O LA PARADOJA DE LAS CONSECUENCIAS
Por José María
Bandieri
Marcela
Ternavasio, de la Academia Nacional de la Historia, en dos publicaciones
periodísticas (“La Nación”, 11 de febrero y 2 de marzo del corriente) plantea
una “llamativa paradoja”. Ella reside en que Javier Milei, que invoca como su
mentor histórico a Juan Bautista Alberdi, se asemeja, en su trayectoria hasta
el momento, mucho más a Juan Manuel de Rosas.
Para nuestra
autora, las similitudes se reflejarían en aspectos como: ambos son outsiders de
la política que se enancan en una situación de crisis; los dos echan mano a la
polarización política extrema para concentrar poder, a través de un “lenguaje
agonal” que crea incesantemente enemigos; uno y otro manifiestan una voluntad
decisoria que elimina la deliberación; ambos, en fin, reivindican la democracia
plebiscitaria para el otorgamiento de superpoderes. Incluso habría una
coincidencia entre ellos sobre el liberalismo económico, aunque el Restaurador
era un antiliberal y un reaccionario en lo político. La cima de la paradoja
reside, a juicio de la doctora Ternavasio, en que en este punto dos acérrimos
enemigos deberían coincidir. Mientras Cristina Kirchner se remite a un Rosas
jibarizado a nivel pueril por paka paka, Milei se remonta a un Alberdi vagaroso
y escolar (cuando el tucumano, el más inteligente de su generación, fue también
el más giróvago en sus posiciones), al tiempo que, en puridad, el actual
presidente tendría que reconocerse en el señor de Los Cerrillos, al que execra
como “tirano”.
Toda paradoja
encierra una provocación intelectual; por lo tanto, bienvenida sea la aquí
presentada, que invita a sondear el presente, más allá de la agitación del
reñidero cotidiano, desde revivir un pasado que aún tiene lecciones que
transmitirnos. Examinemos, pues, sus afirmaciones respecto de Juan Manuel de
Rosas, que a contraluz nos hablarán sobre Milei.
En primer lugar,
en 1829 Rosas no era un outsider en el mundo político de la época. Ya en 1820,
como comandante de milicias, al frente de los “Colorados del Monte” y al
llamado de Martín Rodríguez, había derrotado la revuelta del coronel Pagola en
la ciudad y, más tarde, repuesto en la gobernación al propio Martín Rodríguez.
En noviembre de ese año, cuando entre Buenos Aires y Santa Fe se firma la paz
en la estancia de Benegas, Estanislao López reclama como indemnización 25.000
cabezas de ganado, de cuya entrega sale de garante Juan Manuel, que contribuye
con ganados propios y de otros hacendados. Este joven de veintisiete años era
ya custodio del orden político provincial y el aval de su crédito, no un ignoto
espectador de los acontecimientos. Alguien, además, que ha tomado contacto
desde los primeros planos con la intrincada política del tiempo y sus
protagonistas, aquilatándolo con la administración de vastas estancias con
autoridad reconocida por quienes trabajaban en ella. Con esa experiencia
formativa se va forjando ese “sistema particular” de entender al país, a sus
gentes y al mando político que en 1829 confiará al enviado uruguayo Santiago
Vázquez. A partir del 1° de diciembre de 1828, está ya en condiciones de
intervenir en el gran juego, para el que ha ido preparándose. Fusilado Dorrego,
vacante la autoridad nacional, en plena guerra civil, desarrolla su virtù
política entre la pericia de López y la irreflexión de Lavalle y allí
descuella. De los tres, en cambio, el
que parece un recién venido al arte de ganar un gobierno y mantenerlo es
Lavalle, patético y desnorteado.
No hay parangón
posible en este punto entre Rosas y Milei. Milei es un verdadero outsider,
tanto por no provenir del mundillo político como porque es una vez llegado al
gobierno que comienza a baquetearse en el abecé del regimiento de la cosa
pública. Lo que lo eleva, con empuje de la fortuna, es su acierto -difundido en
las redes sociales- en identificar y abominar ese partido único de los
políticos y sus beneficiarios y paniaguados colaterales en que había derivado
el proceso democrático inaugurado en 1983.
Lo agonal y lo
polémico
Sobre el “lenguaje
agonal” como vehículo de enemistad política debo hacer una puntualización
previa. El dato primo y fundante categorial de lo político es el conflicto. Los
griegos utilizaban el vocablo ágon para referirse al conflicto no violento, con
reglas, competencia entre adversarios, como los juegos o el proceso judicial.
Pólemos era la guerra, el conflicto violento, enfrentamiento entre enemigos. El
conflicto es una regularidad insoslayable de lo político y, por lo tanto, de la
política como quehacer y arte de ejecución.
Por otra parte, lo agonal y lo polémico resultan situaciones siempre
precarias y provisorias, prestas a trocarse rápidamente la una en la otra,
habitualmente deslizándose a lo polémico en escalada de intensidad. De allí que
la gran tarea de la política es tender al desarme de lo polémico y su encauce
en lo agonal. Pero esto depende de la circunstancia, de la habilidad del
ejecutante y del prestigio de las instituciones, especialmente las
deliberativas, sede en principio del encaminamiento pacificador. En la
circunstancia de una guerra civil, el lenguaje de la política se asemejará,
quiérase o no, al de la guerra y señalamiento del enemigo. También es cierto
que la dirigencia política, o buena parte de ella, en especial ante la
inminencia de procesos electorales, o para perpetuarse en el poder, tenderá a
simplificar el conflicto en expresiones de enemistad: o ellos o nosotros,
mientras hipócritamente se invoca el juego institucional. Invito a repasar las
noticias de todos los días y las sucesivas declaraciones de guerra sea a
personajes concretas o a entidades abstractas como el hambre, la pobreza, la
inflación, etc. Esto no es patrimonio de ninguna corriente política en
particular y se ha transformado casi en práctica habitual.
La doctora Tornavasio utiliza “lenguaje
agonal”, en el sentido que es de uso en buena parte de los politólogos, como
aquel que, desde el poder, denigra al sospechado como opositor descalificándolo
como “traidor”. Por mi parte, me sirvo de la terminología puesta en uso por
Julien Freund (1), que considero más adecuada.
Como fuere, veamos su aplicación respecto de Juan Manuel de Rosas. En
1829 asume la gobernación en la situación excepcional de una guerra civil
desatada a raíz del derrocamiento y ejecución de Dorrego, lo que deja vacante
la última autoridad nacional, que intenta malamente rehacerse a través de la
Convención de Santa Fe. Esta situación se convierte en estado casi permanente
durante el enfrentamiento entre la Liga del Interior y la Liga Federal y, más
tarde, la coalición con intervención extranjera. La excepción hecha permanencia
hizo que cada parte presentara su postura como una causa. La de la Federación
se afirmó como causa “tan nacional como la de la Independencia”, lo que
convertía a sus enemigos en réprobos y lo mismo, en espejo, se planteó
enfrente, con demasías de uno y otro lado, a lo largo de esos años. También
hubo en Rosas búsquedas de reanudar la amistad política, como la amplia
amnistía de 1850, levantado el bloqueo, que posibilitó la vuelta de tantos al
país (Posadas, Chilavert, Mariquita Sánchez, Miguel Cané, etc.) en un ambiente
de paz y creciente prosperidad. Pero luego el Imperio del Brasil nos declaró la
guerra, Urquiza firmó un tratado con dicho Imperio, que le suministraba tropa y
material de guerra para su pronunciamiento y la rueda de nuestra fortuna
política giró otra vez a la enemistad absoluta…pero esa es otra historia que no
cabe ahora tratar aquí.
El “lenguaje
agonal”, con mayores o menores matices y altisonancias, ha sido el corriente en
nuestra historia política: el “Régimen y la Causa”, “Patria y Antipatria”,
“Enemigos de la Democracia”, “Al enemigo ni justicia”, las variantes de ataques
a la “fachósfera” y a la “zurdósfera”, etc. Sin contar las provenientes de la
maximalización de la ideología de género, cultura de la cancelación, lenguaje
inclusivo, también con etc. ¿A qué seguir, si todos los que tenemos cierta edad
arrastramos una descalificación ideológica casi prontuarial? En Milei, el rasgo
idiosincrático -al contrario de Rosas, como bien anota nuestra autora- es la
incontinencia verbal y la riña muchas veces con personajes secundarios sobre
cuestiones al cabo nimias. Aquí el modelo mileiano podría ser Sarmiento, el
“loco” Sarmiento, aunque sin la genialidad querulante del sanjuanino, que
Alberdi hubo bien de sufrir.
La primera
organización nacional
No tenemos
elementos para juzgar la política arquitectónica de Milei, que por ahora es
sólo anuncio y promesa. En cambio, lo que Juan Manuel de Rosas edifica es la
primera organización nacional, después de dos décadas de autogobierno, primero,
de independencia después, en que los brillos de la pars construens quedaron
opacados y disueltos en la precaria edificación institucional, que
incesantemente amenazaba derrumbe en la anarquía y el caos. La constitución de
la Confederación Argentina, como afirmaba Julio Irazusta, fue una constitución
“empírica”, fundada en la Ley Fundamental de 1825 y el Pacto Federal de 1831,
anunciado por los “pactos preexistentes” desde el tratado del Pilar. Era una
república federativa no estatalista, esto es, no concentrada en un gobierno
central. El gobierno confederal no une, sostenía Rosas, sino que representa
ante el mundo la unión de los componentes del pactum foederis, que conservan todas sus facultades salvo las
relaciones exteriores que han delegado en el gobernador de Buenos Aires. Si
estos componentes no están en orden, de nada valdría querer ordenarlos por la
afirmación de un estatuto escrito, según ya se había a contrapelo intentado. En
sus palabras:
“El Gobierno
General en una República Federativa no une los Pueblos federados; los
representa unidos ante las naciones. No se ocupa de lo que pasa interiormente
en ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí.
En el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y en
el segundo la misma Constitución tiene previsto cómo se ha de formar el
tribunal que deba decidir. En una palabra, la unión y la tranquilidad crea el
Gobierno General, la desunión lo destruye; él es la consecuencia, el efecto de
la unión, no la causa; y si es sensible su falta, es mucho mayor su caída,
porque nunca sucede sino convirtiendo en funestas desgracias, y anarquía de
toda la República”. No otra cosa iba a sostener Facundo Zuviría el 23 de abril
de 1853 en la Convención Constituyente de Santa Fe.
Rosas dejó así
afirmadas las bases para una organización institucional del país, bajo la forma
confederal. Tan sólido fue el zócalo de esa primera organización, que resistió
hasta que Roca, un cuarto de siglo más tarde, pudo sobre esa base cimentar la
segunda organización del país.
El Alberdi de las
“Bases”
Tras Caseros, los
gobernadores de la Confederación, en el Acuerdo de San Nicolás (redactado bajo
el diagrama de los “pactos preexistentes”), le dan facultades extraordinarias y
la suma del poder público a Urquiza para que, de acuerdo con el espíritu del
tiempo, diera forma escrita a la organización del país. El entrerriano suponía
que la forma confederal se iba a volcar en el texto, ahora con otro caudillo al
frente. Lo que sí sabía es que, para
asegurar la contnuidad, debía triunfar un partido en Buenos Aires,
suficientemente fuerte y que respetase las particularidades provinciales, lo
que Rosas había procurado a través de la confederación empírica. Era la única
manera de yugular la guerra civil que su pronunciamiento había reabierto. Y
entonces, desde París, el emigrado tucumano Juan Bautista Alberdi propone la
mixtura de federación y unidad, plasmada por el genio y la astucia de Hamilton
en Filadelfia el año 1787. Así se podría “reunir los dos principios rivales
[unitario y federal] en el fondo de una fusión que tiene su raíz en las
condiciones naturales e históricas del país”, dicen las “Bases”. El tucumano le
ha hincado el diente al caracú del producto de Filadelfia (gobierno central,
“gobierno federal”, bien asentado y facultades de los estados federados que el
proyecto recorta), a la carta californiana (imagina a California como el edén
que por cierto no era) y a la constitución unitaria chilena, de la que
heredamos la figura presidencial como “Jefe Supremo de la Nación” (2). Pero, en
el fino fondo, desconfiaba de ese instrumento. Como dijo, denme el poder de
organizar diez artículos según mi sistema y poco importa que en el resto voten
blanco o negro ¿Y cuál era el sistema del Alberdi de las “Bases”?
La constitución,
en su lectura, debía ser ante todo un contrato social para el fomento y
colonización de las pampas, preferiblemente con un trasplante de población por
anglosajones, sin los cuales “es imposible aclimatar la libertad y el progreso
material en ninguna parte”. Ello permitiría colocarnos “bajo el amparo de la
civilización del mundo”, que de otro modo acudiría a “la conquista de la
espada”. Desde París, el tucumano presenta a su patria como un erial atravesado
por clanes rupestres. Espejismos de un ausente: en 1850 existían -como señala
Juan Pablo Oliver- establecimientos capitalistas como los saladeros, industria
fabril, banca poderosa, proyectos ferroviarios avanzados, cabotaje nacional de
barcos argentinos, explotaciones mineras, servicios públicos de mensajerías a
lo largo del país, campos alambrados y maquinaria agrícola a vapor, cruza de
razas vacunas y ovinas de calidad e inmigración europea creciente, que
descendería bruscamente a partir de Caseros, cuando el pronunciamiento con
coalición extranjera derribó la paz reinante, obtenida con bien de sacrificio.
El plan alberdiano
no podía desenvolverse con el modelo rosista de confederación empírica, de provincias
semisoberanas. Se necesitaba mucho más poder aún que el de don Juan Manuel para
establecer una estatalidad concentrada y progresista, legitimada con de acuerdo
con los modos propios del tiempo, por medio de una constitución escrita. Y en ella un administrador con el “lleno de
las facultades”, bien señaladas en el texto, para evitar otras demasías propias
de los tiempos bárbaros del degüello y de las “ejecuciones a lanza y cuchillo”,
como prohibía en su artículo 18 el texto originario de 1853. Un administrador
que fuese una especie de virrey republicano, que mandaría por seis años en el
Fuerte, con posibilidad de ser reelecto por un período. Años más tarde el
tucumano formularía un mea culpa: debería haber propuesto la prohibición
absoluta de la reelección. El poder
otorgado a la jefatura presidencial, entroncado en la tradición virreinal,
abría una manera de gobernar a las “crueles provincias” desde donde se asentase
el poder central, con los instrumentos de la intervención federal, el estado de
sitio y más tarde el reparto de los fondos federales, como tolderías que hay
que “ordenar” a como dé lugar.
En 1860, antes de
los diez años en que se había asegurado en el texto su intangibilidad, los
convencionales de 1860, especialmente los porteños, que eran en buena parte
provincianos, habrán de someter el texto de Santa Fe a una crítica rayana en la
deslegitimación. “Ella [la Constitución] no fue examinada por los pueblos; fue
mandada a obedecer desde un campamento, en el cuartel general de un ejército, por
los mismos que la habían confeccionado”, arremetió Sarmiento, y cito apenas,
mientras Vélez se entretenía en demostrar que aquellos constituyentes no habían
entendido el modelo norteamericano. Producto típicamente argentino, realizado
entre apurones y esporádicas reflexiones, algunas de muy alto nivel que hoy se
leen aún con provecho, el texto de 1853 con las enmiendas de 1860 intenta
evitar la guerra civil latente en los desajustes estructurales del país, a
través de una organización estatal que articulase de otro modo el poder en la
castigada República. No alcanzará
efectividad sino veintisiete años después, a precio de centralización del poder
y de reducción del federalismo en la estatalidad concentrada. El vocablo
“Estado federal” es un oxímoron donde el sustantivo devora al adjetivo.
Las facultades
extraordinarias
Hemos mencionado
antes, de paso, las facultades extraordinarias. Para la profesora Tornavasio,
si bien reconoce que la delegación de tales facultades “no era nueva en el
ejercicio de los gobiernos posrevolucionarios”, en el caso de Rosas aparece la
“ambición de establecer un verdadero ‘estado de excepción’”. Lo cierto es que los gobiernos patrios
durante el siglo XIX transcurrieron, salvo brevísimos intermedios, revestidos
de poderes extraordinarios, por invocación de la salus publica suprema lex. La
dictadura romana fue una magistratura extraordinaria y temporal; las facultades
extraordinarias vernáculas, herederas del “poder omnímodo” de los virreyes,
fueron recurso ordinario y permanente. Puede agregarse que el uso virreinal de
tal expediente, en comparación con el gobierno propio, fue bastante mesurado.
La Primera –o Segunda- Junta Gubernativa Provisional del 25 de mayo, la de las
oleografías del Billiken, nació acorazada con la suma del poder público. Derogó
de entrada el Reglamento que le estableciera el Cabildo (nuestra primera
constitución, redactada por Julián de Leiva), que se reservaba, como congreso
que la había designado, la posibilidad de remover a la Junta y establecía, además,
que no podía fijar nuevas contribuciones sin su acuerdo ni arrogarse funciones
judiciales. Destituyó a los cabildantes y luego los desterró. Envió fuerzas
armadas a “persuadir” a las provincias de elegir diputados para un futuro
Congreso General y ordenó por sí y ante sí arcabucear a Santiago de Liniers y
los cabecillas de la resistencia en Córdoba.
No le fue en zaga
la Junta Grande, más tarde Junta Conservadora, con un poder dictatorial que
Vicente Fidel López comparó con “la Convención Francesa o como un Consejo
Veneciano”; ni el Primer Triunvirato (“medidas que crea necesarias para la
defensa y salvación de la patria”) (3), ni el Segundo Triunvirato ni el
Directorio, sin contar el año XX y sus
gobernadores, todos ellos provistos de “facultades omnímodas”, “sin restricción
alguna en defensa de la salud pública”,
“poderes ilimitados”, poderes “sin trabas ni embarazos”. Rosas no creó la
excepción, la situación excepcional trajo a Rosas y para tratarla se requería de
las facultades extraordinarias. Así en 1829 y así en 1835, ambos momentos de
guerra civil. Mientras en otros casos los poderes excepcionales fueron tomados
por sí y ante sí por sus beneficiarios o declarados por órganos de dudosa
competencia, la Legislatura de Buenos Aires era “Legislatura Extraordinaria y
Constituyente” por ley del 5 de agosto de 1821, dictada a indicación de
Rivadavia. La delegación de la suma del poder público en 1829 y en 1835 lo fue
por un órgano representativo que era, además, constituyente.
Juan Manuel de
Rosas, en el segundo caso, pidió una reconsideración de la ley en sala plena y
una ratificación popular de ella, “el libre pronunciamiento de la opinión
general”: el plebiscito. Y aquí vamos al paralelo que nuestra autora establece
entre el Milei que pide delegación de facultades legislativas y, en caso de no
obtenerlas, amenaza con la consulta popular y el Restaurador con la suma del
poder público y el plebiscito ratificatorio: el fantasma de la democracia
plebiscitaria. En el caso de Rosas, la pregunta binaria sobre sus poderes de
excepción servía “para disciplinar a las díscolas y entrenadas dirigencias
políticas que tanto despreciaba”. Podría plantearse la cuestión de otro modo:
que se quiso con una consulta popular dirimir el debate entre quienes sostenían
reforzar las facultades extraordinarias y quienes querían restringirlas. (4)
El plebiscito de
1835
Un primer tipo de
consideraciones acerca del plebiscito de 1835 resulta su novedad, en cuanto
ejercicio del sufragio universal masculino, respecto de las prácticas europeas
de la época, donde regía el sufragio censitario, esto es, reducido a quienes
tuviesen propiedad o determinado rédito. Estuvo abierto a todos los habitantes
de la ciudad, mayores de edad (20 años), nacionales o extranjeros domiciliados.
Sufragaron 9.720 personas sobre una población calculada en 70.000, esto es, un
elector cada seis habitantes (5). Y es de destacar que el sufragio universal en
las elecciones bonaerenses estaba contemplado por ley de agosto de 1821, aunque
la concurrencia, hasta el plebiscito de 1835, era normalmente escasa. En 1934,
un destacado jurista, José Sartorio, publicó un conciso y serio estudio sobre
el plebiscito de Rosas (6), donde destacó su validez a la luz del derecho
público: a) por su legalidad, pues fue sancionado por una legislatura
constituyente; b) el sufragio universal para nacionales y extranjeros; c) el
control de las mesas por jueces de paz y vecinos de crédito; d) la sencillez
categórica del voto, afirmativo o negativo, y su constancia escrita en un
registro especial; e) el examen final por la Sala de Representantes.
El plebiscito o el
referéndum (la distinción entre ambos es bizantina) son instrumentos de
democracia directa, que pueden servir a un cesarismo (Luis Napoleón en 1852), a
escisiones territoriales libres o forzadas, a derivas totalitarias o a
reacciones democráticas (referéndum revocatorio de mandato). La suerte del
plebiscito, que parece sellada de antemano en muchos casos, para los medios de
información y los sondeos previos, muchas veces arroja sorpresas (sobre la
constitución europea, sobre el Brexit, sobre la paz en Colombia, sobre la
re-reelección de Chávez, etc.). No puede reducírselo a artilugio “populista”
(“populistas” siempre son los otros).
La segunda
organización nacional
Nuestra autora trae
a colación el artículo 29 de la constitución, que fulmina como “infames
traidores a la Patria” a los miembros de cuerpos legislativos que concedan las
facultades extraordinarias o la suma del poder público. A todos nos preocupan los superpoderes, que menudean
en leyes y decretos a lo largo de nuestra historia, muchos de ellos en nuestro
actual período democrático. Pero el artículo 29, como decía en su tiempo don
Agustín de Vedia, que no era precisamente revisionista, es una cláusula “que no
resiste a la crítica” (7), pura reacción retroactiva contra el gobierno de
Rosas, incluso discutida en la Convención de Santa Fe. Lo que cabe lamentar es
que los poderes extraordinarios y el lleno de las facultades se hayan reiterado
desde 1853 sin que la cláusula haya tenido ninguna efectividad. Durante los gobiernos de Urquiza, Mitre y
Sarmiento corrió mucha sangre de provincianos y porteños, argentinos,
orientales, paraguayos y brasileros, en nombre de unas facultades extraordinarias
de vida y muerte y de degüello (prohibidas “ejecuciones a lanza y cuchillo”) no
votadas por nadie pero ordenadas desde el poder y delegadas en los Paunero,
Flores, Sandes, Arredondo e Irrazábal, entre otros muchos, ejecutores de
la “guerra de policía” ordenada desde Buenos Aires y recogida con
franqueza en las demasías de las cartas del “padre del aula”, entonces
gobernador de San Juan. La cabeza del Chacho Peñaloza clavada en una pica en
Olta, una entre tantas, resulta emblema de este tiempo.
Llamado
eufemísticamente de “organización nacional” y que, en la estadística de Nicasio
Oroño para el período 1862 a 1868 registra en las provincias ciento diecisiete
revoluciones, habiendo muerto en noventa y un combates cuatro mil setecientos
veintiocho ciudadanos. Julio Argentino Roca, en 1880, será quien consiga
establecer un Estado nacional, en la segunda organización nacional . Esta vez
se trata de concentración y centralización del poder en una coalición bajo el
rótulo de un partido hegemónico, el PAN (Partido Autonomista Nacional), con el
Congreso, los gobernadores provinciales, el Ejército y la Corte Suprema
alineados y en orden. Un esquema de poder que luego intentará ser replicado
varias veces, siempre al fin fracasadas, y que hoy puede considerarse inviable.
La asimilación con
Milei
En cuanto a la
asimilación las facultades extraordinarias de Rosas con los intentos de Milei
de conseguir delegación legislativa no parece sostenible, si tenemos en cuenta
que la delegación legislativa y el gobierno por DNU (antes decretos-ley) son
prácticas constantes. La delegación legislativa en el Ejecutivo sobre
cuestiones administrativas y poder de policía existe desde fines del siglo XIX,
convalidada por la Corte. El artículo 76 de la CN reformada en 1994 establece
la prohibición de la delegación legislativa “salvo en materia de administración
y emergencia pública”. Por ese ventanuco se coló todo, ya que “emergencia” y
“emergencia económica” son expresiones corrientes desde 1983. Así la Corte pudo
establecer, en el caso “Peralta”, la constitucionalidad del D. 36/90 (plan
Bonex) que incautó depósitos de ahorristas a cambio de bonos de deuda, ya que
el Congreso había delegado funciones en el Banco Central. Desde principios de
este siglo rigieron las leyes de emergencia económica y delegación de facultades,
prorrogadas año a año. Las impugnaciones a Milei, de puntillosidad
constitucionalista son por lo menos hipócritas.
En cuanto al
peligro plebiscitario, es inexistente, porque, a diferencia de otras
constituciones de la ecúmene hispanoamericana, la nuestra sólo contempla: a) el
derecho de iniciativa popular de leyes, vedado para reforma constitucional,
tratados internacionales, y materias tributaria, presupuestaria y fiscal, con
requisitos reglamentarios bastante dificultosos para obtener el número y distribución
de los peticionarios firmantes que exige la reglamentación. Aun de conseguirla,
la única obligación del Congreso es tratarla en los doce meses de obtenida, sin
sanción alguna por el incumplimiento; b) la consulta popular del art. 40, que
puede ser iniciativa vinculante del Congreso para un proyecto de ley, que, si
obtiene el voto popular con una concurrencia no menor del 35% del padrón, se
convierte en ley o iniciativa no vinculante del Congreso o el Ejecutivo, siendo
en tal caso el voto no obligatorio. El resultado de la consulta no obliga al
órgano convocante a una decisión acorde con el voto popular. Ninguno de estos
institutos ha tenido hasta ahora aplicación.
La paradoja
planteada por la doctora Tornavasio se torna en la conocida paradoja de las
consecuencias: las intenciones que llevaron a plantearla conducen a resultados
distintos de los esperados. Porque, efectivamente, y se hubieran horrorizado o
no los liberales decimonónicos, la experiencia de Juan Manuel de Rosas podría
ofrecer a un gobernante actual enseñanzas más valiosas que las del autor de las
“Bases”, aunque desparramadas en la obra del contradictorio tucumano también
haya atisbos pertinentes. De todos
modos, la línea de transporte histórico Rosas-Milei, como las otras ya
postuladas (Mayo-Caseros-Democracia, Alem-Yrigoyen-Alvear, San
Martín-Rosas-Perón, etc.) tendrá como destino la papelera de reciclaje de las
simplificaciones.
(Fuente: Norberto
Jorge Chiviló en enero 21, 2025)
Notas:
(1) “Sociología
del Conflicto”, Fundación Cerien, Buenos Aires, 1987.
(2) “Jefes
supremos se han llamado todos los caudillos, y el vicio está tan arraigado que
pasó al lenguaje constitucional”, anotaba José Manuel Estrada.
(3) Estatuto
Provisional del 23 de noviembre de 1811.
(4) Emilio
Ravignani, en su “Introducción” a “Documentos para la Historia Argentina”
describe ese debate.
(5) Según Julio
Irazusta, en Inglaterra, sobre 24 millones de habitantes, sólo había 800.000
electores, un elector cada treinta habitantes.
(6) “El Plebiscito
de Rosas, estudio histórico de derecho público”, medalla de oro de la
Institución Mitre, Bs. As., Amorrortu, 1934.
(7) “Constitución
Argentina”, Coni Hermanos, Bs. As. 1907, p. 129 y sgs.
(Fuente: Norberto
Jorge Chiviló en enero 21, 2025)
No hay comentarios:
Publicar un comentario