de la Independencia de 1816
Por Andrea Greco
Crítica
revisionista, 10-7-2023
Quiero dejar
sentadas aquí algunas ideas que no son nuevas, pero sí indispensables como
presupuestos básicos para entender el proceso de independencia.
La patria no nació
en 1810 ni en 1816
La Patria
Argentina nació, y por eso está hermanada con el resto de las naciones
americanas, en el seno del Imperio Español que nos dio un idioma, una cultura y
una fe común lo que sumado al sustrato cultural indígena hizo de América una
nación nueva y diferente tanto de España como de lo pre-hispánico.
Las razones de la
independencia no fueron ideológicas sino histórico-políticas
La historiografía
liberal ha insistido tanto en las causas ideológicas de Mayo (que la revolución
francesa, que el anti-españolismo, que el liberalismo y la democracia, que el
grito sagrado, que las rotas cadenas…) toda esa cháchara liberal con la que los
masones, liberales y anti-españoles, que los hubo, se quisieron robar la
revolución, tal como lo ha estudiado en detalle Enrique Díaz Araujo en Mayo
Revisado.
De ese falso
origen de Mayo se deduciría una independencia motivada por esas mismas razones
y por lo tanto opuesta a España, de contenido liberal y sentido democrático.
Esto es falso y antihistórico como lo demuestran los documentos.
Cornelio Saavedra,
presidente de la Junta nacida en 1810, dice en su Memoria autógrafa: “A la
ambición de Napoleón y a la de los ingleses de querer ser señores de esta
América, se debe atribuir, la Revolución de Mayo de 1810″.
¿Y qué pasó
después de ese primer momento de autonomía? Pasó lo que explica en carta del 4
de abril de 1818 al ministro francés Armando Manuel Du Plessis, el Director
Supremo Juan Martín de Pueyrredón, representante de San Luis en el Congreso de
la Independencia: “Antes de restituido el Sr. Don Fernando VII al Trono no
hicimos otra cosa, que substraernos a las autoridades tumultuarias de la
Península que usurparon su nombre y representación […] posteriormente este acto
de suma lealtad ha sido considerado como un crimen, y no nos ha quedado otro
refugio para escapar de una injusta venganza que el de no ponernos en las manos
de los que han jurado nuestro exterminio”.
También lo explica
así Tomás de Anchorena, congresal por Buenos Aires, en carta a Juan Manuel de
Rosas del 28 de mayo de 1846 (citada por Julio Irazusta, en Tomás M. de
Anchorena o la emancipación americana a la luz de la circunstancia histórica,
1949), al pedirle que no permita la impresión del sermón dado en el Te Deum del
25 de mayo por considerar que: “No es más que un amontonamiento de mentiras y
barbaridades contra el Gobierno español y los soberanos de España a quienes
protestamos solemnemente obediencia y sumisión con la más firme lealtad en mayo
del año diez […] el único modo de hablar con dignidad, decencia y honor del 25
de mayo de 1810, es hablar como habló Ud. en su última arenga y no fingir ni
suponer crueldades, despotismo y arbitrariedades que no hemos experimentado”.
En una carta
posterior, de 1847, decía también Anchorena: “El 25 de mayo de 1810, o por
mejor decir el 24, se estableció por nosotros el primer gobierno patrio a
nombre de Fernando VII (…) para preservarnos de que los españoles apurados por
Napoleón, negociasen con él su bienestar a costa nuestra, haciéndonos pavo de
la boda”.
El discurso de
Rosas al que se refiere Anchorena es el pronunciado ante el cuerpo diplomático
reunido en el fuerte del 25 de Mayo de 1836: “¡Qué grande, señores, y qué
plausible debe ser para todo argentino este día consagrado por la Nación para
festejar el primer acto de soberanía popular, que ejerció este gran pueblo en
mayo del célebre año mil ochocientos diez! No para sublevarnos contra las
autoridades legítimamente constituidas, sino para suplir la falta de las que, acéfala
la Nación, habían caducado de hecho y de derecho. (…) No para introducir la
anarquía, sino para preservarnos de ella, y no ser arrastrados al abismo de
males en que se hallaba sumida España (…). ¡Quien lo hubiera creído!… Un acto
tan heroico de generosidad y patriotismo (…) fue interpretado en nosotros
malignamente como una rebelión disfrazada, por los mismos que debieron haber
agotado su admiración y gratitud para corresponderlo dignamente. Y he aquí,
señores, otra circunstancia que realza sobre manera la gloria del pueblo
argentino, pues que ofendidos con tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos
de muerte por el gobierno español (…) tomamos el único partido que nos quedaba
para salvarnos: nos declaramos libres e independientes de los Reyes de España,
y de toda otra dominación extranjera”.
Estas son pues las
verdaderas causas de la independencia. El discurso de Rosas contiene una
notable hermenéutica de la revolución argentina: enlaza los destinos del país
independiente con las tradiciones del pasado hispánico. Al regresar Fernando
VII al trono se envió una misión a Europa. El fracaso de la Misión Belgrano –
Rivadavia – Sarratea ante los Reyes de España no dejó otra alternativa. Es un
tema largo intentar comprender las razones de ese fracaso, sólo mencionemos
aquí que los enviados procuraban la instalación de una monarquía parte del
Imperio. Al respecto escribe Anchorena: “Se dijo públicamente que habían ido a
tratar con los reyes padres, es decir Carlos IV y su esposa María Luisa, sobre
la coronación en estos países de uno de los príncipes de la familia bajo la
forma constitucional” (carta de Anchorena de 1847). Como ha explicado Díaz
Araujo, se convocó a teólogos que analizaron la cuestión y concluyeron en la
ruptura del Pacto de Vasallaje ante el desconocimiento de los súbditos por
parte del rey.
Así se explica el
hecho de la Independencia con la lealtad imperial y monárquica de nuestro
primer gobierno autónomo.
La búsqueda de una
Gran Nación Americana
El Acta de la
Independencia Argentina dice: “Nos los representantes de las Provincias Unidas
en Sud América”. No se habla de Provincias Unidas de Río de la Plata, ni de la
Argentina, ni otra denominación, sino Provincias Unidas en Sud América. Esta es
la idea de la Gran Nación Americana que compartían los tres “Libertadores” de
América: Agustín de Iturbide, Simón Bolívar y José de San Martín. Idea que
significaba valorar la herencia hispánica y construir la Nación Americana sobre
la hermandad entre españoles y americanos. Así lo declara Iturbide en el Plan
de Iguala en México el 24 de febrero de 1821: Trescientos años hace que la
América Septentrional está bajo la tutela de la nación más católica y piadosa,
heroica y magnánima. (…) Americanos, ¿quién de vosotros puede decir que no
desciende de español? Ved la cadena dulcísima que nos une. (…) Es llegado el
momento en que manifestéis la conformidad de sentimientos, y que nuestra unión
sea la mano poderosa que emancipe a la América sin necesidad de auxilios
extraños”.
Hispanoamérica fue
el escenario de uno de los más tempranos, exitosos y masivos procesos de
construcción de naciones que se conocen. En apenas 20 años, los que van de la
independencia de Paraguay, en 1811, a la disgregación de la Gran Colombia, en
1830, ven la luz un total de quince nuevos Estados, cuya tarea más urgente va a
ser la de construir las correspondientes naciones, objetivo al que van a
dedicar, con bastante éxito, lo mejor de sus esfuerzos. Sin embargo, la
literatura internacional sobre naciones y nacionalismo ha prestado una relativa
escasa atención al ámbito hispanoamericano.
En La construcción
de las naciones como problema historiográfico: el caso del mundo hispánico”,
Tomás Pérez Vejo escribió: “El mito de unas guerras de independencia —y no deja
de ser significativo que éste sea el nombre finalmente asumido por la
historiografía a pesar del componente de guerra civil o conflictos sociales que
tuvieron— en el que unas naciones preexistentes se liberaron del dominio de una
también preexistente nación española, sigue vigente”.
¿Qué fue entonces
la independencia de 1816? Un acto doloroso y legítimo, que nos condujo a la
guerra civil, primero entre fidelistas contra regentistas. Así lo explicaba en
1822 Manuel Belgrano: “Soy verdaderamente católico, apostólico, romano y también
fiel vasallo de Su Majestad el señor don Fernando VII (…) Aspiro a que se
conserve la monarquía española en nuestro patrio suelo si sucumbe la España,
como ya lo está casi toda al poder del tirano, del usurpador más infeliz,
Napoleón cuyo yugo han querido que suframos los malos Españoles-Europeos y
algunos Americanos engañados que prefieren su interés particular al bien
general del Estado, y a los imprescriptibles derechos de ntro. desgraciado Rey”
(Documentos para la historia de Manuel Belgrano, tomo III). Más tarde, la
guerra fue entre realistas y patriotas o españoles y americanos si bien
conviene no perder de vista lo que escribe José María Pemán: “Es una
denominación arbitraria y ligera esa de partido español y partido criollo (…)
concepción demasiado simplista y fácil de este hecho, nos lo pinta como una
rebeldía de los naturales frente a los españoles, cuando es lo cierto que fue
una simple escisión civil de opiniones ante una innovación política” (citado
por Antonio Caponnetto en Independencia y nacionalismo; 2016).
El trigo estuvo
mezclado con la cizaña…
Sin embargo,
reconocer las tres verdades anteriores no puede impedirnos ver cómo hubo
tensiones que procuraban llevar los procesos históricos hacia otro destino:
hacia el anti-hispanismo, hacia el liberalismo, hacia la anti-religión y el
anti-clericalismo, hacia la tolerancia masónica etc.
Esto es lo que
tempranamente denunciaba, en su periódico “El Desengañador gauchi-político”, el
fraile Francisco Antonio de Paula Castañeda, testigo de aquellos años: “Nos
hemos ido alejando de la verdadera virtud castellana que era nuestra virtud
nacional, y formaba nuestro verdadero, apreciable y celebrado carácter: nuestra
revolución fue sin duda la más sensata, la más honrada, la más noble, de
cuantas revoluciones ha habido en este mundo, pues no se redujo más que a
reformar nuestra administración corrompidísima, y a gobernarnos por nosotros
mismos en el caso que, o Fernando volviese al trono, o no quisiese acceder a
nuestras justas reclamaciones. La revolución así concebida no contenía en sus
elementos el menor odio contra los españoles, ni la menor aversión contra sus
costumbres, que eran las nuestras, ni contra su literatura que era la nuestra,
ni contra sus virtudes que eran las nuestras, ni mucho menos contra su religión
que era la nuestra. Pero los demagogos, (…) impregnándose en las máximas
revolucionarias de tantos libros jacobinos, empezaron a revestir un carácter
absolutamente antiespañol; ya vistiéndose de indios para no ser ni indios, ni
españoles: ya aprehendiendo el francés para ser parisienses de la noche a la
mañana; o el inglés para ser místeres recién desembarcaditos de Plimouth”.
El propio José de
San Martín, el hombre que más instaba por medio de sus cartas a los congresales
para que se atrevieran a declarar la independencia, no era sin embargo ciego a
las dificultades que aparecían en el horizonte. Estas dificultades son las que
confía al representante por Mendoza, Tomás Godoy Cruz, en carta del 24 de mayo
de 1816: el establecimiento de “un sistema de gobierno puramente popular (…)
[con] tendencia a destruir nuestra religión”; “el fermento horrendo de pasiones
existentes, choque de partidos indestructibles, y mezquinas rivalidades no
solamente provinciales sino de pueblo a pueblo”; “los medios violentos a que es
preciso recurrir para salvarnos (…) contrastando el egoísmo de los pudientes”.
Tales problemas son los que, doscientos años después, siguen aquejando a la
Argentina y a las naciones americanas.
En carta a Tomás
Guido en 1849, el Libertador decía: “Las consecuencias de la revolución deben
hacerse sentir necesariamente por muchos años y los dos grandes partidos de
orden y anarquía que se encuentran en presencia deben continuar la lucha hasta
que uno de los dos decida la cuestión de manera definitiva”.
Y como testigo de
los acontecimientos de 1848, escribió: “El inminente peligro que amenazaba a la
Francia (en lo más vital de sus intereses) por los desorganizadores partidos de
terroristas, comunistas y socialistas, todos reunidos al solo objeto de
despreciar, no sólo el orden y la civilización, sino también la propiedad,
religión y familia, han contribuido muy eficazmente a causar una reacción
formidable a favor del orden” (Carta a Ramón Castilla, 13 de abril de 1849).
La independencia
americana aún está por hacerse
Hay un texto por
demás lúcido que, salido de la pluma de don Tomás Manuel de Anchorena, contiene
tantas y tan jugosas apreciaciones que bastaría con estudiarlo a fondo para
entender muchos aspectos de la realidad histórica americana de hace doscientos
años. Es una carta escrita el 12 de abril de 1842 a su primo Juan Manuel de
Rosas: “La independencia política de los americanos se ha convertido en una
vergonzosa esclavitud a favor de todos los Estados de Europa y de la república
norteamericana (…) mientras nosotros hemos estado ocupados en la guerra (…) los
señores ingleses, norteamericanos, franceses y demás europeos, excepto los
españoles nuestros padres, se han apoderado exclusivamente de todo el comercio exterior
e interior del país, y de todos los ramos de industria, imponiéndonos la ley en
todo, y aprovechándose de nuestros conflictos y necesidades”.
Pero Anchorena nos
proporciona sus reflexiones acerca de la solución posible: “El único camino que
nos queda para aliviar nuestra desgraciada situación es trabajar con el sincero
esmero en restablecer la unión entre nosotros bajo unos mismos principios, un
mismo dogma político y un mismo sistema, que debe ser el de la federación (…)
En una palabra es preciso dictar buenas leyes, es decir justas y acomodadas a
las circunstancias del país y observarlas con escrupulosidad”.
Conclusiones para
el momento actual
No sería
extemporáneo procurar hoy poner en práctica estos sabios consejos.
Lamentablemente, los gobiernos americanos parecen estar empeñados en el camino
contrario. Los buenos patriotas no podemos caer en el engaño, antes bien, al
menos levantemos las banderas que indican que la forma de revertir la malograda
independencia ha de ser la vuelta a la unidad, a la Verdadera Fe, a la
Verdadera Iglesia, al respeto del derecho natural, a las buenas leyes y a su
obediencia.
Los patriotas de
1816 seguramente tenían buenos motivos para quedarse tranquilos y dejar que a
la Patria la hicieran otros. Sin embargo, optaron por el bien común, por el
camino más difícil que había que sostener poniendo el cuerpo a las balas.
No olvidemos a
quienes dieron su vida por la Patria, no olvidemos nuestro origen, no olvidemos
que siempre es posible ayudar a otros y contribuir al bien común. Si negamos la
verdad del pasado, seguiremos traicionando las obligaciones del presente, en
orden al futuro, porque como dice Francisco Luis Bernárdez en sus Poemas
elementales:
“La patria duerme
como un niño, con la cabeza en el regazo de la historia. / Su sueño es dulce y
reposado como el que sigue a la virtud y a la victoria. / La patria vive
dulcemente de las raíces enterradas en el tiempo. / Somos un ser indisoluble
con el pasado, como el alma con el cuerpo”
[Esta nota
reproduce parcialmente el contenido de una conferencia dictada el 8/07/2023 en
el Centro Revisionista Argentino]
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