La Prensa,
03.11.2025
POR JULIO C. BORDA
Tal vez la Reina
Isabel de Castilla haya sido una de las estadistas más admiradas de la Historia
Universal. En un solo año consiguió dos gigantescas hazañas que se llevaron
adelante gracias a su empeño, a su amor por España, a su obsesión por la
trascendencia, a su coraje por apoyar y alentar una gesta que cambió el destino
de toda la humanidad.
Porque 1492 fue el
año de la expulsión de los árabes de Granada -el último bastión que quedaba por
recuperar de manos de los musulmanes- y del más grande acontecimiento llevado a
cabo por el Hombre, después del nacimiento de Cristo: el Descubrimiento de
América.
Isabel fue la
monarca que nació en el momento justo; sin ella es dudoso que se hubiesen
producido aquellas empresas gigantescas pues a partir de esas dos admirables
gestas, el mundo se vio envuelto en una serie de cambios que fueron
imprescindibles para el desarrollo y el crecimiento del ser humano.
El destino de la
ilustre monarca estaba marcado, pues a pesar de las maniobras de su hermano
Enrique IV, para impedir que su hermana no fuera reina, ninguna de ellas
prosperó. El reino, sin duda, estaba reservado para ella. Es que España estaba
ávida por recibir en su seno a una estadista de la capacidad, idoneidad y la Fe
de Isabel.
La esperaba y la
deseaba; ella iba a realizar la transformación de una nación que se iba a
convertir en una gran potencia, en la luz que iba a iluminar el camino hacia lo
trascendente.
LA MUJER QUE VIO
MAS ALLA
Su fe
inquebrantable en Dios fue fundamental para que España se pusiera a la cabeza
de los grandes cambios. Isabel recibió el mensaje, lo pulió, la meditó y lo
cumplió al pie de la letra. Fue fiel a su misión; fue leal a su nación; fue la
madre de sus súbditos... una madre dedicada y desprendida. Fue la mujer que vio
más allá, la que se puso al servicio de su pueblo, de un pueblo que la veneraba
y que se sentía protegido por ella. Una mujer que estaba plenamente identificada
con los hombres y mujeres que habitaban en el territorio ibérico. Jamás
claudicó de sus deberes, jamás renegó de sus obligaciones. Fue tenaz, empeñosa,
valiente.
Isabel se aferrada
a su fe, a su amor por España y por sus hijos. Una mujer de una capacidad
admirable que aun en los momentos más difíciles, no se dejó intimidar por la
adversidad ni por los enemigos más implacables. Sorteó todos los obstáculos que
se le cruzaron a lo largo del escabroso camino. No dudó en entregarse en alma y
vida a una lucha tenaz y terrible, con tal de que su querida España saliera
airosa de la misión que Dios le había encomendado.
La huella que dejó
no se borrará nunca, pues su conducta intachable vivirá por siempre en el
corazón de los españoles de buena estirpe. Su luz no se apagará jamás, pues
seguirá iluminando el corazón y espíritu de los hombres y mujeres que caminan
todos los días por la buena senda, haciendo camino al andar según las palabras
del poeta. Su legado no morirá jamás; su mensaje permanecerá vivo a través de
los siglos para ejemplo de todos aquellos que quieren vivir en un mundo mejor y
menos conflictivo. Porque Isabel vive en el espíritu de todos y cada uno de
nosotros para hacer de este mundo hostil e implacable, un refugio de
comprensión, caridad, entrega y generosidad.
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