y la gloriosa carga de los últimos granaderos
que selló la victoria patriota
Adrián Pignatelli
Infobae, 9 de
Diciembre de 2022
La posición del
ejército libertador era endeble. Contaba con 4500 colombianos, 1200 peruanos y
los últimos 80 granaderos. Enfrente unos nueve mil enemigos. Estaba en un valle
donde fácilmente podía ser atacado de frente o por su izquierda. Ese lugar
se llamaba Ayacucho, una voz quechua que significa “rincón de los muertos”. Aún
no lo sabían, pero se estaba por librar la última batalla contra los españoles
en América del Sur.
Estaban a unos 400
kilómetros de Lima, en una planicie de un kilómetro y medio de largo por 700 de
ancho, entre el cerro Condorkanqui y el caserío de Quinua, un terreno partido
al medio por el cauce de un arroyo seco.
Al amanecer de un
fresco jueves 9 de diciembre de 1824, el general Antonio José Francisco de
Sucre, un venezolano de 29 años, arengó a sus hombres: “De los esfuerzos de
este día depende la suerte de la América del Sur”, los entusiasmó.
La derecha estaba
comandada por el general José María Córdoba, de 25 años, con cuatro batallones
colombianos. El centro, a órdenes de Guillermo Miller, estaba conformado por
los escuadrones peruanos Húsares de Junín, los regimientos de Granaderos y
Húsares de Colombia y el escuadrón de Granaderos a Caballo de Buenos Aires. A
la izquierda, a las órdenes del general José de La Mar -quien había convencido
a Sucre de dar batalla allí- se agolpaba la legión peruana y los batallones 1,
2 y 3 de Perú.
Un refuerzo que
los patriotas esperaban desde Jauja había sido aniquilado en el camino.
A las 8 de la
mañana, el general español Juan Antonio Monet, acompañado de su ayudante de
campo, se adelantó a las posiciones patriotas. Le propuso al general Córdoba
que, ya que en ambos ejércitos había jefes y oficiales ligados por lazos de
amistad o parentesco, “darse un abrazo antes de rompernos la crisma”. Con la
autorización de Sucre, cerca de 100 oficiales se saludaron caballerosamente
antes de matarse en el campo de batalla. Algunos deslizarían maliciosamente que
la suerte de la batalla ya había sido decidida de antemano y que los españoles
se presentaron para salvar el honor.
A las 9, con un
sol resplandeciente, comenzó la acción con fuegos intermitentes y el
intercambio de cañonazos.
Fueron los
españoles los que dieron el primer paso. Es lo que esperaba Sucre para poder
aprovechar el primer error enemigo. Avanzaron con su centro y su izquierda, con
la intención de que con su derecha rodear a la izquierda patriota. El que
comandaba el centro enemigo era el propio virrey José De la Serna e Hinojosa.
Su error fue querer maniobrar en un espacio reducido y acometer contra
posiciones fuertemente ocupadas, al alcance del fuego patriota y a plena luz
del día.
Por la izquierda,
el general realista Alejandro González Villalobos, arremetió contra los hombres
de Córdoba, quien frenó el ataque. El general Gerónimo Valdéz atacó a las
fuerzas del general La Mar, y Sucre mandó a la división de Lara en su auxilio.
El español Monet,
que comandaba el centro, ordenó a sus fuerzas pasar un zanjón que partía al
medio el campo de batalla. Algunos lo lograron, pero la feroz arremetida del
coronel argentino Manuel Isidoro Suárez, al mando de los Húsares de Junín y los
Granaderos de Buenos Aires, produjo un ataque tan violento que arrojó a los
españoles dentro del zanjón, provocando confusión y pánico en el enemigo.
Esa fue la última
carga de los granaderos de San Martín por la libertad de América.
Fue la arenga de
Córdoba lo que terminó de aplastar a la división realista del general Valdés:
“¡División de frente! Armas a discreción. ¡Paso de vencedores!”
Cuando la división
de Monet fue desbaratada, el propio virrey se lanzó con el “Fernando VII”, pero
su caballo fue derribado herido de muerte y fue hecho prisionero, junto a un
millar de soldados.
En una lucha
cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada, la División de Córdoba fue empujando a los
confundidos realistas hasta el pie del cerro Condorkanqui. En la cima, ya
flameaba la bandera colombiana.
El general español
Valdez, sabiendo que habían sido derrotados, se sentó en una piedra buscando
que lo matasen, pero lo convencieron de continuar con la retirada.
Era las 13 horas y
los españoles habían sido derrotados. Tuvieron 1400 muertos y 700 heridos. La
mayoría fue tomada prisionera, salvo un grupo de 500 hombres que logró escapar.
Los patriotas tuvieron 309 muertos y 660 heridos.
Es verdad que
quedó El Callao como único foco de resistencia, que se rindió al año siguiente,
pero en Ayacucho terminaban quince años de guerra.
Con el virrey
prisionero y con siete heridas, ya que había combatido cuerpo a cuerpo, el que
decidió la capitulación fue el general José de Canterac, jefe de la reserva. A
los 14 generales españoles se les ofreció la posibilidad de retornar a España y
todos aceptaron. Pero el pueblo español no sería benévolo con ellos. Se
ganarían el apodo despectivo de “ayacuchos”.
La mayoría de las
guarniciones realistas acantonadas en distintos puntos del territorio aceptaron
la capitulación, y los últimos que se habían negado a dejar las armas, se
rindieron el 16 de enero de 1826.
La noticia del
triunfo de Ayacucho demoró en llegar a Buenos Aires. El teniente coronel
Medina, el correo que llevaba los pliegos oficiales, fue muerto en Guando por
una partida de rebeldes que no lo reconocieron. Recién en la noche del 21 de
enero de 1825, gracias a una carta enviada desde Lima por el comerciante inglés
Cochrane, los porteños se enteraron de la victoria. Hubo festejos, fuegos
artificiales y manifestaciones callejeras.
En la posada con
patio del inglés James Faunch, en la esquina de Rivadavia y 25 de mayo, uno de los
mejores alojamientos de la ciudad, los comerciantes británicos ofrecieron un
banquete con 100 cubiertos, al que asistieron ministros, diplomáticos y
ciudadanos. Se reconocieron a viva voz a militares vivos y muertos y se
recordaron batallas en 14 brindis. También hubo festejo en el Consulado
ofrecido por los ministros de Gobierno y de Guerra, que reunió a lo más
calificado de la sociedad porteña. En todas las celebraciones, los salones
fueron adornados con los retratos de Bolívar, Sucre, Necochea y con las
banderas de varios países americanos.
No se recuerda que
alguien haya propuesto un brindis por José de San Martín ni que se haya
pronunciado su nombre.
Desde que dejó Perú, debió soportar una intensa campaña de desprestigio y hubo
planes para asesinarlo cuando intentase viajar de Mendoza a Buenos Aires. El 10
de febrero de ese año había partido a Europa.
Sin ningún comité
de bienvenida, el lunes 13 de febrero de 1826 llegaron a la Plaza de la
Victoria 78 granaderos. De
ellos, siete tenían el récord de haber peleado desde el combate de San Lorenzo,
librado trece años atrás: el paraguayo José Félix Bogado, el cordobés José
Paulino Rojas, el catamarqueño Francisco Olmos, el puntano Eduardo Damasio
Rosales, Segundo Patricio Gómez, Francisco Vargas y el guaraní Miguel Chepoya,
trompa de órdenes. Traían a sus compañeros que se habían sublevado en El
Callao.
Participarían en
la guerra con el Brasil y luego desaparecerían de la escena. Habían pasado 11
años desde el histórico combate de San Lorenzo. Para ellos, la misión había
sido cumplida.
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