Pignatelli
Infobae, 20 de
Febrero de 2022
Era el martes 20
de febrero de 1827 y la batalla de Ituzaingó estaba en su apogeo. Nuestro
país estaba desde 1825 en guerra contra el Brasil, tanto en tierra como en
agua, disputándose lo que actualmente es Uruguay y parte del estado de Río
Grande do Sul, donde ese combate se estaba librando.
Carlos Luis
Federico de Brandsen era un parisino nacido el 28 de noviembre de 1785, hijo de
un médico holandés. A los 23 años ingresó a la carrera militar y tres años
después era alférez en el ejército napoleónico. A lo largo de las batallas en
las que participó, cosechó tantas heridas como condecoraciones y ascensos.
Herido en una pierna por un sablazo, luego por una bala de cañón, se destacó
por sus acciones heroicas, como en el combate de Bautzen donde, a bayoneta
calada, tomó una posición prusiana. Fue condecorado por el mismísimo Napoleón y
fue su ayudante de campo. La última vez que fue herido en Europa fue cuando
participó en la famosa campaña de los cien días de Bonaparte. Cuando éste fue
derrotado, pidió la baja.
En París conoció a
Bernardino Rivadavia, quien le propuso incorporarse al ejército en Buenos
Aires. Lo destinaron al regimiento de Granaderos, que estaba en Chile, con el
grado de capitán de caballería.
Estando el
ejército acampando en Chimbarongo, en el centro de Chile, el teniente Pedro
Ramos lo escuchó poner en duda la valentía de los argentinos. Ramos lo retó a
duelo a sable. El francés logró herirlo levemente cerca de un ojo, pero recibió
un planazo en la cabeza que lo dejó fuera de combate.
Descolló en los
combates en los que participó. En Chancay, con solo 36 soldados derrotó a 150
españoles y contuvo el avance de 2000 enemigos. Él mismo mató de un pistoletazo
a Bermejo, el jefe español.
En una
oportunidad, el general Juan Antonio Monet le preguntó a Tomás Guido: “¿Tienen
ustedes muchos oficiales como Brandsen? Guido respondió que “nadie lo supera en
valor, y en cuanto a conocimiento y pericia en el arte de la guerra, no es
fácil igualarle”. “Me alegro -respondió el español- porque si así fuera se nos
enredaría mucho más la madeja”.
San Martín lo
ascendió a coronel graduado y lo condecoró con la Orden del Sol. Continuó
combatiendo con Simón Bolívar y por un conflicto entre ambos, fue desterrado a
Chile.
Estando en Perú se
había casado en 1821 con Rosa de Jáuregui, y tuvo tres hijos. De regreso en
Buenos Aires, lo pusieron al frente del Regimiento 1 y marchó a la guerra con
el Brasil. “Soy francés y aventurero. Desde Caracas hasta Chiloé y desde Chiloé
hasta Buenos Aires, el suelo americano está humeando con la sangre de los
aventureros de todas las naciones que han perecido en defensa de su libertad”,
escribió en su diario.
Los jefes del
ejército republicano estaban desorientados con las cambiantes decisiones del
general Alvear. Hasta planearon rebelarse y separarlo de su cargo. No entendían
las órdenes y contraordenes del comandante.
El ejército
republicano estaba compuesto por unos 6200 hombres. El brasileño era superior
en número, gracias a los 3600 soldados austríacos al mando del general Braün,
con que el emperador de Austria había auxiliado a su yerno el emperador del
Brasil. Aun así, las fuerzas de Alvear habían cosechado triunfos parciales en
Camacuá, Bacacay y en El Ombú.
El ejército
republicano estaba en el actual estado de Río Grande do Sul, en un punto que
los brasileños conocen como Paso del Rosario. Habían llegado el 19 de febrero y
Alvear dispuso que la infantería y la artillería cruzasen el río Santa María.
Acamparon en un lugar que no era apto para el combate, con altos y espesos
matorrales que impedían operar a la caballería. Ese 20 de febrero de 1827 las
fuerzas enemigas -al mando de Felisberto Pontes de Oliveira e Horta, marqués de
Barbacena- estaba a unos 15 kilómetros. Jefes como el propio Brandsen, José
Valentín de Olavarría, José María Paz y Juan Lavalle le plantearon a Alvear que
estaban en una posición comprometida y que era necesario ir al encuentro del
enemigo en un terreno más beneficioso, y protegerse en las colinas que tenían
detrás. Se adelantó un batallón al mando de Félix de Olazábal, la caballería
comandada por el oriental Juan Antonio Lavalleja y una batería al mando del
capitán Chilavert, que tuvieron un encuentro con las tropas brasileñas, que se
envalentonaron creyendo que esas fuerzas cubrían la retirada del ejército
republicano.
Las fuerzas
frenaron dos cargas brasileñas, lo que permitió darle tiempo a reunirse a la
mayoría de la caballería. Las fuerzas de Lavalle recibieron la orden de atacar
a la caballería enemiga al mando de Bento Goncalvez, pero su carga fue frenada
por un profundo arroyo seco y quedaron a merced de los tiradores brasileños.
Los brasileños
avanzaban. Alvear ordenó a la caballería que estaba al mando del coronel José
María Paz y Brandsen cargasen contra posiciones fuertemente defendidas por la
primera división imperial. Los ayudaba un profundo zanjón.
Brandsen le hizo
notar a Alvear que esa carga sería suicida, que no había ninguna posibilidad de
éxito. El jefe hirió el amor propio del francés. Algunos aseguran que Alvear le
dijo que seguramente no hubiese cuestionado una orden impartida por Napoleón. A
Brandsen no le quedó más remedio que obedecer. Con su uniforme que lucía sus
medallas, se puso al frente del Regimiento 1 y arremetió contra el zanjón.
Recibió una
cerrada carga de fusiles. Desmontado y herido, volvió a ordenar atacar. Junto a
media docena de sus oficiales y 60 hombres perdió la vida. En esa acción
también murió Ignacio Lavalle, el hermano menor del general.
La situación era
comprometida porque el ataque del cuerpo de Dragones y Coraceros también había
sido rechazado y se esperaba una arremetida enemiga.
Fue una genial
maniobra de Lavalle, que simuló retirarse del campo de batalla, que sorprendió
a las fuerzas brasileñas que lo perseguían, y las dispersó. Paralelamente, el
general Paz se lanzó sobre una división imperial y logró que la caballería
enemiga huyese, aún cuando el militar cordobés perdiera la mitad de sus hombres
por el fuego enemigo. Mientras tanto, los lanceros de Olavarría quebraron el
ala izquierda enemiga.
Los brasileños ya
no contaban con caballería y su infantería quedó desprotegida. Se retiraron del
campo de batalla luego de once horas de lucha.
Cuando Juan
Lavalle volvió de perseguir al enemigo, pasó por el lugar donde yacía el cuerpo
acribillado de Brandsen. Los brasileños le habían robado la ropa y se lo identificó
gracias a la cicatriz que tenía en la cabeza cuando se había batido a duelo con
Ramos. Ordenó a sus soldados presentar armas en honor a tan valiente militar.
Recogió su sable y su cartera, donde guardaba el diario de campaña de la
segunda división. La última anotación la había hecho nueve días atrás. Cuando
volvió a Buenos Aires, le llevó esas pertenencias a su viuda, quien le pidió
que se quedase con el diario, en homenaje a la amistad que los había unido.
A las dos y media
de la tarde del 4 de marzo llegó a Buenos Aires la noticia del triunfo. Hubo
salvas de artillería, repiques de las campanas de las iglesias, bailes y
durante tres noches seguidas la ciudad permaneció iluminada.
Entre los bagajes
que los brasileños abandonaron en el campo de batalla, se encontraba un cofre
en cuyo interior había una partitura de una marcha que el emperador Pedro I,
con veleidades de compositor, le dio al marqués de Barbacena para que la
ejecutase luego de la victoria que descontaba segura sobre los argentinos. Nuestro
país la usó por primera vez el 25 de mayo de 1827, lleva el nombre de la
batalla y se dispuso tocarla en los actos oficiales presididos por el
presidente.
El destino quiso
que la tumba de Brandsen, en el cementerio de La Recoleta, esté frente a donde descansa
el sueño eterno Alvear, aquel jefe que lo había mandado a una misión suicida y
que el francés haciendo honor a su valor, mostró su mejor cara a la muerte.
ASESINATO DE QUIROGA
Por: Manuel Galvez
*
Fines de enero.
Terrible noticia, que si no impresiona enormemente es porque al personaje no se
lo conoce en Buenos Aires: el general Pablo Latorre, héroe de la Independencia
y gobernador de Salta, que había caído prisionero el 19 de diciembre, ha sido,
diez días más tarde, asesinado en la cárcel y en su lecho por los unitarios
jujeños, que habían simulado pretender libertarle.
Y dos meses y
medio después de la partida de Quiroga, el 2 de marzo de 1835, lunes de
Carnaval, una pavorosa nueva consterna a todos: Quiroga y su comitiva han sido
asesinados en la posta de Barranca-Yaco, a diez y ocho leguas de Córdoba y cuando regresaba de su viaje. Suspéndese
las fiestas de Carnaval. Los diarios aparecen enlutados. En el mundo federal
hay pánico. Se teme que sigan los asesinatos. Rosas tenía razón.
Reúnese la
legislatura. Maza no quiere conservar el mando. No hay una persona que no
comprenda la necesidad de poner el gobierno en manos de Rosas. Los diputados,
interpretando el deseo de toda la población y el propio, y como quien se
refugia del miedo y del abandono –“el nublado se nos viene encima” dice un
diputado- en el único apoyo, en la única fuerza grande existente, nombran
gobernador a don Juan Manuel de Rosas, por cinco años y con la suma del poder
público. No se trata de las facultades extraordinarias sino de mucho más.
Buenos Aires quiere que Juan Manuel de Rosas, único hombre en quien cree, mande
él solo, que él solo legisle y haga justicia, que encarcele y destierre y
fusile cuando lo considere necesario. Buenos Aires quiere ser dominado
despóticamente por el bello hombre rubio y poderoso.
Él solicita unos
días para contestar. Carteles en las paredes piden orden y ruegan a Rosas que
no abandone a sus amigos a la saña de los unitarios. Su respuesta desde la
quinta de Terrero en San José de Flores es la de un legalitario y un demócrata:
quiere que el pueblo vote si está conforme o no con la suma del poder público.
Tres días dura la votación. Todos votan afirmativamente salvo, entre millares,
unos cuantos corajudos que ni llegan a diez. Uno de ellos dice estar conforme
con el elegido, pero no con el poder que se le otorga. Sus adversarios también
votaron como todos. Domingo Sarmiento dirá más tarde que “nunca hubo un
gobierno más popular, más deseado”. Otro de sus conspicuos adversarios, Esteban
Echeverria, poeta y pensador, escribirá: “su popularidad era indiscutible; la
juventud, la clase pudiente, hasta sus enemigos más acérrimos, lo deseaban, lo
esperaban cuando empuño la suma del poder”. En 1842, el diario de Montevideo
que más le calumnia e injuria dice: hablando de lo que él fue en este tiempo:
“habría sido una injusticia no darle el titulo supremo de hombre de esperanzas,
de poder, capaz de fijar los destinos argentinos”. Y agrega: “Rosas se paseaba
triunfante por las calles de Buenos Aires, hacía gala de su popularidad,
recibía a todo el mundo; era un eco de alegría y de aplausos el que se alzaba
por donde él pasase; su cara era el pueblo, el pueblo le amaba”.
Juan Manuel de
Rosas acepta ahora el cargo de gobernador. Acepta el desafío de los unitarios y
se dispone para salvar al país. Buenos Aires exulta de júbilo. El pueblo
celebra el triunfo con canciones. Los federales saben que ya nada podrán sus
enemigos. La sociedad entera se siente segura, defendida. Todos hacen suyas las
palabras pronunciadas en la Sala por uno de los más cultos e inteligentes
diputados, por Juan Antonio Argerich, ex coronel y hoy sacerdote: “el pueblo
aspira a que mande el ciudadano Juan Manuel de Rosas, pero que mande sin reato,
y que mande y despliegue todo ese genio con que la naturaleza le ha dotado en beneficio de nuestra Patria;
todo el pueblo le marca, le desea, y, en una palabra, cree que él solo puede
arar y trillar el campo para que la felicidad vuelva a nuestro país. No quiere
limites el pueblo…”
Los escritores que
más tarde harán oposición a Rosas llamándole “tirano”, y los historiadores
actuales, parecen ignorar esas palabras. Ellas, sin embargo, revelan la opinión
del pueblo entero. No es un solo hombre quien habla por boca de Argerich: es
toda la Provincia, y él así lo dice. Esas palabras, y otra muchas, entre ellas
las de Echeverria, demuestran que, para los contemporáneos de Rosas, ciertos
actos suyos del primer gobierno, como la ejecución de Montero y los
fusilamientos en San Nicolás, tan condenados por los unitarios y por los
historiadores oficiales, no han tenido excesiva importancia o han estado
justificados. No ha de haber sido Rosas tan tirano cuando todos, voluntariamente,
claman por su vuelta al poder. Rosas no se ha apoderado del gobierno. A él lo
han buscado, le han rogado. Ricos y pobres, todos creen que él solo, con su
dura mano, puede gobernar. Todos saben que él solo puede imponer el orden,
destruir la anarquía y organizar de nuevo la nación. Todos saben que él solo
tiene el patriotismo y la capacidad de sacrificio para cumplir la misión
trágica que anunciaban las palabras proféticas del general San Martin.
*Galvez, Manuel.
Vida de don Juan Manuel de Rosas.
(Fuente: Crítica
Revisionista, diciembre 2014)