de Artigas: para honrarlo como prócer
cercenaron su memoria
Pablo Yurman
Infobae, 23 de
Septiembre de 2022
En Buenos Aires su
figura es reconocida sólo como la de prócer de un país vecino y como “Padre de
la Nación uruguaya”, no muy distinto a lo que podría corresponderle a Jorge
Washington respecto de Estados Unidos o a Napoleón en relación a Francia. El
problema con respecto a José Gervasio Artigas es que el mensaje implícito en
dicha simbología es perjudicial por partida doble: por un lado, infunde en los
argentinos del presente la errónea idea de que Artigas resulta ajeno a nuestra
historia; por el otro, presentarlo como “padre de la nacionalidad uruguaya” es
falso en términos históricos e incluso antagónico con sus propias ideas
políticas, pese a ser entendible que a partir de 1830, al crearse la República
Oriental del Uruguay gracias a la habilidad diplomática de Lord Ponsonby, a la
élite montevideana le urgiese encontrar un “padre fundador” del nuevo Estado
surgido en la boca del Plata.
Sería ingenuo
pensar que la pretensión de borrar a Artigas de la memoria colectiva argentina
obedezca a un descuido. Fue y lo sigue siendo adrede.
Para agregar
ingredientes al entuerto, alejándonos de Buenos Aires, su figura no sólo es recordada
con respeto por haber sido el “Protector de los Pueblos Libres”, es decir
provincias que llegaron a aglutinar a la Banda Oriental, a toda la Mesopotamia
e incluso Santa Fe y hasta Córdoba, sino que es reconocida como lo que fue:
caudillo del pueblo oriental y de muchos otros, el primer puntal del
federalismo rioplatense.
Su gran enemigo
interno fue Carlos María de Alvear, quien pese a haber sido solo durante tres
meses Director del Estado (enero a abril de 1815) posee una de las estatuas
ecuestres más importantes de la Capital Federal. Monumento levantado acaso por
los mismos, ideológicamente hablando, que decidieron erradicar a Artigas del
imaginario social de los argentinos. La rivalidad entre ambos no fue tanto a
título personal, sino emergente de lo que serán dos modelos antagónicos para el
desarrollo de nuestros pueblos tras la desaparición del Imperio Español.
Con tan solo 24
años de edad, Alvear fue nombrado Presidente de la célebre Asamblea de 1813,
cuerpo al que habían sido invitadas todas las provincias a enviar diputados y
que, de acuerdo con los términos de la convocatoria, tendría por objeto
principal declarar la independencia y dictar una constitución para organizar el
nuevo Estado. Sabido es que no cumplió ninguno de los dos objetivos,
dedicándose en consecuencia a sancionar una legislación “cosmética” que
resultaba ajena a la realidad cotidiana y a las preocupaciones de las mayorías,
pero a la que la prensa escrita de entonces dedicó amplia cobertura.
Al llegar a la
Asamblea los seis representantes elegidos por el pueblo oriental fueron
rechazados bajo excusas formales. Al respecto comenta el historiador Fernando
Sabsay en su libro Rosas, el federalismo argentino que “Los diputados
orientales hicieron su presentación oficial ante la Asamblea el 1º de junio [de
1813], acompañando sus diplomas con las firmas de los ciudadanos votantes; por
dos veces consecutivas y con indudable arterismo, la Asamblea rechazó esos
diplomas ‘hasta que viniesen en bastante forma sus respectivos poderes’; el
liberalismo porteñista había logrado ya el apoyo de Alvear y algunos diputados,
que formaban mayoría, y no podía exponerse a que los seis orientales
modificaran la relación existente. El argumento era pueril, pues sería del caso
comparar esos poderes de los orientales con los que fueron incorporados la
mayor parte de los diputados.”
La excusa fueron
las formas, pero el peligro que los alvearistas percibían era el contenido de
las instrucciones con las que esos diputados de la otra margen del río estaban
investidos por voluntad popular, ya que fue en el Congreso de las Tres Cruces
en presencia de miles que fueron aprobadas.
Algunas de las
instrucciones con las que los diputados orientales venían munidos ponían por
escrito un proyecto diametralmente opuesto al de los intereses anglo-portuarios
de los que Alvear sería tributario. Un simple vistazo a algunas de ellas, por
ejemplo, declaración inmediata de nuestra independencia; constitución bajo el
sistema republicano y confederal de todas las provincias argentinas; capital
del Estado fuera de Buenos Aires; sistema económico de tipo proteccionista en
resguardo de las industrias del Interior, entre otras, alcanza para entender la
jugarreta por la que se impidió el ingreso a la Asamblea de los esos seis
representantes orientales.
El enfrentamiento
entre los ideales representados por el caudillo oriental, de profundo arraigo
popular en todas las provincias, respetuoso de nuestras tradiciones y de mirada
americanista, consciente de que la fractura con España no podía terminar en la
balcanización del espacio sudamericano dotado de una herencia común, habrá de
enfrentarse nuevamente al de Alvear -elitista, portuario, cosmopolita en su
peor sentido de desprecio por lo propio y sumiso a la política británica sobre
el continente- en 1815 cuando, como dijimos, éste ocupe el cargo de Director
Supremo del Estado, vacante por la renuncia de su tío, Gervasio de Posadas.
Ante la inminencia
de que la Liga Federal liderada por Artigas aumentara su poderío con la
incorporación de nuevas provincias, Alvear pergeñó hacerle una oferta que a sus
ojos de mercader y no de patriota resultaría irresistible. Al respecto nos dice
Sabsay: “En cuanto a Artigas, con tal de sacarse de encima el conflicto y por
conducto del coronel Galván, [le] ofreció la independencia oriental y que las
provincias litoraleñas eligieran la protección de sus preferencias. Artigas,
que distaba muchísimo de aspirar al desmembramiento del país, rechazó el
ofrecimiento.”
Era una afrenta
para un criollo que amaba profundamente la tierra oriental en la que había
nacido pero para quien resultaba inconcebible entenderla separada del resto de
las provincias que formaron otrora el Virreinato del Río de la Plata.
El resto de sus
años activos hasta el fatídico 1820 los pasará defendiendo a su provincia de la
invasión portuguesa y luchando contra la indiferencia y el desdén de las
autoridades directoriales con sede en Buenos Aires. Y justo cuando todo parecía
darle la victoria tras la batalla de Cepeda en febrero de 1820, la traición de
su ex lugarteniente, el entrerriano Francisco Ramírez, lo obligará a buscar
asilo en el Paraguay, lugar donde residirá hasta su muerte el 23 de septiembre
de 1850, ante el más absoluto olvido e indiferencia de quienes conducían los
destinos del suelo que lo había visto nacer.
Años más tarde sus
restos serían trasladados a su Montevideo natal y se hallan actualmente
preservados en una urna dentro del mausoleo levantado en su honor.
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