FACUNDO QUIROGA


Pacho O`Donnell

Juan Facundo Quiroga integra el grupo de los caudillos del interior, mediterráneos, con Bustos, Guemes, Ibarra, Heredia, a diferencia de los litoraleños Rosas, Artigas, López, Ramírez. La lucha de aquellos era por la subsistencia, por el respeto a sus precarias industrias, por sus derechos a las rentas de la aduana, por la justicia social para su paisanaje empobrecido,   mientras éstos bregaban, además, porque se les permitieran los mismos privilegios que Buenos aires con  la que compartían la riqueza de sus campos y los puertos fluviales con acceso al mar.

Facundo nació en La Rioja, en San Antonio de los Llanos  en 1788. Sus padres fueron José Prudencio Quiroga  y Juana Rosa de Argañaraz, de desahogada posición económica  y de  abolengo familar pues don José Prudencio era descendiente de los reyes visigodos Reciario II y Recaredo I . Doña Juana Rosa, por su parte, era descendiente de Francisco de Argañaraz y Murguía,   fundador de San Salvador de Jujuy en 1593.  Vayan estos datos genealógicos para contradecir la falacia histórica de que los caudillos eran de baja extracción social, ignorantes, primitivos. También Artigas, Guemes, Bustos, Heredia tuvieron cuna “decente”.

La ciudad de “Todos los Santos de la Nueva Rioja” fue establecida el 2 de mayo de 1591 y recibió su nombre de la provincia natal de su fundador Juan Ramírez de Velasco y estaba sujeta al gobierno del Tucumán. Recostada contra los Andes, era tierra de diaguitas, quienes defendieron sus dominios con una bravura que transmitieron a sus herederos, los gauchos. Su suelo es árido, poblado entonces por pequeños enclave alejados entre sí.  Los “llanos” son planicies semiáridas en las alturas donde se criaban ovejas. Los riojanos producían vinos, aceitunas y explotaban rudimentariamente las minas de plata, sobretodo en Famatina.

El escaso comercio hizo que, a diferencia de la mayoría de las otras provincias, fuera mayor el desarrollo rural que el urbano. La Rioja debió soportar frecuentes sublevaciones indígenas, la más importante de ellas la rebelión calchaquí de mediados del siglo XVII acaudillada por “el falso inca” Pedro Bohorquez que asaltó e incendió varias poblaciones del Tucumán. Finalmente el gobernador  Alonso de Mercado aplastó la insurrección y aprehendió y ahorcó a su líder.
A los veinte años, se hizo cargo de la administración y conducción de las arrias pertenecientes a su padre, el estanciero José Prudencio Quiroga.
Enrolado más tarde bajo las órdenes del Cnl Manuel Corvalán, jefe de la frontera sur de Mendoza, se puso en marcha en unión de 200 reclutas, rumbo a Buenos Aires.

Fue destinado a formar en el Regimiento de Granaderos a Caballo, que ha empezado a instruirse en el Retiro bajo las órdenes de San Martín. Juan Facundo es alistado en una compañía que manda el Cap. Juan Bautista Morón. Durante un mes recibió instrucción militar, luego el Cnl Corvalán, haciéndose cargo de un pedido paterno, consiguió que se le diera de baja y Quiroga se retiró a su provincia natal.

Pero no terminó allí su relación con las luchas por la independencia porque los Quiroga padre e hijo aportaron reclutas, animales y armas al Ejército del Norte comandado por Manuel Belgrano. Facundo es recompensado por ello con el título de “Benemérito de la Patria”.

El 31 de enero de 1818 es nombrado Comandante Militar de Malanzán y dos años más tarde Comandante interino de los Llanos. Por esos tiempos el prestigio de Quiroga va en aumento en toda la región. Demuestra condiciones de liderazgo, mimetizado con las vestimentas y los hábitos de los gauchos y éstos acuden a él cuando necesitan algo: solución de diferendos, ayuda pecuniaria, protección contra una injusticia, recomendación para el gobierno, certificación de hombría de bien. En ese escenario y con esas virtudes, en su condición de hombre más rico de Los Llanos y de Comandante Militar de las Milicias, pronto comenzaría a actuar abiertamente en política.     

Anteriormente, en uno de sus tantos viajes por la región, haría escala en San Luis donde estaban presos el brigadier Ordóñez, los coroneles Primo de Rivera y Morgado y otros oficiales del ejército del Rey derrotados en Chile por San Martín que organizaron un levantamiento. El riojano, quien según algunos también estaba preso,  acudió a colaborar con la represión del motín armado sólo con un asta de vaca y un barrote de hierro, hiriendo y dando muerte a algunos de los españoles. Regresa como un héroe a su provincia y es premiado con una medalla por el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón

En 1820 enfrentaría  otra rebelión, esta vez  contra San Martín, del coronel Francisco del Corro quien se sublevó en San Juan al frente del Primer Batallón de Cazadores de los Andes, los que habían depuesto al gobernador Ortiz de Ocampo y ocupado la ciudad. Facundo al frente de sus llaneros los desalojó e impuso de  gobernador a Nicolás Dávila.

En 1823 fue elegido gobernador de su provincia aunque renunciaría prontamente pues siempre rehuyó los cargos públicos, que no le hicieron falta para hacer sentir su poderío. A favor de la fama que va extendiéndose de su coraje y generosidad influye también en las provincias vecinas.  Hasta entonces Facundo no se ha definido claramente entre el unitarismo y el federalismo. Lo hará a raíz de un grave conflicto con Rivadavia que en 1826 se había proclamado Presidente de la República contradiciendo la voluntad de las provincias federales. Ello le daba jurisdicción en todo el territorio y facilitaba los negocios que anudaba con agentes extranjeros.  Con empresarios londinenses don Bernardino, a pesar de su importante cargo público, participó de entidades comerciales privadas creadas con el objetivo de explotar las minas de plata de la Rioja, una de las pocas fuentes de recursos para la administración riojana y en las que Quiroga tenía intereses personales. Una de esas compañías era la “River Plate Mining Association” cuyos representantes, cuando pretendieron tomar posesión de las minas exhibiendo un contrato firmado por Rivadavia, fueron expulsados con brusquedad de la provincia.

No sería esa la única razón del encono de Quiroga con el porteño ya que éste se empeñaría en un grave conflicto con la iglesia católica al proponer reformas inspiradas en el espíritu positivista y secular, masónico,  que había traído de su exilio en Gran Bretaña. El riojano era un católico convencido y  denunció en la Sala de Representantes al autodesignado Presidente por persecución a la Iglesia.  Uno de sus influyentes mentores fue el sacerdote y filósofo Pedro Castro Barros, quien pasaba largas temporadas en casa de los Quiroga, y tuvo una destacada actuación en la Asamblea del año XIII y en el Congreso de Tucumán, al que presidió en dos oportunidades. Entusiasta partidario del federalismo, según F. Chávez fue quien inspiró en   Quiroga “su antiluminismo combatiente” que lo llevó a emprender una guerra religiosa contra Rivadavia y sus seguidores  Segundo Agüero,  Juan Cruz y Florencio Varela, y sobre todo contra Salvador del Carril cuando fue gobernador en San Juan y pretendió reproducir en dicha provincia las ideas y los estilos de los unitarios porteños. Los acusó del “inicuo proyecto de esclavizar las provincias y hacerlas gemir ligadas al carro de Rivadavia, para de este modo fácilmente enajenar el país en general y hacer también desaparecer la religión que  se proponen el presidente y sus secuaces”.

El caudillo riojano, que podía recitar largos pasajes de la Biblia de memoria, hizo de la sigla “Religión o muerte” su consigna, inscripta en su bandera negra con una calavera sobre dos tibias cruzadas. La alusión religiosa no era sólo su oposición a las reformas rivadavianas sino también a aquellos ingleses insolentes, de religiones heréticas, que se arrogaban derechos en el territorio bajo su dominio.    

G. Arzac resaltó el importante rol desempeñado por Facundo Quiroga en el fracaso de la Constitución unitaria de 1826 auspiciada por Bernardino Rivadavia al negarse a recibir en su campamento militar de Pocito al enviado del Congreso Dr. Dalmacio Vélez Sarsfield, advirtiéndole que “se halla distante de rendirse a las cadenas con que se pretende ligarlo al pomposo carro del despotismo”. El delegado, prudentemente, no se atrevió a entregarle el documento en persona y se lo envió con un correo.

Buenos Aires, decidido a imponer sus razones por la fuerza, envió al interior un ejército “presidencial” a las órdenes del coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid con el objetivo de difundir los motivos de la guerra contra Brasil y reclutar hombres para el ejército. Pero La Madrid, entonces unitario aunque luego cambiaría varias veces de bando, extralimitando sus órdenes depuso a Javier López y asumió como gobernador de Tucumán y se unió a los gobernadores de Salta y Catamarca, Antonio Alvarez de Arenales y Celedonio Gutiérrez, respectivamente, formando una alianza en apoyo de la política porteña y en contra de las provincias que la enfrentaban. Fue entonces cuando se intensificó la guerra civil que a lo largo de treinta años ensangrentaría nuestro territorio

Quiroga, quien contaba ya con una fuerza montonera considerable de hombres enardecidos por la confianza en su jefe y atraídos también por la autorización a saquear con que Facundo los recompensaba económicamente, sin esperar la prometida ayuda del cordobés Bustos y del santiagueño Ibarra, se lanzó contra Lamadrid venciéndolo el 27 de octubre de 1826 en la batalla de “El Tala”. Su táctica, que repetiría en otros enfrentamientos, consistió en fingir una retirada en derrota de una parte de su caballería para lograr que el enemigo la persiguiese para luego, en una maniobra ejecutada con precisión, ensayada cientos de veces, volver grupas y atacar por sorpresa mientras una reserva, que había permanecido escondida, hace lo mismo por retaguardia. Tomada por dos fuegos las fuerzas “presidenciales” sufrieron una derrota total.

Lamadrid, de a pie por la muerte de su cabalgadura, peleó como un león resistiendo al remolino de sablazos y lanzazos que se abatieron sobre él. Por fin con quince heridas profundas, once de ellas hachazos de sable en su cabeza  de las que manaba abundante sangre, cayó al suelo siendo entonces pisoteado con sus cabalgaduras por los enardecidos riojanos. Luego bajaron y lo molieron a puntapiés y culatazos quebrándole varias costillas. Como Lamadrid no dejara de gritar  “¡no me rindo! ¡no me rindo!” atravesaron su cuerpo con un bayonetazo y luego le dieron el tiro de gracia.  Entonces, lógicamente, fue dado por muerto.

Facundo, para estar seguro, mandó buscar su cadáver y traerlo a su presencia. No lo encontraron. Es que Lamadrid, con inmensa voluntad y ayudado por algunos de sus soldados, había logrado alejarse del campo de batalla y encontró refugio en el rancho de una generosa mujer. Luego, todavía inconciente, fue llevado a Tucumán donde fue recibido con alegría y volar de campanas. Aún debieron pasar varios días y el esfuerzo de varios comedidos antes de que estuviera algo recuperado.            

En sus “Memorias” Lamadrid escribió: “Así que llegué de Santiago, sabiendo un viejo de la campaña que conservaba todavía abierta la herida de la bayoneta, había dicho que no sanaría mientras no se me chupara la herida, y que sólo él podía hacerlo si yo quería. Se me avisó al instante por el comandante y coronel Zerrezuela y me mandó en seguida a dicho viejo. Así que llegó éste y me vio la herida, dijome: Que ya estaría esta herida sana si yo la hubiera visto desde el principio y chupándola; la bayoneta ha entrado o resbalándose para la parte de abajo y el humor no puede salir sino sacándolo con la boca a fuerza de chuparlo. “¿No ve, señor, cómo lo sacan?”, me dijo, viendo que exprimían con la mano, de abajo para arriba, para extraer el humor. “Va a ver ahora la diferencia”, y poniendo no sé qué en la boca la aplica a la herida como si me extrajeran algo con un fuelle; en seguida escupió una porción de humor, se enjuagó la boca con vino aguado y repitió otro con el mismo éxito. En efecto, sentí un consuelo,  pues conocía visiblemente que se me había descargado de un peso. Acaricié mucho al viejo y quedó establecido en mi casa; mandé ponerle cama en mi mismo dormitorio y siguió siendo mi médico de cabecera, pues el doctor Berdia me dijo que era verdaderamente el mejor medio para poder extraer todo el humor”.

Facundo no se convence de que su enemigo aún vive y como prueba enseña la chaqueta ensangrentada de Lamadrid atravesada por un balazo y un bayonetazo.  No tuvo más remedio que aceptar la realidad cuando el 5 de julio de 1827 está con sus tropas enfrentándolo en el paraje de “Rincón de Valladares”.  El riojano vuelve a vencer con la misma táctica que en “El Tala” y se produce entonces una matanza impiadosa de la que pocos se salvan. Entre ellos están varios de  los “colombianos”, mercenarios famosos por su crueldad.

La terminación de la guerra independentista en Suda­mérica había generado bandas mercenarias que vendían su ferocidad al mejor postor. Los “colombianos" habían tenido aguerrida participación en la definitoria batalla de Ayacucho bajo el man­do del mariscal Sucre. Luego fueron ellos, contratados al servicio de los intereses de la burguesía comercial  porteña,  quienes, con su funesta cele­bridad, dieron pábulo al lema de "salvajes unitarios" tan utilizado en épocas de la Confederación rosista.

Facundo Quiroga había decidido terminar con ellos como puede leerse en su comunicación al gobernador cordobés Bustos: "Corro a dar alcance a esa tropa de bandidos que no han dispensado crimen por cometer; que no sólo han incen­diado poblaciones y degollado a los pacíficos vecinos, sino que, atropellando lo más sagrado, han violado jóvenes deli­cadas. Tengo yo jurado dejar de existir o castigarlos de un modo ejemplar (...) Muy en breve sabrá V.E., o que he pere­cido al frente de mis fuerzas, o que uno solo de ellos no existe ya sobre la tierra".

Facundo cumplió con su promesa. La mayor parte de los “colombianos” fueron muertos en el campo de batalla y el resto pasados por las armas al caer en poder de Quiroga y los suyos. Para ellos no hubo cuartel, ni tampoco lo pidie­ron. Solamente su jefe, un tal Matute, se rindió al entonces joven comandante Ángel Vicente Peñaloza. Pero, astuto, conseguiría escapar e ir a Salta donde mandaba José Ignacio Gorriti, gran colaborador de Guemes pero ahora aliado con Buenos Aires. Pero éste, temeroso de las consecuencias que podría traerle dar refugio a alguien tan odiado, ordenó fusilarlo. Hubo que hacerlo con grillos por­que Matute pidió como último favor que se le dejara oír misa, pretexto para apoderarse del cáliz consagrado y ame­nazar con volcar las hostias de su interior. Herejía que horrorizó y paralizó durante algunas horas a sus verdugos.

El combate de “Rincón de Valladares” pareció decidir la guerra civil a favor de los federales. Rivadavia dio entonces a su emisario Manuel J. García la instrucción  de alcanzar la paz con Brasil, como años más tarde lo revelaría el mismo García, “a cualquier precio”. Sabido es que el precio fue la ominosa entrega de la Banda Oriental al emperador de Portugal, radicado en Brasil, de lo que nos ocupamos in extenso en otro capítulo. La intención de los “Caballeros de América”, logia secreta a la que pertenecían Rivadavia y los suyos, era liberar al ejército nacional de la guerra para que regresaran a las Provincias Unidas y derrotaran a los caudillos díscolos. Lamentablemente ello se cumpliría en gran parte dos años más tarde con la muerte de Dorrego y el siguiente genocidio del gauchaje federal a cargo del ejército.

Cuando cae Rivadavia y el 13 de agosto de 1827 asume Manuel Dorrego, ya no como presidente sino como gobernador, los caudillos y gobernadores de provincia le prestan su apoyo y se disponen a contribuir para reiniciar la guerra contra el Brasil y así oponerse a la inicua cesión de la Banda Oriental. También Quiroga, Bustos, Ibarra y Estanislo López se proponen nuevamente sancionar una constitución de tinte federalista. Pero, sumiso a los cantos de sirena de los rivadavianos,  el 1° de diciembre de 1828 se sublevó la Primera División del ejército a las órdenes del general Juan Lavalle. Pocos días después, el 13 de diciembre, Dorrego es fusilado en Navarro sin tener juicio previo y en forma contraria al derecho de gentes.

La noticia del fusilamiento consternó a la opinión pública. Los pueblos del interior se indignaron y sus gobiernos hicieron oír sus protestas ante crimen tan alevoso y la campaña de exterminio de caudillos y gauchos federales que siguió a éste conducida por Lavalle, Estomba, Rauch y otros. La matanza pudo ser contenida por la derrota del primero en “Puente de Márquez” el 26 de abril de 1829, a manos de las fuerzas unidas de Rosas y López que forzó a la firma del pacto de Cañuelas entre Lavalle y el Restaurador que estableció la cesación de hostilidades y, entre otras cláusulas, un llamado a elecciones  que fueron anuladas por viciosas coronándose finalmente  al general Juan José  Viamonte, un federal no rosista, como gobernador porteño.

Pero el sometimiento de la burguesía comercial de Buenos Aires duraría  poco porque el general unitario José María Paz, un experimentado militar, entra en Córdoba y derrota a Bustos quien busca refugio en Quiroga. Paz intenta negociaciones con el riojano pero éste, inconmovible,  apresta su ejército con auxiliares de otras provincias y se dispone a desalojar al intruso de Córdoba. Los montoneros de Facundo son derrotados en “La Tablada” (junio de 1829) y en “Oncativo” (enero de 1830) debido a la inteligente táctica del unitario quien imponía a sus tropas una disciplina y un entrenamiento similar al de los ejércitos regulares. En cambio el riojano basaba su fuerza en la violencia de sus cargas, en la ferocidad de sus gauchos que levantaban mentas de que entre ellos se mezclaban “capiangos”, es decir demonios.

“Quiroga habría de lamentarse varias veces no haber negociado con Paunero, enviado de Paz, para obtener un acuerdo. En realidad, la intensidad de la lucha civil había aniquilado a los núcleos intelectuales de las provincias, dando el más absoluto predominio a las masas y a sus caudillos. La unión de Paz, Quiroga y López – la burguesía intelectual, las masas mediterránas y el litoral montonero- habría asegurado la unión argentina medio siglo antes de verificarse y quizás habría cambiado el destino nacional. Pero López fue separado por Rosas del frente del interior y Quiroga muere cuando se dispone a emprender la gran tarea. Paz debió entonces actuar sin base alguna, llevado por el signo de su genio militar, y obligado por las circunstancias a entrar en coaliciones circunstanciales con la emigración unitaria, sin dejar por eso de ser hostilizado por ella y sin que el notable jefe ignorase la irremediable impotencia de su situación” (J.A.Ramos). 

Paz, quien fusilará a numerosos prisioneros entre ellos oficiales de alta graduación como volverá a hacerlo en otras oportunidades, ha quedado dueño de todo el Interior. Aráoz de Lamadrid sentaría sus reales en la provincia de Facundo, el coronel Videla Castillo se apoderó de Mendoza, Videla de San Luis , Albarracín de San Juan, Javier López de Santiago del Estero, en Tucumán todo era suyo pues allí la reacción unitaria era siempre importante. Eran una pléyade de provincias que se asociaron y el 31 de agosto de 1830 establecieron una alianza militar bajo el mando de Paz, la Liga Unitaria, en contra de la Confederación federal que tenía a Juan Manuel de Rosas, gobernador porteño, a la cabeza.

Sólo el general Estanislao López tenía en Santa Fe un ejército considerable, pero no se atrevía a enfrentar abiertamente a Paz y se contentaba con amenazarlo y luego escabullirse. La situación era preocupante para Rosas pues si López también era vencido el camino hacia Buenos Aires estaría abierto para las fuerzas unitarias.  

Fue entonces cuando los dos grandes caudillos del interior visitaron al Restaurador  y Quiroga argumentó que había ido vencido por falta de elementos. Además, aseguró, Paz había quedado muy golpeado  y no estaba en situación de moverse a la ofensiva. Insistió en que las provincias acudirían a su llamado en cuanto cundiera la noticia de que el “Tigre de los Llanos”estaba otra vez en campaña. La Rioja, Catamarca, Santiago, San Luis y Mendoza le pertenecían, y San Juan y Tucumán se entregarían no por convicción sino por terror a sus represalias contra quienes se resistieran. Esa había sido una táctica que  Facundo había practicado desde el principio de sus correrías: oponérsele costaba muy caro, no sólo al osado sino también a sus familiares cuando no lograba capturarlo.

Convenció al restaurador de que Paz estaba distraído con López y que le bastaría una pequeña fuerza bien pertrechada para apoderarse de Córdoba y desde allí iniciar su gira a sangre y fuego por las otras provincias. Ardía Facundo en deseos de recuperar su prestigio y su poder, también de vengar sus derrotas.
         Rosas le dio cuatrocientos hombres y algunos jefes pertrechados con las mejores armas que pudieron conseguirse y nombró a López jefe de las fuerzas federales. Las tropas del riojano eran en su mayor parte de infantería, confiado en que la caballería la incorporaría en Córdoba, además al pasar por Santa Fe López le cedió doscientos de sus temibles montoneros montados. y en cuanto a la artillería también planeaba apoderarse de cañones de Paz.

Rápidamente estuvo en Río Cuarto y su lugarteniente Chacho Peñaloza ocupó la ciudad sin resistencia ya que sus habitantes habían aprendido que si se rendían mansamente quizás pudieran evitar las terribles represalias que se contaban del caudillo. Por eso se exageraron los vítores y los hurras cuando Quiroga entró en la ciudad al paso cansino de su famoso “Moro”.  

Luego, reforzado con varios cientos de riocuartenses levados, se dirigió a San Luis. Sabía que dominadas las dos provincias el resto del Norte se le rendiría con sólo la noticia de que él se hallaba en la región al frente de un fuerte ejército. Sin embargo lo de San Luis no sería tan fácil pues se encontró con el valiente coronel Juan Pascual Pringles, de muy destacada actuación durante las guerras de la independencia americana a las órdenes de San Martín y de Bolívar. Se libran las batallas de Río Cuarto y de Río Quinto, ambas en marzo de 1831, en las que Peñaloza vuelve a tener destacada actuación. Pringles y sus hombres combaten con saña pero son finalmente vencidos y  el jefe apresado y muerto.

Facundo entra en San Luis a sangre y fuego para hacer pagar la resistencia que se ha cobrado la vida de no pocos de sus oficiales y de sus gauchos. Autoriza a sus hombres a saquear y a pasar por las armas a todo sospechoso de unitarismo. El objetivo de tal crueldad es que el próximo objetivo, Mendoza, tiemble de miedo ante su proximidad y no se atreva a defenderse. Para intensificar el terror el fraile Aldao, de quien tantas terroríficas mentas corren, se incorpora con sus hombres a la fuerza del riojano. Quizás porque el miedo es excesivo, el coronel Videla, que está allí con fuerzas del general Paz, anima a la población y se prepara a dar una batalla, saliendo al efecto hasta el Rodeo de Chacón donde es destrozado por las fuerzas federales.         Videla logra escapar y entonces Quiroga se desquita con varios oficiales que han caído en sus manos.

El caudillo riojano prepara su incursión sobre Tucumán. Lo hace con prisa pues quiere adelantarse a la reacción de Paz, todavía retenido por el amenazante Estanislao López. Pero entonces sucede lo que ya hemos descrito en otro capítulo: Paz cae preso de una partida del santafesino. Rápidamente la mayoría de las provincias se vuelcan hacia los federales salvo Salta y Jujuy bajo el dominio del general Alvarado. Lamadrid, que había quedado como jefe militar de la Liga Unitaria a raíz del infortunio de Paz, se refugió en Tucumán y allí lo fue a buscar Quiroga derrotándolo en “La Ciudadela” el 4 de noviembre, sumando las díscolas provincias del Norte a la Confederación.

Había llegado el tiempo de la venganza. Lamadrid, durante su comandancia militar en La Rioja y San Juan,  se había comportado con una extremada crueldad como lo muestra su carta del 30 de junio de 1830 a Ignacio Videla, gobernador en San Luis: : “Espero que dé usted orden a los oficiales que mandan sus fuerzas en persecución de esa chusma, que quemen en una hoguera, si es posible, a todo montonero que agarren (…) A estas cabezas es preciso acabarlas, si queremos que haya tranquilidad duradera”. Pero lo más imperdonable para Facundo era que Lamadrid había insultado y humillado  a su esposa y paseado por la ciudad, engrillada, a su anciana madre. Como si esto fuera poco había robado las onzas de oro que Facundo escondía en su casa:

“Acabo de saber por uno de los prisioneros de Quiroga que en la casa de la suegra o en la de la madre de aquel es efectivo el gran tapado de onzas que hay en los tirantes, más no está como me dijeron al principio, sino metido en una caladura que tienen los tirantes en el centro, por la parte de arriba y después ensamblados de un modo que no se conoce. Es preciso que en el momento haga usted en persona el reconocimiento, subiéndose usted mismo, y con un hacha los cale usted en toda su extensión de arriba, para ver si da con la huaca ésa que es considerable. Reservado: Si da usted con ello es preciso que no diga el número de onzas que son, y si lo dice al darme el parte, que sea después de haberme separado unas trescientas o más onzas. Después de tanto fregarse por la patria, no es regular ser zonzo cuando se encuentra ocasión de tocar una parte sin perjuicio de tercero, y cuando yo soy el descubridor y cuanto tengo es para servir a todo el mundo.” (Lamadrid a J. Carballo, 19 de septiembre de 1830)

Luego de su derrota en “La Ciudadela” escribiría el porteño al riojano con desparpajo: “General, no habiendo en mi vida otro interés que servir a mi patria hice por ella cuanto juzgué conveniente a su salvación y a mi honor, hasta la una de la tarde del día 4 en que la cobardía de mi caballería y el arrojo de usted destruyeron la brillante infantería que estaba a mis órdenes. Desde ese momento en que usted quedó dueño del campo y de la suerte de la República, como de mi familia, envainé mi espada para no sacarla más en esta desastrosa guerra civil, pues todo esfuerzo en adelante sería más que temerario, criminal. En esta firme resolución me retiro del territorio de la República, íntimamente persuadido  que la generosidad de un guerrero valiente como usted sabrá dispensar todas las consideraciones que se merece la familia de un soldado que nada ha reservado  en servicio de su patria y que le ha dado algunas glorias. He sabido que mi señora fue conducida al Cabildo en la mañana del 5 y separada de mis hijos, pero no puedo persuadirme de que su magnanimidad lo consienta, no habiéndose extendido la guerra jamás por nuestra parte a las familias. Recuerde usted, general, que a mi entrada e San Juan yo no tomé providencia alguna contra su señora. Ruego a usted, general, no quiera marchitar las glorias de que está usted cubierto conservando en prisión a una señora digna de compasión, y que servirá usted concederle el pasaporte para que marche a mi alcance...”

Quiroga respondió: “Usted dice, general, que han respetado las familias sin recordar la cadena que hizo arrastrar a mi anciana madre, y de que mi familia por mucha gracia donde usted la reclamaba para mortificarla; mas yo me desatiendo de esto y no he trepidado en acceder a su solicitud, y esto, no por la protesta que usted me hace, sino porque no me parece justo afligir al inocente”. Y para mostrarle que su proceder fue espontáneo, le agrega con la rudeza de su carácter: “Es cierto que cuando tuve aviso que su señora se hallaba en este pueblo ordené fuese puesta en seguridad, y tan luego como mis ocupaciones me lo permitieron, le averigüé si sabía donde había usted dejado el dinero que me extrajo; y habiéndome contestado que nada sabía, fue puesta en libertad, sin haber sufrido más que seis días.” Y respecto a pasaporte que le concedió, concluía su carta: “No creo que su señora por si sola sea capaz de proporcionarse la seguridad necesaria en su tránsito, y es por eso que yo se la proporcionaré hasta la última distancia; y si no lo hago hasta el punto en que usted se halla, es porque temo que los individuos que le dé para su compañía, corran la misma suerte que Melián, conductor de los pliegos que dirigí al señor general Alvarado”. El capitán Melián había sido emboscado y asesinado por los unitarios salteños.

La hija de Quiroga litigó contra Lamadrid, muerto ya Facundo, para recobrar el dinero robado, a lo que la justicia, tardía y magramente le dio la razón.

En el Pacto Federal el santafesino  Estanislao López había sido nombrado Jefe del Ejército de la Confederación, por lo que Quiroga era su subalterno. Sucedió entonces algo que acentuó la recíproca antipatía que se tenían dichos caudillos: López, en vez de ir contra Lamadrid con la totalidad del ejército federal, le encomendó al Tigre de los Llanos la tarea de aniquilar a los atrincherados en la Ciudadela. Quiroga cumplió con la instrucción y garantizó el triunfo pero al día siguiente presentó su renuncia alegando en indignada carta a Rosas “¿Qué quiere decir la orden que dio (López) para que marche contra los restos del ejército sublevado y el poder de las provincias aguerridas que más de una vez domaron el orgullo de los españoles, sino que el Señor General tenía interés en que la División de Los Andes (la que comandaba Facundo) fuese destruida?”.

Como reacción a la Liga Unitaria Buenos Aires y las provincias del Litoral se habían reunido y firmado el Pacto Federal, del que ya nos hemos ocupado. La influencia de Facundo fue decisiva, desaparecido Paz de la escena política,  para la adhesión de La Rioja y otras provincias norteñas a dicho Pacto, primera Constitución argentina que desde 1831 que mantuvo su vigencia como carta magna provisoria hasta 1853, contradiciendo el concepto de “anarquistas” que se les endilgó a los caudillos federales.

Facundo estaba a favor del dictado de una constitución nacional lo que contradecía la opinión del Restaurador quien, como ya hemos visto,  se inclinaba por un tejido de constituciones provinciales que, llegado el momento adecuado, podrían darse una carta nacional. Como se verá en otros capítulos la discusión sobre el tema fue intensa, por momentos caldeada, entre los jefes federales, pero la posición de Rosas se mantuvo irreductible. Algunos dicen que por una convicción que habríase visto confirmada por la década de anarquía que siguió a Caseros mientras que otros atribuyen su resistencia a no querer resignar el poder que le hubiera restado una carta magna.

Puso de relieve G. Arzac las ideas fundamentales que Quiroga quería que quedasen sancionadas en la letra del “cuadernito” (como gauchescamente llamaba a la Constitución) y pueden sintetizarse así:

- Régimen republicano: rechazo a las monarquías.
- Sistema federal: rechazo al unitarismo.
- Regionalismo: rechazo a la desintegración reconociendo las realidades culturales del Noroeste y el Litoral.
- Sufragio universal: rechazo al voto calificado o discriminatorio, implantando lo que llamó “voto libre de la República”.

Era claro para el riojano que la guerra fratricida era también una guerra de clases. Eso también lo percibió su enemigo Paz: “No será inoficioso advertir – escribe – que esa gran facción de la República que formaba el Partido Federal no combatía solamente por la mera forma de gobierno, pues otros intereses y otros sentimientos se refundían en uno solo para hacerlo triunfar: primero era la lucha de la parte más ilustrada contra la porción más ignorante; en segundo lugar, la gente del campo se oponía a la de las ciudades; en tercer lugar, la plebe se quería sobreponer a la gente principal; en cuarto, las provincias celosas de la preponderancia de la capital, querían nivelarla; en quinto lugar; las tendencias democráticas se oponían a las miras aristocráticas y aun monárquicas que se dejaron traslucir cuando la desgraciada negociación del príncipe de Lucca”. 

En sus “Memorias” Paz se extendería en sus comentarios sobre Facundo:    

"En las creencias populares, con respecto a Quiroga, hallé también un enemigo fuerte a quien combatir; cuando digo populares, hablo de la campaña donde esas creencias habían echado raíces en algunas partes y no sólo afectaban a la última clase de la sociedad. Quiroga era tenido por hombre inspirado; tenía espíritus familiares que penetraban en todas partes, y obedecían sus mandatos; tenía un célebre “caballo moro" (así llaman al caballo de un color gris), que a semejanza de la Sierva de Hertorio, le revelaba las cosas más ocultas, y le daba los más saludables consejos; tenía escuadrones de hombres, que cuando les ordenaba se convertían en fieras, y otros mil absurdos de este género. Citaré algunos hechos ligeramente que prueban lo que he indicado. "Conversando un día con un paisano de la campaña y queriendo disuadirlo de su error, me dijo: "Señor, piense usted lo que quiera, pero la experiencia de años nos enseña, que el señor Quiroga es invencible en la guerra, en el juego y bajando la voz añadió: "en el amor". Así es que no hay ejemplar de batalla, que no haya ganado; partida de juego, que haya perdido; y volviendo a bajar la voz, "ni mujer que haya solicitado, a quien no haya vencido". Como era consiguiente, me eché a reír con muy buenas ganas; pero el paisano ni perdió su seriedad, ni cedió un punto de su creencia. "Cuando me preparaba para esperar a Quiroga, antes de La Tablada, ordené al comandante don Camilo Isleño, de quien ya he hecho mención, que trajese un escuadrón a reunirse al ejército, que se hallaba a la sazón en el Ojo de Agua, porque por esa parte amagaba el enemigo. A muy corta distancia, y la noche antes de incorporárseme, se desertaron ciento veinte hombres de él, quedando solamente treinta, con los que se me incorporó al otro día. Cuando le pregunté la causa de un proceder tan extraño, lo atribuyó al miedo de los milicianos, a las tropas de Quiroga. Habiéndole dicho de qué provenía ese miedo, siendo así que los cordobeses tenían dos brazos y un corazón como los riojanos, balbuceó algunas expresiones cuya explicación quería absolutamente saber. Me contestó que habían hecha concebir a los paisanos, que Quiroga traía entre sus tropas cuatrocientos "Capiangos", lo que no podía menos que hacer temblar a aquellos. Nuevo asombro de mi parte, nuevo embarazo por la suya, otra vez exigencia por la mía, y finalmente, la explicación que le pedía. Los "Capiangos", según él, o según lo entendían los milicianos, eran unos hombres que tenían la sobrehumana facultad de convertirse, cuando lo querían, en ferocísimos tigres, y "ya vé usted", añadía el candoroso comandante, "que cuatrocientas fieras lanzadas de noche a un campamento, acabarán con él irremediablemente". 

"Tan solemne y grosero desatino no tenía más contestación que el desprecio o el ridículo; ambas cosas empleé, pero Isleño conservó su impasibilidad, sin que pudiese conjeturar si él participaba de la creencia de sus soldados, o si sólo manifestaba dar algún valor a la especie, para disimular la participación que pudo haber tenido en su deserción: todo pudo ser. 

"Un sujeto de los principales de la sierra, comandante de milicias, Güemes Campero, había hecho toda la campana que precedió a la acción de La Tablada con Bustos y Quiroga; vencidos estos, se había retirado a su departamento, y después de algún tiempo que se conservó en rebeldía, fue hecho prisionero y cayó en mi poder. No tuvo más prisión que mi casa, donde se le dio alojamiento, sin más restricción, Que no salir a la calle; por lo demás, asistía a mi mesa, y comunicaba con todo el mundo. Un día estando comiendo, algunos oficiales tocaron el punto de la pretendida inteligencia de Quiroga con seres sobre-humanos, que le revelaban las cosas secretas, y vaticinaban lo futuro. Todos se reían, tanto más, cuanto Güemes Campero, callaba, evitando decir su modo de pensar.

Rodando la conversación, en que yo también tomé parte, vino a caer en el célebre "caballo moro", confidente, consejero, y adivino de dicho general. Entonces fue general la carcajada y la mofa, en términos, que picó a Güemes Campero, que ya no pudo continuar con su estudiada reserva; se revistió, pues de toda la formalidad de que era capaz y tomando el tono más solemne, dijo: "Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar, es que el caballo moro se indispuso terriblemente con su amo, el día de la acción de La Tablada, porque no siguió el consejo que le dio, de evitar la batalla ese día; y en prueba de ello, soy testigo ocular, que habiendo querido poco des- pués de¡ combate, mudar de caballo y montarlo (el general Quiroga no cabalgó el moro en esa batalla), no permitió que lo entrenasen por más fuerzas que se hicieron, siendo yo mismo uno de los que procuré hacerlo, y todo esto, era para manifestar su irritación por el desprecio que el General hizo de sus avisos". Traté de aumentar algunas palabras para desengañar aquel buen hombre, pero estaba tan preocupa- do, que me persuadí que era por entonces imposible. 

"A vista de lo que acabo de decir, y de mucho más que pudiere añadir, fácil es comprender cuanto se hubiera robustecido el prestigio de este hombre no común, si hubiese sido vencedor en La Tablada. Las creencias vulgares le hubieran fortalecido hasta tal punto, que hubiera podido erigirse en un sectario, ser un nuevo Mahoma, y en unos países tan católicos, ser el fundador de una nueva religión, o abolir la que profesamos. A tanto sin duda hubiera llegado su poder, poder ya fundado con el terror, cimentado sobre la ignorancia crasa de las masas, y robustecido con la superstición, una o dos victorias más, y ese poder era omnipotente, irresistible. Adviértase que esa victoria que no obtuvo, le hubiera dado una gran extensión a su influencia y que si antes, además de La Rioja, la ejercía en algunas provincias solamente, entonces hubiera sido general en todo el interior de la República".           


La epistolaridad entre el riojano y Rosas no versó solo sobre temas políticos o militares. Trató, por ejemplo, el reumatismo que atormentaba al “Tigre de los Llanos” y que mereció el consejo del porteño: “Mi querido compañero, Señor Don Juan Facundo Quiroga (...) Un griego que tiene fonda en San Isidro, muy hombre de bien me ha referido que siendo él joven cuando Napoleón fue al Egipto, su padre fue salvado con este remedio.

“Tomó una porción de ajos, los peló y colocó sobre un pedazo de lienzo de camisa de hilo usada; enseguida pulverizó aquellos ajos con polvos de mercurio dulce en una dosis como de dos narigadas de rapé, y doblando el lienzo lo cosió en forma de bolsa o saco cerrado por todos lados .  Después tomó una olla de dos orejas en que cabrían como cinco o seis botellas de agua y colocó en ella la bolsa pendiente por unos hilos de las dos orejas de modo que estando dentro de la olla se mantuviese al aire como en una maroma.  Acto continuo echó agua fría en la olla, pero cosa que la bolsa no tocase el agua; la tapó con un plato y engrudó por las orillas para que quedase herméticamente cerrada la olla; puso un peso sobre el plato para que no se moviese, y colocó la olla así tapada y cerrada en fuego de carbón fuerte en donde la tuvo hirviendo como hora y media, cuidando mucho de reponer y pegar el engrudo donde se desprendía para que no saliere ningún vapor de la olla.  Después de esta operación separó la olla del fuego y cuando había aflojado el calor la destapó, sacó la bolsa, y cerrada y caliente cuanto podía sufrirse en las manos, la exprimió sobre una fuente haciéndole echar una especie de aceite que acomodó después en un frasco o botella. Con la brosa de los ajos exprimidos le frotó los miembros enfermos para aprovechar el jugo o aceite que tenían, dejando en ellos las brosas que se quedaban pegadas; y las envolvió después con unos lienzos usados. 

“Concluida la primera cura lo despidió entregándole el frasco del exprimido aceite para que se diese con él a mano caliente dos frotaciones al día, una al acostarse a la noche y otra al levantarse por la mañana, y le previno que cuanto se acabase volviese por más. Observó exactamente la instrucción y a los tres días ya movía los miembros que se le habían adormecido del todo, a los nueve días caminó por sus pies sin muleta, y sanó del todo hasta el presente, sin necesidad de repetir la confección del medicamento(...)” 

La relativa tranquilidad que sobrevendría luego de la prisión de Paz y la derrota de Lamadrid  permitió que los gobernadores federales pudieran ocuparse de un problema irresuelto: el constante ataque de los malones indígenas contra los poblados que bordean sus dominios. Quiroga escribe a Rosas desde Mendoza el 4 de septiembre de 1832:

“Mi caro amigo: Entre las muchas cartas que le dirijo en esta fecha se me había quedado una de los principales asuntos en que se interesa el honor de la República, el principio del sistema triunfante y la humanidad misma. La Punta de San Luis ya existe en ruinas y escombros, innumerables habitantes han desaparecido, centenares de familias gimen bajo la dominación de los salvajes, y los miserables rectos serán víctima de la miseria y del hambre. No ha quedado un punto en aquella infeliz provincia que no haya sido hollada por los bárbaros sino el pueblo que van abandonando sus habitantes y en el que no está muy lejos que fijen los indios sus tolderías. No piense Ud. que pondero algo en el cuadro que le trazo pues conoce la ingenuidad de mi carácter. Ya Ud. echará de ver que esta narración tiende á que se arbitre un medio de salvar una parte preciosa del territorio de la república y que para ello solo el gobierno de Buenos Aires es capaz de tornar la iniciativa: los demás pueblos se afligen estérilmente porque la curación de sus llagas absorbe toda su atención, y el caudal de sus tristes recursos, yo palpo esta verdad, y aunque mi actividad se multiplicara corno por ciento, de nada me servirá sin el auxilio que apunto porque ella no es creadora; sin embargo de todo esto yo le aseguro que tomando Ud. la voz en este negocio, todos estos pueblos sacarían fuerza de su misma flaqueza, y fuera del bien positivo que resultaría se pondría el sello de bendiciones á la mano benéfica que los ha salvado de la anarquía (…)”.

Se organizó entonces una Expedición al Desierto de la que  Quiroga sería el Jefe. Se hizo cargo de las divisiones del Centro y confió la del Este al caudillo mendocino Aldao, combinada con la del general Rosas, por el Este, ganando territorios para la soberanía nacional y rescatando numerosos cautivos.

En 1834 se instaló con su familia en Buenos Aires y frecuentó la sociedad porteña, trabando una gran amistad con Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas y activa partidaria del federalismo, quien sería su apoderada. Desarrolla también una intensa actividad política, seduciendo tanto a federales como a unitarios, con la idea de proponerse como la figura clave para la por todos ansiada reorganización nacional, en competencia con el gobernador porteño, siempre remiso a ello.

Como lo señala Domingo Faustino Sarmiento, "su con­ducta es mesurada, su aire noble e imponente, no obstante que lleva chaqueta, el poncho terciado y la barba y el pelo enormemente abultados". Dinero no le falta pues al ya con­siderable patrimonio familiar ha agregado el que le han reportado sus desprejuiciadas actividades políticas y sus correrías por las campañas al frente de sus "llanistos". "Sus hijos están en los mejores colegios", exagera Sar­miento, "jamás les permite vestir sino de frac o levita y a uno de ellos, que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura."

Aprovechando el prestigio que Facundo, o "don" Facun­do como le gusta hacerse llamar ahora, tiene en las provin­cias, pero quizás también para alejarlo del centro de decisiones porteño, el gobernador provisorio de Buenos Aires, Vicente Maza, respondiendo a sugerencias del Restaurador, le encarga la misión de mediar entre los gobiernos de Salta y Tucumán, ambos federales, que amenazan con enfrascarse en una guerra. Si bien al principio vacila, el 18 de diciembre de 1835 el riojano parte en su galera, no sin presagios: "Si salgo bien te volveré a ver", se despide de Buenos Aires, "si no ¡adiós para siempre!".

A su lado, en el zangoloteante asiento, viajará su fiel secretario, el doctor José Santos Ortiz, formado en filosofía y teología en la Universidad de Córdoba, quien entre otros cargos políticos ha sido gobernador en San Luis. Es él quien le infor­ma al Tigre de los Llanos que Rosas ha enviado un chasque que ha partido pocos minutos antes que ellos desde la Hacienda de Figueroa hasta donde lo ha acompañado y donde ha quedado escribiendo una carta que le hará llegar durante su viaje. En ella, así lo han convenido, desplegará sus ideas sobre la organización institucional del país para que las haga conocer a los gobernadores federales en litigio, Pablo de Latorre y Alejandro Heredia.

La noticia del chasque inquieta a Quiroga, aunque descuenta que la misión del mensajero no es otra que a­nunciar su itinerario acordado con don Juan Manuel  para que se tomen las providencias para asisiirlo durante la travesía. Sin embargo que haya tantos enterados de su viaje, amigos, que los tiene y muchos, y enemigos, que tampoco le faltan, explica esa ansiedad que después atestiguarían los encargados de las postas, a quienes exigía caballos frescos y muy veloces. Quizás para  no dar tiem­po a que los anuncios de sus arribos permitieran la puesta en marcha del atentado que seguramente intuía. Su apuro es particularmente notable cuando llega a la ciudad de Cór­doba, donde su gobernador, uno de los hermanos Reinafé, hombres de confianza de su enemigo de siempre, el caudillo santafesino Estanislao López, lo esperaba para agasajarlo con cenas y festejos. Por única respuesta recibe la orden perentoria: "¡Caballos!".

La breve detención da tiempo suficiente a Santos Ortiz para enterarse de lo que en Córdoba se rumoreaba: el ase­sinato de Quiroga estaba ya decidido, sus asesinos seleccionados, las tercerolas compradas. Sólo la llegada prematura había impedido el drama. Pero cuando la galera se aleja, difuminada por el polvo, los pronósticos arrecian: el asesi­nato tendrá lugar en el viaje de regreso. El secretario se lo comunica a su jefe quien, en una actitud que nuestra historia aún no ha podido explicar, hace caso omiso a las advertencias e inclusive rechaza las escoltas que, a su regreso, resuelto el conflicto por el artero asesinato del salteño Latorre, le ofrecen los gobernadores de Santiago del Estero, Ibarra, y Tucumán, Heredia. Facundo tenía una enorme confianza en su capacidad de influir so­bre los demás, había llegado a creer en las dotes mágicas que las imaginerías de la época le adjudicaban.

Lo que resulta difícil de comprender es por qué el doc­tor Ortiz, hombre moderado y culto, lo acompañó hasta un destino que no ignoraba fatal. Mucho menos cuando, antes de llegar a la posta de “Ojo de Agua”, la diligencia es inter­ceptada por un joven que se cruza en el camino y pide ha­blar con el secretario. Éste le ha hecho alguna vez un favor importante, y él está dispuesto a devolvérselo, aun a riesgo de su vida. Todo se lo cuenta: Santos Pérez, un malandado con varias muertes en su haber, está emboscado en un paraje llamado Barranca Yaco, al frente de una partida armada hasta los dientes y con la orden de que nadie, absolutamen­te nadie, debía quedar vivo. Tal era la orden. El joven Sandivaras había traído un caballo a la rienda y se lo ofre­ce a Ortiz para que salve su vida.

Habrá vacilado, seguramente, el secretario. Habrá mi­rado el caballo que lo tentaba con la supervivencia y habrá mirado a su jefe, aquel hombre por el que sentía una devoción rayana en la adoración. O que le inspiraba un temor tal que le impedía pensar en su propia conveniencia. Por fin, cumple con su destino y con aquella sentencia de Marco Aurelio: "La vida es guerra, y la estancia de un extraño en tierra extraña". El doctor Santos Ortiz trepó otra vez a la galera para morir junto a Facundo el 16 de febrero de 1835.

La inestabilidad política sobrevenida en Buenos Aires durante los débiles y breves gobiernos de Balcarce y, otra vez, de Viamonte, fomentada por los activos “apostólicos”, como se llamaba a los  rosistas orgánicos de la ciudad, apoyados por el violento rosismo de los gauchos de la campaña y de los  orilleros de extramuros, hicieron que don Juan Manuel volviera a ser convocado para imponer el orden que, aún a costa de privilegios para la plebe,  permitiera el desarrollo de los negocios de comerciantes y hacendados. Pero hubo oposición a investirlo otra vez “con la suma del poder público”, es decir las facultades ejecutivas, legislativas y judiciales concentradas en su persona. Rosas, disgustado, se negó cuatro veces y hasta renunció a la comandancia de Milicias.  Pero lo que puso fin a las discusiones fueron las noticias del asesinato de Facundo Quiroga, lo que hizo crecer en los “decentes”el temor a la anarquía. Para ellos, entonces, que gobernara autocráticamente ese aristócrata “gauchizado” que renegaba de su clase social, era el mal menor. Cuando ya no fuese necesario se encontraría la forma de deshacerse de él, como se había hecho con Dorrego.

Como todos los días, el 3 de marzo de 1835, Rosas destinaba parte de la mañana a dictar notas y comunicaciones referentes a hechos cotidianos. Incansable, se ocupaba de todos los aspectos de sus estancias como también lo haría durante su gobierno, aun de los más mínimos. “Mi querido don Juan José”, escribía. Era uno de sus mayordomos. “Esta sólo tiene por objetivo prevenirle que a Pascual me le entregue veinte bueyes aparentes y como para las carretas. Deseo que le haya ido bien en su viaje”. Allí se interrumpió porque en ese instante le transmitieron la noticia. Con la letra cambiada por su alteración anímica, continuó: 

“El general Quiroga fue degollado en su tránsito de regreso para ésta el 16 del pasado último febrero, 18 leguas antes de llegar a Córdoba. Esta misma suerte corrió el coronel José Santos Ortiz y toda la comitiva en número de 16, escapando sólo el correo que venía y un ordenanza, que fugaron entre la espesura del monte (…) ¡Qué tal! ¿He conocido o no el verdadero estado de la tierra? Pero ni esto ha de ser bastante para los hombres de las luces y los principios. ¡Miserables! ¡Y yo, insensato, que me metí con semejantes botarates!”. Entonces, la ira: “Ya lo verán ahora. El sacudimiento será espantoso y la sangre argentina correrá en porciones”.

Entre la ropa de Facundo estaba, ensangrentada, la carta que Rosas le enviase, que pasaría a la posteridad como la “carta de la hacienda de Figueroa” y que figura, completa, en el apéndice documental al fin de este libro.

 “Usted y yo deferimos a que los pueblos se ocupasen de sus constituciones particulares para que después de promulgadas entrásemos a trabajar los cimientos de la Gran Carta nacional”. Los unitarios habían fracasado en ello por dictar una constitución sin tener en cuenta ni el estado ni la opinión de las provincias: “Las atribuciones  que la Constitución asigne al gobierno general deben dejar a salvo la soberanía e independencia de los estados federales”. A continuación Rosas haría mención a la discordia introducida por los unitarios en todos los rincones de la Patria: “ Después de todo eso ¿habrá quien crea que el remedio es precipitar la constitución del Estado? ¿Quién duda que ésta debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución? ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita primeramente, bajo una forma regular y permanente las partes que deben componerlos?”. 

La historia oficial, abierta o encubiertamente, adjudica la muerte del “Tigre de los llanos” al Restaurador. Los argumentos más fuertes son:  

1) Rosas es el gran beneficiado por el asesinato, no sólo porque consigue ser designado gobernador con las condiciones por él impuestas sino también porque queda afuera un serio competidor por la jefatura del campo federal. Facundo comenzaba a ser visto como el probable eje de una concertación nacional entre unitarios y “lomos negros” (federales no rosistas)  que desembocaría en la sanción de una constitución, algo a lo que el Restaurador se oponía encarnizadamente. 

2) Pocos instantes antes de morir, ya en el cadalso, el confeso asesino Santos Pérez gritará: “¡Rosas es el asesino de Quiroga!”. Lo cierto es que no es fácil mentir cuando se está en presencia de la Muerte.  

3) Si bien hubo juicio, en el que también fueron ajusticiados los hermanos Reinafé, contratantes de Santos Pérez, fue sumario y no se dio a los acusados posibilidades de defensa. Sin embargo el doctor Marcelo Gamboa lo intenta. Impugna el juicio por la falta de una constitución escrita y cuestiona a Rosas por considerar que ha prejuzgado la culpabilidad de sus defendidos en las comunicaciones cursadas a las provincias. No era ese lenguaje para dirigirse a alguien que detentaba “la suma del poder público”. Don Juan Manuel se irrita: “Solo un atrevido, insolente, pícaro, impío, logista y unitario” ha podido presentarle, bajo la apariencia de ejercer el derecho de defensa, un pedido de publicar “un escrito de propaganda política”. Lo condenaba a corregir “uno a uno, todos los renglones de su atrevida representación”, no salir a más distancia de veinte cuadras de la plaza de la Victoria, no ejercer su profesión de abogado y “no cargar la divisa federal, no ponerse ni usar en público los colores federales”. Si no cumpliese, sería “paseado por las calles de Buenos Aires en un burro celeste”, o fusilado si tratase de escapar.

4) Rosas envía a Quiroga a una misión, que podría haberla encargado otro, a mil kilómetros de distancia que debía atravesar una provincia, Córdoba, gobernada por quienes eran  sus enemigos.  

Los argumentos en contra se basan en que para muchos el principal sospechoso es el gobernador de Santa Fe, Estanislao López.

1) Su relación con el difunto ha sido muy mala, entre otros motivos porque Rosas, sibilinamente, se ha ocupado de sembrar sistemática cizaña entre ellos para impedir una eventual alianza que pudiese dejarlo en situación de debilidad. Ya hemos visto el enojo del riojano por considerar que López había enviado sus montoneras a la destrucción en “La Ciudadela”.  

2) Quiroga tenía otro motivo para odiar a López: Lamadrid se había apoderado en La Rioja del caballo de Facundo, el famoso “Moro” al que su dueño le adjudicaba poderes sobrenaturales. Una representación luciferina a la que consultaba y cuyos consejos seguía al pie de la letra.  Luego de la batalla de “El Tío”, el tan mentado equino cae en manos de López. Cuando Quiroga se lo reclama, don Estanislao se niega a devolvérselo. El general Paz, en sus “Memorias”, se ocupa de la importancia que el “Moro” tenía para su dueño. Recuerda una sobremesa de oficiales en la que todos se mofaban del caballo “confidente, consejero y adivino del general Quiroga”. Picado, un antiguo oficial de éste cuenta:   “Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar es que el caballo moro se indispuso terriblemente con su amo el día de la acción de “La Tablada” porque no siguió el consejo que le dio de evitar la batalla ese día. Soy testigo ocular de que habiendo querido el general montarlo no permitió que lo enfrenase por más esfuerzos que se hicieron, siendo yo uno de los que procurara hacerlo, y todo para manifestar su irritación por el desprecio que el general hizo de sus avisos”. 

A pedido de Facundo, Rosas interviene sin éxito ante el caudillo santafesino para resolver el pleito. “Puedo asegurarles compañeros que dobles mejores se compran a cuatro pesos donde quiera”, responde López provocativamente, “no puede ser el decantado caballo del general Quiroga porque éste es infame en todas sus partes”. Pero no lo devolvió.  Siguiendo instrucciones del Restaurador, Tomás de Anchorena escribe al exasperado caudillo riojano rogándole que no haga del tema del caballo un asunto de Estado que podría perturbar la marcha de la República y le ofrece una indemnización económica.  En la respuesta de Quiroga del 12 de enero de 1832 se evidencia su furor: “Estoy seguro de que pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro caballo igual, y también le protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina (...) Me hallo disgustado más allá de lo posible”.

El santafesino nunca devolvió el “Moro”. En su “Facundo” Sarmiento pone en boca del enfurecido “Tigre de los Llanos”: “¡Gaucho ladrón de vacas! ,¡caro te va a costar el placer de montar en bueno!”.

3) En Santa Fe fue general el regocijo por lo de “Barranca Yaco” y poco faltó para que se celebrase públicamente. Quiroga era el hombre a quien más temía López, y de quien sabía que era enemigo declarado. Caben pocas dudas de que tuvo conocimiento anticipado, y acaso participación en su muerte. Sus relaciones con los Reinafé eran íntimas. Francisco Reinafé lo había visitado un mes antes, habitado en su misma casa y empleado “muchos días en conferencias misteriosas”, según José M. Páz.. 

Nunca se esclarecerá un hecho de tanta trascendencia histórica, pero es funcional para la demonización del Restaurador que la culpa recaiga sobre él. Acusación que no compartirían el hijo de Quiroga, que cometió a las órdenes de Rosas como jefe de las montoneras en la batalla de Obligado, donde le cupo destacada actuación, y tampoco la esposa del “Tigre de los llanos” quien dirigirá una airada carta al gobernador riojano Tomás Brizuela, quien fuese estrecho colaborador del difunto, cuando defecciona del campo federal para integrar la Coalición del Norte en contra de la Confederción. Fue también una de las pocas personas que durante el exilio del Restaurador en Southampton le envió regularmente dinero para paliar su digna pobreza.

Como otra vuelta de tuerca, V. F. López escribió en su “Manual de Historia Argentina” que había escuchado decir al coronel Indalecio Chenaut que el único Reynafé sobreviviente, Francisco,  manifestaba públicamente en Montevideo que ambos, Rosas y López, habían inducido a sus hermanos a eliminar a Facundo “porque era un ambicioso que conspiraba contra el orden de la República”.             

El 7 de febrero de 1836 los restos mortales de Quiroga fueron trasladados en una suntuosa carroza pintada de rojo, flanqueado por una multitud y honrado por apoteósicos honores militares y cívicos dispuestos por Rosas, y depositados en la iglesia de San José de Flores. Finalmente fue trasladado al cementerio de la Recoleta en marzo de 1877 donde  se erigió una bóveda coronada por la primera estatua del cementerio, obra del buen escultor italiano Tantardini,  quien imaginó una “dolorosa” con los rasgos estilizados de la viuda, Dolores Fernández de Quiroga. Se agregó una placa en la que se leía: “Aquí yace Juan Facundo Quiroga, luchó toda su vida por la organización federal de la República. La Historia imparcial, pero severa, le hará la justicia que se merece alguna vez”.

Cuando murió Juan Manuel de Rosas, muy cerca de la fecha de inauguración de la bóveda, una muchedumbre furiosa que había recordado en la catedral a los muertos por el rosismo se dirigió a la Recoleta para arrancar la placa que honraba al “Tigre de los Llanos”, pero ésta había ido puesta salvo por los simpatizantes del federalismo. Los restos de Quiroga, que se consideraron desparecidos durante mucho tiempo, fueron descubiertos a salvo en la bóveda de la familia Demarchi, parientes del caudillo riojano, el cajón empotrado dentro de uno de los muros y en posición vertical, quizás cumpliendo con la voluntad de ser enterrado de pie expresada en un papel encontrado en su talego luego de la tragedia de Barranca Yaco.  

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