LA LÍNEA ROSAS-MILEI


 O LA PARADOJA DE LAS CONSECUENCIAS

 

Por José María Bandieri

 

Marcela Ternavasio, de la Academia Nacional de la Historia, en dos publicaciones periodísticas (“La Nación”, 11 de febrero y 2 de marzo del corriente) plantea una “llamativa paradoja”. Ella reside en que Javier Milei, que invoca como su mentor histórico a Juan Bautista Alberdi, se asemeja, en su trayectoria hasta el momento, mucho más a Juan Manuel de Rosas.

 

Para nuestra autora, las similitudes se reflejarían en aspectos como: ambos son outsiders de la política que se enancan en una situación de crisis; los dos echan mano a la polarización política extrema para concentrar poder, a través de un “lenguaje agonal” que crea incesantemente enemigos; uno y otro manifiestan una voluntad decisoria que elimina la deliberación; ambos, en fin, reivindican la democracia plebiscitaria para el otorgamiento de superpoderes. Incluso habría una coincidencia entre ellos sobre el liberalismo económico, aunque el Restaurador era un antiliberal y un reaccionario en lo político. La cima de la paradoja reside, a juicio de la doctora Ternavasio, en que en este punto dos acérrimos enemigos deberían coincidir. Mientras Cristina Kirchner se remite a un Rosas jibarizado a nivel pueril por paka paka, Milei se remonta a un Alberdi vagaroso y escolar (cuando el tucumano, el más inteligente de su generación, fue también el más giróvago en sus posiciones), al tiempo que, en puridad, el actual presidente tendría que reconocerse en el señor de Los Cerrillos, al que execra como “tirano”.

 

Toda paradoja encierra una provocación intelectual; por lo tanto, bienvenida sea la aquí presentada, que invita a sondear el presente, más allá de la agitación del reñidero cotidiano, desde revivir un pasado que aún tiene lecciones que transmitirnos. Examinemos, pues, sus afirmaciones respecto de Juan Manuel de Rosas, que a contraluz nos hablarán sobre Milei.

 

En primer lugar, en 1829 Rosas no era un outsider en el mundo político de la época. Ya en 1820, como comandante de milicias, al frente de los “Colorados del Monte” y al llamado de Martín Rodríguez, había derrotado la revuelta del coronel Pagola en la ciudad y, más tarde, repuesto en la gobernación al propio Martín Rodríguez. En noviembre de ese año, cuando entre Buenos Aires y Santa Fe se firma la paz en la estancia de Benegas, Estanislao López reclama como indemnización 25.000 cabezas de ganado, de cuya entrega sale de garante Juan Manuel, que contribuye con ganados propios y de otros hacendados. Este joven de veintisiete años era ya custodio del orden político provincial y el aval de su crédito, no un ignoto espectador de los acontecimientos. Alguien, además, que ha tomado contacto desde los primeros planos con la intrincada política del tiempo y sus protagonistas, aquilatándolo con la administración de vastas estancias con autoridad reconocida por quienes trabajaban en ella. Con esa experiencia formativa se va forjando ese “sistema particular” de entender al país, a sus gentes y al mando político que en 1829 confiará al enviado uruguayo Santiago Vázquez. A partir del 1° de diciembre de 1828, está ya en condiciones de intervenir en el gran juego, para el que ha ido preparándose. Fusilado Dorrego, vacante la autoridad nacional, en plena guerra civil, desarrolla su virtù política entre la pericia de López y la irreflexión de Lavalle y allí descuella.   De los tres, en cambio, el que parece un recién venido al arte de ganar un gobierno y mantenerlo es Lavalle, patético y desnorteado.

 

No hay parangón posible en este punto entre Rosas y Milei. Milei es un verdadero outsider, tanto por no provenir del mundillo político como porque es una vez llegado al gobierno que comienza a baquetearse en el abecé del regimiento de la cosa pública. Lo que lo eleva, con empuje de la fortuna, es su acierto -difundido en las redes sociales- en identificar y abominar ese partido único de los políticos y sus beneficiarios y paniaguados colaterales en que había derivado el proceso democrático inaugurado en 1983.

 

Lo agonal y lo polémico

Sobre el “lenguaje agonal” como vehículo de enemistad política debo hacer una puntualización previa. El dato primo y fundante categorial de lo político es el conflicto. Los griegos utilizaban el vocablo ágon para referirse al conflicto no violento, con reglas, competencia entre adversarios, como los juegos o el proceso judicial. Pólemos era la guerra, el conflicto violento, enfrentamiento entre enemigos. El conflicto es una regularidad insoslayable de lo político y, por lo tanto, de la política como quehacer y arte de ejecución.  Por otra parte, lo agonal y lo polémico resultan situaciones siempre precarias y provisorias, prestas a trocarse rápidamente la una en la otra, habitualmente deslizándose a lo polémico en escalada de intensidad. De allí que la gran tarea de la política es tender al desarme de lo polémico y su encauce en lo agonal. Pero esto depende de la circunstancia, de la habilidad del ejecutante y del prestigio de las instituciones, especialmente las deliberativas, sede en principio del encaminamiento pacificador. En la circunstancia de una guerra civil, el lenguaje de la política se asemejará, quiérase o no, al de la guerra y señalamiento del enemigo. También es cierto que la dirigencia política, o buena parte de ella, en especial ante la inminencia de procesos electorales, o para perpetuarse en el poder, tenderá a simplificar el conflicto en expresiones de enemistad: o ellos o nosotros, mientras hipócritamente se invoca el juego institucional. Invito a repasar las noticias de todos los días y las sucesivas declaraciones de guerra sea a personajes concretas o a entidades abstractas como el hambre, la pobreza, la inflación, etc. Esto no es patrimonio de ninguna corriente política en particular y se ha transformado casi en práctica habitual.

 La doctora Tornavasio utiliza “lenguaje agonal”, en el sentido que es de uso en buena parte de los politólogos, como aquel que, desde el poder, denigra al sospechado como opositor descalificándolo como “traidor”. Por mi parte, me sirvo de la terminología puesta en uso por Julien Freund (1), que considero más adecuada.  Como fuere, veamos su aplicación respecto de Juan Manuel de Rosas. En 1829 asume la gobernación en la situación excepcional de una guerra civil desatada a raíz del derrocamiento y ejecución de Dorrego, lo que deja vacante la última autoridad nacional, que intenta malamente rehacerse a través de la Convención de Santa Fe. Esta situación se convierte en estado casi permanente durante el enfrentamiento entre la Liga del Interior y la Liga Federal y, más tarde, la coalición con intervención extranjera. La excepción hecha permanencia hizo que cada parte presentara su postura como una causa. La de la Federación se afirmó como causa “tan nacional como la de la Independencia”, lo que convertía a sus enemigos en réprobos y lo mismo, en espejo, se planteó enfrente, con demasías de uno y otro lado, a lo largo de esos años. También hubo en Rosas búsquedas de reanudar la amistad política, como la amplia amnistía de 1850, levantado el bloqueo, que posibilitó la vuelta de tantos al país (Posadas, Chilavert, Mariquita Sánchez, Miguel Cané, etc.) en un ambiente de paz y creciente prosperidad. Pero luego el Imperio del Brasil nos declaró la guerra, Urquiza firmó un tratado con dicho Imperio, que le suministraba tropa y material de guerra para su pronunciamiento y la rueda de nuestra fortuna política giró otra vez a la enemistad absoluta…pero esa es otra historia que no cabe ahora tratar aquí. 

 

El “lenguaje agonal”, con mayores o menores matices y altisonancias, ha sido el corriente en nuestra historia política: el “Régimen y la Causa”, “Patria y Antipatria”, “Enemigos de la Democracia”, “Al enemigo ni justicia”, las variantes de ataques a la “fachósfera” y a la “zurdósfera”, etc. Sin contar las provenientes de la maximalización de la ideología de género, cultura de la cancelación, lenguaje inclusivo, también con etc. ¿A qué seguir, si todos los que tenemos cierta edad arrastramos una descalificación ideológica casi prontuarial? En Milei, el rasgo idiosincrático -al contrario de Rosas, como bien anota nuestra autora- es la incontinencia verbal y la riña muchas veces con personajes secundarios sobre cuestiones al cabo nimias. Aquí el modelo mileiano podría ser Sarmiento, el “loco” Sarmiento, aunque sin la genialidad querulante del sanjuanino, que Alberdi hubo bien de sufrir.

 

La primera organización nacional

No tenemos elementos para juzgar la política arquitectónica de Milei, que por ahora es sólo anuncio y promesa. En cambio, lo que Juan Manuel de Rosas edifica es la primera organización nacional, después de dos décadas de autogobierno, primero, de independencia después, en que los brillos de la pars construens quedaron opacados y disueltos en la precaria edificación institucional, que incesantemente amenazaba derrumbe en la anarquía y el caos. La constitución de la Confederación Argentina, como afirmaba Julio Irazusta, fue una constitución “empírica”, fundada en la Ley Fundamental de 1825 y el Pacto Federal de 1831, anunciado por los “pactos preexistentes” desde el tratado del Pilar. Era una república federativa no estatalista, esto es, no concentrada en un gobierno central. El gobierno confederal no une, sostenía Rosas, sino que representa ante el mundo la unión de los componentes del pactum foederis,  que conservan todas sus facultades salvo las relaciones exteriores que han delegado en el gobernador de Buenos Aires. Si estos componentes no están en orden, de nada valdría querer ordenarlos por la afirmación de un estatuto escrito, según ya se había a contrapelo intentado. En sus palabras:

 

“El Gobierno General en una República Federativa no une los Pueblos federados; los representa unidos ante las naciones. No se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí. En el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y en el segundo la misma Constitución tiene previsto cómo se ha de formar el tribunal que deba decidir. En una palabra, la unión y la tranquilidad crea el Gobierno General, la desunión lo destruye; él es la consecuencia, el efecto de la unión, no la causa; y si es sensible su falta, es mucho mayor su caída, porque nunca sucede sino convirtiendo en funestas desgracias, y anarquía de toda la República”. No otra cosa iba a sostener Facundo Zuviría el 23 de abril de 1853 en la Convención Constituyente de Santa Fe.

 

Rosas dejó así afirmadas las bases para una organización institucional del país, bajo la forma confederal. Tan sólido fue el zócalo de esa primera organización, que resistió hasta que Roca, un cuarto de siglo más tarde, pudo sobre esa base cimentar la segunda organización del país.

 

El Alberdi de las “Bases”

Tras Caseros, los gobernadores de la Confederación, en el Acuerdo de San Nicolás (redactado bajo el diagrama de los “pactos preexistentes”), le dan facultades extraordinarias y la suma del poder público a Urquiza para que, de acuerdo con el espíritu del tiempo, diera forma escrita a la organización del país. El entrerriano suponía que la forma confederal se iba a volcar en el texto, ahora con otro caudillo al frente.  Lo que sí sabía es que, para asegurar la contnuidad, debía triunfar un partido en Buenos Aires, suficientemente fuerte y que respetase las particularidades provinciales, lo que Rosas había procurado a través de la confederación empírica. Era la única manera de yugular la guerra civil que su pronunciamiento había reabierto. Y entonces, desde París, el emigrado tucumano Juan Bautista Alberdi propone la mixtura de federación y unidad, plasmada por el genio y la astucia de Hamilton en Filadelfia el año 1787. Así se podría “reunir los dos principios rivales [unitario y federal] en el fondo de una fusión que tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país”, dicen las “Bases”. El tucumano le ha hincado el diente al caracú del producto de Filadelfia (gobierno central, “gobierno federal”, bien asentado y facultades de los estados federados que el proyecto recorta), a la carta californiana (imagina a California como el edén que por cierto no era) y a la constitución unitaria chilena, de la que heredamos la figura presidencial como “Jefe Supremo de la Nación” (2). Pero, en el fino fondo, desconfiaba de ese instrumento. Como dijo, denme el poder de organizar diez artículos según mi sistema y poco importa que en el resto voten blanco o negro ¿Y cuál era el sistema del Alberdi de las “Bases”?

La constitución, en su lectura, debía ser ante todo un contrato social para el fomento y colonización de las pampas, preferiblemente con un trasplante de población por anglosajones, sin los cuales “es imposible aclimatar la libertad y el progreso material en ninguna parte”. Ello permitiría colocarnos “bajo el amparo de la civilización del mundo”, que de otro modo acudiría a “la conquista de la espada”. Desde París, el tucumano presenta a su patria como un erial atravesado por clanes rupestres. Espejismos de un ausente: en 1850 existían -como señala Juan Pablo Oliver- establecimientos capitalistas como los saladeros, industria fabril, banca poderosa, proyectos ferroviarios avanzados, cabotaje nacional de barcos argentinos, explotaciones mineras, servicios públicos de mensajerías a lo largo del país, campos alambrados y maquinaria agrícola a vapor, cruza de razas vacunas y ovinas de calidad e inmigración europea creciente, que descendería bruscamente a partir de Caseros, cuando el pronunciamiento con coalición extranjera derribó la paz reinante, obtenida con bien de sacrificio.

 

El plan alberdiano no podía desenvolverse con el modelo rosista de confederación empírica, de provincias semisoberanas. Se necesitaba mucho más poder aún que el de don Juan Manuel para establecer una estatalidad concentrada y progresista, legitimada con de acuerdo con los modos propios del tiempo, por medio de una constitución escrita.  Y en ella un administrador con el “lleno de las facultades”, bien señaladas en el texto, para evitar otras demasías propias de los tiempos bárbaros del degüello y de las “ejecuciones a lanza y cuchillo”, como prohibía en su artículo 18 el texto originario de 1853. Un administrador que fuese una especie de virrey republicano, que mandaría por seis años en el Fuerte, con posibilidad de ser reelecto por un período. Años más tarde el tucumano formularía un mea culpa: debería haber propuesto la prohibición absoluta de la reelección.  El poder otorgado a la jefatura presidencial, entroncado en la tradición virreinal, abría una manera de gobernar a las “crueles provincias” desde donde se asentase el poder central, con los instrumentos de la intervención federal, el estado de sitio y más tarde el reparto de los fondos federales, como tolderías que hay que “ordenar” a como dé lugar.

 

En 1860, antes de los diez años en que se había asegurado en el texto su intangibilidad, los convencionales de 1860, especialmente los porteños, que eran en buena parte provincianos, habrán de someter el texto de Santa Fe a una crítica rayana en la deslegitimación. “Ella [la Constitución] no fue examinada por los pueblos; fue mandada a obedecer desde un campamento, en el cuartel general de un ejército, por los mismos que la habían confeccionado”, arremetió Sarmiento, y cito apenas, mientras Vélez se entretenía en demostrar que aquellos constituyentes no habían entendido el modelo norteamericano. Producto típicamente argentino, realizado entre apurones y esporádicas reflexiones, algunas de muy alto nivel que hoy se leen aún con provecho, el texto de 1853 con las enmiendas de 1860 intenta evitar la guerra civil latente en los desajustes estructurales del país, a través de una organización estatal que articulase de otro modo el poder en la castigada República.  No alcanzará efectividad sino veintisiete años después, a precio de centralización del poder y de reducción del federalismo en la estatalidad concentrada. El vocablo “Estado federal” es un oxímoron donde el sustantivo devora al adjetivo. 

 

Las facultades extraordinarias

Hemos mencionado antes, de paso, las facultades extraordinarias. Para la profesora Tornavasio, si bien reconoce que la delegación de tales facultades “no era nueva en el ejercicio de los gobiernos posrevolucionarios”, en el caso de Rosas aparece la “ambición de establecer un verdadero ‘estado de excepción’”.  Lo cierto es que los gobiernos patrios durante el siglo XIX transcurrieron, salvo brevísimos intermedios, revestidos de poderes extraordinarios, por invocación de la salus publica suprema lex. La dictadura romana fue una magistratura extraordinaria y temporal; las facultades extraordinarias vernáculas, herederas del “poder omnímodo” de los virreyes, fueron recurso ordinario y permanente. Puede agregarse que el uso virreinal de tal expediente, en comparación con el gobierno propio, fue bastante mesurado. La Primera –o Segunda- Junta Gubernativa Provisional del 25 de mayo, la de las oleografías del Billiken, nació acorazada con la suma del poder público. Derogó de entrada el Reglamento que le estableciera el Cabildo (nuestra primera constitución, redactada por Julián de Leiva), que se reservaba, como congreso que la había designado, la posibilidad de remover a la Junta y establecía, además, que no podía fijar nuevas contribuciones sin su acuerdo ni arrogarse funciones judiciales. Destituyó a los cabildantes y luego los desterró. Envió fuerzas armadas a “persuadir” a las provincias de elegir diputados para un futuro Congreso General y ordenó por sí y ante sí arcabucear a Santiago de Liniers y los cabecillas de la resistencia en Córdoba.

No le fue en zaga la Junta Grande, más tarde Junta Conservadora, con un poder dictatorial que Vicente Fidel López comparó con “la Convención Francesa o como un Consejo Veneciano”; ni el Primer Triunvirato (“medidas que crea necesarias para la defensa y salvación de la patria”) (3), ni el Segundo Triunvirato ni el Directorio, sin contar  el año XX y sus gobernadores, todos ellos provistos de “facultades omnímodas”, “sin restricción alguna  en defensa de la salud pública”, “poderes ilimitados”, poderes “sin trabas ni embarazos”. Rosas no creó la excepción, la situación excepcional trajo a Rosas y para tratarla se requería de las facultades extraordinarias. Así en 1829 y así en 1835, ambos momentos de guerra civil. Mientras en otros casos los poderes excepcionales fueron tomados por sí y ante sí por sus beneficiarios o declarados por órganos de dudosa competencia, la Legislatura de Buenos Aires era “Legislatura Extraordinaria y Constituyente” por ley del 5 de agosto de 1821, dictada a indicación de Rivadavia. La delegación de la suma del poder público en 1829 y en 1835 lo fue por un órgano representativo que era, además, constituyente.

Juan Manuel de Rosas, en el segundo caso, pidió una reconsideración de la ley en sala plena y una ratificación popular de ella, “el libre pronunciamiento de la opinión general”: el plebiscito. Y aquí vamos al paralelo que nuestra autora establece entre el Milei que pide delegación de facultades legislativas y, en caso de no obtenerlas, amenaza con la consulta popular y el Restaurador con la suma del poder público y el plebiscito ratificatorio: el fantasma de la democracia plebiscitaria. En el caso de Rosas, la pregunta binaria sobre sus poderes de excepción servía “para disciplinar a las díscolas y entrenadas dirigencias políticas que tanto despreciaba”. Podría plantearse la cuestión de otro modo: que se quiso con una consulta popular dirimir el debate entre quienes sostenían reforzar las facultades extraordinarias y quienes querían restringirlas. (4)

 

El plebiscito de 1835

Un primer tipo de consideraciones acerca del plebiscito de 1835 resulta su novedad, en cuanto ejercicio del sufragio universal masculino, respecto de las prácticas europeas de la época, donde regía el sufragio censitario, esto es, reducido a quienes tuviesen propiedad o determinado rédito. Estuvo abierto a todos los habitantes de la ciudad, mayores de edad (20 años), nacionales o extranjeros domiciliados. Sufragaron 9.720 personas sobre una población calculada en 70.000, esto es, un elector cada seis habitantes (5). Y es de destacar que el sufragio universal en las elecciones bonaerenses estaba contemplado por ley de agosto de 1821, aunque la concurrencia, hasta el plebiscito de 1835, era normalmente escasa. En 1934, un destacado jurista, José Sartorio, publicó un conciso y serio estudio sobre el plebiscito de Rosas (6), donde destacó su validez a la luz del derecho público: a) por su legalidad, pues fue sancionado por una legislatura constituyente; b) el sufragio universal para nacionales y extranjeros; c) el control de las mesas por jueces de paz y vecinos de crédito; d) la sencillez categórica del voto, afirmativo o negativo, y su constancia escrita en un registro especial; e) el examen final por la Sala de Representantes.

 

El plebiscito o el referéndum (la distinción entre ambos es bizantina) son instrumentos de democracia directa, que pueden servir a un cesarismo (Luis Napoleón en 1852), a escisiones territoriales libres o forzadas, a derivas totalitarias o a reacciones democráticas (referéndum revocatorio de mandato). La suerte del plebiscito, que parece sellada de antemano en muchos casos, para los medios de información y los sondeos previos, muchas veces arroja sorpresas (sobre la constitución europea, sobre el Brexit, sobre la paz en Colombia, sobre la re-reelección de Chávez, etc.). No puede reducírselo a artilugio “populista” (“populistas” siempre son los otros).

 

La segunda organización nacional

Nuestra autora trae a colación el artículo 29 de la constitución, que fulmina como “infames traidores a la Patria” a los miembros de cuerpos legislativos que concedan las facultades extraordinarias o la suma del poder público.  A todos nos preocupan los superpoderes, que menudean en leyes y decretos a lo largo de nuestra historia, muchos de ellos en nuestro actual período democrático. Pero el artículo 29, como decía en su tiempo don Agustín de Vedia, que no era precisamente revisionista, es una cláusula “que no resiste a la crítica” (7), pura reacción retroactiva contra el gobierno de Rosas, incluso discutida en la Convención de Santa Fe. Lo que cabe lamentar es que los poderes extraordinarios y el lleno de las facultades se hayan reiterado desde 1853 sin que la cláusula haya tenido ninguna efectividad.  Durante los gobiernos de Urquiza, Mitre y Sarmiento corrió mucha sangre de provincianos y porteños, argentinos, orientales, paraguayos y brasileros, en nombre de unas facultades extraordinarias de vida y muerte y de degüello (prohibidas “ejecuciones a lanza y cuchillo”) no votadas por nadie pero ordenadas desde el poder y delegadas en los Paunero, Flores, Sandes, Arredondo e Irrazábal, entre otros muchos, ejecutores de la  “guerra de policía”  ordenada desde Buenos Aires y recogida con franqueza en las demasías de las cartas del “padre del aula”, entonces gobernador de San Juan. La cabeza del Chacho Peñaloza clavada en una pica en Olta, una entre tantas, resulta emblema de este tiempo.

Llamado eufemísticamente de “organización nacional” y que, en la estadística de Nicasio Oroño para el período 1862 a 1868 registra en las provincias ciento diecisiete revoluciones, habiendo muerto en noventa y un combates cuatro mil setecientos veintiocho ciudadanos. Julio Argentino Roca, en 1880, será quien consiga establecer un Estado nacional, en la segunda organización nacional . Esta vez se trata de concentración y centralización del poder en una coalición bajo el rótulo de un partido hegemónico, el PAN (Partido Autonomista Nacional), con el Congreso, los gobernadores provinciales, el Ejército y la Corte Suprema alineados y en orden. Un esquema de poder que luego intentará ser replicado varias veces, siempre al fin fracasadas, y que hoy puede considerarse inviable.

 

La asimilación con Milei

En cuanto a la asimilación las facultades extraordinarias de Rosas con los intentos de Milei de conseguir delegación legislativa no parece sostenible, si tenemos en cuenta que la delegación legislativa y el gobierno por DNU (antes decretos-ley) son prácticas constantes. La delegación legislativa en el Ejecutivo sobre cuestiones administrativas y poder de policía existe desde fines del siglo XIX, convalidada por la Corte. El artículo 76 de la CN reformada en 1994 establece la prohibición de la delegación legislativa “salvo en materia de administración y emergencia pública”. Por ese ventanuco se coló todo, ya que “emergencia” y “emergencia económica” son expresiones corrientes desde 1983. Así la Corte pudo establecer, en el caso “Peralta”, la constitucionalidad del D. 36/90 (plan Bonex) que incautó depósitos de ahorristas a cambio de bonos de deuda, ya que el Congreso había delegado funciones en el Banco Central. Desde principios de este siglo rigieron las leyes de emergencia económica y delegación de facultades, prorrogadas año a año. Las impugnaciones a Milei, de puntillosidad constitucionalista son por lo menos hipócritas.  

En cuanto al peligro plebiscitario, es inexistente, porque, a diferencia de otras constituciones de la ecúmene hispanoamericana, la nuestra sólo contempla: a) el derecho de iniciativa popular de leyes, vedado para reforma constitucional, tratados internacionales, y materias tributaria, presupuestaria y fiscal, con requisitos reglamentarios bastante dificultosos para obtener el número y distribución de los peticionarios firmantes que exige la reglamentación. Aun de conseguirla, la única obligación del Congreso es tratarla en los doce meses de obtenida, sin sanción alguna por el incumplimiento; b) la consulta popular del art. 40, que puede ser iniciativa vinculante del Congreso para un proyecto de ley, que, si obtiene el voto popular con una concurrencia no menor del 35% del padrón, se convierte en ley o iniciativa no vinculante del Congreso o el Ejecutivo, siendo en tal caso el voto no obligatorio. El resultado de la consulta no obliga al órgano convocante a una decisión acorde con el voto popular. Ninguno de estos institutos ha tenido hasta ahora aplicación.

 

La paradoja planteada por la doctora Tornavasio se torna en la conocida paradoja de las consecuencias: las intenciones que llevaron a plantearla conducen a resultados distintos de los esperados. Porque, efectivamente, y se hubieran horrorizado o no los liberales decimonónicos, la experiencia de Juan Manuel de Rosas podría ofrecer a un gobernante actual enseñanzas más valiosas que las del autor de las “Bases”, aunque desparramadas en la obra del contradictorio tucumano también haya atisbos pertinentes.  De todos modos, la línea de transporte histórico Rosas-Milei, como las otras ya postuladas (Mayo-Caseros-Democracia, Alem-Yrigoyen-Alvear, San Martín-Rosas-Perón, etc.) tendrá como destino la papelera de reciclaje de las simplificaciones.

 

(Fuente: Norberto Jorge Chiviló en enero 21, 2025)

 

Notas:

 

(1) “Sociología del Conflicto”, Fundación Cerien, Buenos Aires, 1987.

 

(2) “Jefes supremos se han llamado todos los caudillos, y el vicio está tan arraigado que pasó al lenguaje constitucional”, anotaba José Manuel Estrada.

 

(3) Estatuto Provisional del 23 de noviembre de 1811.

 

(4) Emilio Ravignani, en su “Introducción” a “Documentos para la Historia Argentina” describe ese debate.

 

(5) Según Julio Irazusta, en Inglaterra, sobre 24 millones de habitantes, sólo había 800.000 electores, un elector cada treinta habitantes.

 

(6) “El Plebiscito de Rosas, estudio histórico de derecho público”, medalla de oro de la Institución Mitre, Bs. As., Amorrortu, 1934.

 

(7) “Constitución Argentina”, Coni Hermanos, Bs. As. 1907, p. 129 y sgs.

 

(Fuente: Norberto Jorge Chiviló en enero 21, 2025)

 

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