la advertencia que desoyó, el niño de 12 años
degollado y una sangrienta venganza
Adrián Pignatelli
Infobae, 16 de
Febrero de 2023
La tierra es tan
abrasadora como entonces, y la senda polvorienta, que aparecía y se perdía
entre montes que ya no están, aún conserva su traza. La soledad reinante sigue
siendo una tentación a la emboscada y a la traición, y en la complicidad de esa
lejanía la muerte abrió sus brazos a Facundo Quiroga.
El lugar se llama
Barranca Yaco, situado a unos setenta kilómetros al norte de la ciudad de
Córdoba.
El caudillo
riojano, de 47 años regresaba a Buenos Aires luego de un frustrado viaje al
norte, donde debía mediar en una disputa entre los gobernadores de Salta, Pablo
Latorre y de Tucumán, Alejandro Heredia. Había partido en diciembre y Juan
Manuel de Rosas, quien le había encargado la misión, lo acompañó un trecho.
Cuando transitaba
por Santiago del Estero se enteró que Latorre había sido asesinado y Heredia
había quedado el dueño de la situación. Ya no se necesitaba de su presencia por
lo que emprendió el regreso.
“Quédese usted
tranquilo, señor gobernador, no ha nacido todavía el hombre que se atreva a
matar al general Quiroga”, le dijo al gobernador santiagueño Ibarra, cuando
éste le insistió sobre la cuestión.
Se había afeitado
el bigote y, aún con su pelo ruliento, parecía haberlo despojado de esa imagen
de hombre bárbaro y salvaje que muchos se habían formado.
Quiroga era un
blanco fácil, ya que no llevaba escolta militar. Lo acompañaba José Santos
Ortiz, un puntano de 51 años quien se había incorporado para asistirlo en la
misión de mediación en el norte. Ortiz había sido el primer gobernador de su
provincia, San Luis entre 1820 y 1829 y acompañaba al riojano desde la derrota
en Oncativo. Estaba casado con Juana Inés Vélez, hermano de Dalmacio Vélez
Sarsfield.
También iba un
grupo de peones, dos correos y dos postillones. Uno de ellos se llamaba José
Luis Basualdo, de 12 años, quien era el hijo del maestro de Ojo de Agua, la
parada anterior a la de Sinsacate, posta donde había descansado José de San
Martín y donde Manuel Belgrano rezó en su capilla cuando regresaba enfermo a
Buenos Aires.
Al postillón lo
hicieron subir a la galera tirada por seis caballos para que fuera aprendiendo
el oficio.
Por orden del
propio Quiroga, iban rápido. En otra posta le advirtieron que una partida lo
emboscaría en Barranca Yaco. En un punto del trayecto, un desconocido ofreció
caballos frescos tanto a Quiroga como a Ortiz para que escapasen, “y evitar una
muerte segura”. Una idea que el riojano la rechazó de plano. “Con un grito mío,
esa partida se pondrá a mis órdenes”, se jactó.
El cielo anunciaba
que se venían las lluvias ese lunes 16 de febrero de 1835. Cerca de las 11 de
la mañana, a nueve kilómetros antes de llegar a la posta de Sinsacate, donde el
camino hacía una curva en el espeso monte de espinillos y talas, una partida de
32 hombres le cortó el paso a la galera de Quiroga.
El grupo era
comandado por Santos Pérez, un gaucho hábil con el cuchillo, de pocas luces,
que vivía en Portezuelo. Para preparar la emboscada, repartió a sus hombres en
distintos puntos del camino.
Roque Juncos, uno
de sus hombres, apareció al galope anunciando que Quiroga se acercaba.
El carruaje frenó
su marcha al ver a un grupo de jinetes cortándoles el paso.
- ¿Qué es lo que
pasa? ¿Quién manda esta partida? -preguntó Quiroga a viva voz, sacando la
cabeza por la ventana. Serían sus últimas palabras.
Un certero disparo
impactó en su ojo izquierdo. Otro le daría en el cuello.
Se desató la
matanza. Basilio Márquez subió al carruaje y le cortó el cuello al cuerpo sin
vida del riojano, mientras Santos Pérez atravesó con su espada a Ortiz.
El resto de los
hombres se dedicó a matar al resto de los acompañantes del riojano. Nadie debía
quedar con vida. Todos los cuerpos fueron degollados.
Quedaba vivo el
único al que nadie quería asesinar, el postillón de 12 años, que a gritos pedía
por su madre. Santos Pérez debió matar a uno de los suyos cuando se negó a degollarlo
y mandó a otro a realizar la macabra tarea.
Luego, ocultos en
el monte, se repartieron el contenido del equipaje, llevándose hasta la ropa
que traían puesta los muertos. A los caballos los soltaron y el carruaje, con
impactos de bala, lo escondieron.
Lo que Santos
Pérez no percibió que desde el monte los estaban observando. Dos correos, José
Santos Funes y Agustín Marín, que acompañaban a Quiroga, cabalgaban un tanto
retrasados. Al escuchar los disparos, se ocultaron y vieron todo. Ellos fueron
los que avisaron a la posta de Sinsacate.
El juez de paz
local, en esa tarde lluviosa, mandó buscar los cuerpos de Quiroga y de Santos
Ortiz, y los depositaron en la iglesia. Sinsacate adquirió una sacralidad que
permanece intacta, ya que fue donde se improvisó el velorio inesperado del
caudillo.
Al día siguiente,
su cuerpo fue llevado a Córdoba, donde fue enterrado en la Catedral y el de su
secretario a Mendoza, a pedido de su esposa.
Todas las miradas
apuntaron a los hermanos Reinafé -José Vicente, el gobernador; Francisco; José
Antonio y Guillermo como los instigadores del crimen.
Días después del
crimen, Santos Pérez le entregó a Reinafé dos pistolas y un poncho de vicuña,
propiedad del muerto. En medio de acusaciones cruzadas sobre quién era el autor
intelectual del crimen, el gobernador Reinafé quiso limpiar los rastros que lo
vinculaban con los asesinos. Simulando un brindis, intentó envenenar a Santos
Pérez con aguardiente mezclada con cianuro pero la poción no logró su efecto y
logró escapar.
Lo atraparon
cuando fue a la ciudad para encontrarse con la hija de Fidel Yofré, dueño de
campos en el lugar. Uno de los encargados lo reconoció y lo denunció a la
milicia rural. Acorralado, sin tener a dónde ir, se entregó.
Luego de que Pedro
Nolasco Rodríguez fuera electo gobernador cordobés, la suerte de los intocables
Reinafé había terminado. Salvo Francisco que logró escapar, fueron detenidos
junto a la mayoría de los integrantes de la partida.
El 27 de mayo de
1837 se conocieron las sentencias a muerte y el 25 de octubre fueron fusilados
los Reinafé junto a Santos Pérez. Los cuerpos de éste último y de José Vicente
fueron colgados en la puerta del Cabildo. También se pasó por las armas a la
mayoría de los miembros de la partida y otros fueron condenados a prisión.
Muchas miradas se
dirigieron a Rosas, al considerarlo el verdadero ideólogo de la muerte de
Quiroga. “…muerte de mala muerte se lo llevó al riojano, y una de las puñaladas
lo mentó a Juan Manuel”, escribió Jorge Luis Borges en su poema “El General
Quiroga va en coche al muere”.
En el patíbulo, un
condenado gritó desesperado denunció al gobernador, como el instigador detrás
del crimen.
Algunos memoriosos
no solo cuentan con cautela que en algún aniversario vieron aparecer de la nada
la galera de Quiroga, vacía, tirada por seis caballos, cruzando el camino y
perdiéndose en el monte que ya no está. Y que el viento que silba entre los
espinillos suele traer los lamentos desesperados del postillón de 12 años, en
ese camino polvoriento y solitario donde nueve cruces recuerdan que allí
Quiroga, que se creía inmortal, encontró la muerte.
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