(FEBRERO DE 1873)
Por Ernesto Quesada*
He recordado, en la edición de jubileo, que había
presenciado una entrevista con Rosas a principios de 1873, y de la cual
conservaba el apunte juvenil.
Por haber desembarcado en Southampton, le fue sugerida
a mi padre la idea de hacer una visita a Rosas, quien vivía solitario en su
chacra de las afueras a un par de millas de la ciudad, se le insinuó que aquél
veía con agrado cuando un compatriota lo visitaba, y el cónsul -que era quien
había hecho la indicación- nos acompañó hasta la chacra, pues mi padre resolvió
llevarme consigo.
Debo hacer presente que, a los 20 años del final del
gobierno de Rosas, la figura de éste no podía tener sino un simple interés
histórico para mi padre, quien jamás fue partidario suyo, si bien no emigró,
pues en 1852 tenía apenas 21 años. Mucho después, en una discusión política en
el congreso nacional, mi padre, a la sazón diputado por Buenos Aires, tuvo
oportunidad –en la sesión de junio 10 de 1878 – de decir: Estamos hoy con la
cabeza blanca los que, siendo niños en la época de Rosas, nos reuníamos bajo la
hospitalidad de una casa inglesa, en los día del aniversario de la patria, para
mantener viva la fe en la esperanza de la caída del tirano…”. Quizá por ello no gustaba mucho recordar
aquella visita, pues alguna vez me dijo que se arrepentía de haber cedido a una
especie de curiosidad enfermiza, que se le antojaba casi una falta de respeto
para el hombre caído; convenía en que lo visitasen los que habían sido sus
amigos o aún sus mismos adversarios, siempre que respetaran su desgracia: pero
sostenía que los indiferentes no tenían derecho de ir a molestarlo, como se va
a un jardín zoológico a ver las fieras enjauladas! Sea de ello lo que fuere, el
hecho mismo de la visita no podía borrarse, pero ni padre ni hijo quisieron
después acordarse de él.
Para demostrar la consecuencia de mi padre en sus
opiniones adversas a Rosas y su época bastará recordar el terrible decreto de
abril 23 de 1877 como ministro de gobierno de Buenos Aires, prohibiendo toda
demostración a favor de la memoria de aquél, cuyo texto dice así: “Considerando; que Juan Manuel de Rosas está
declarado por la ley reo de lesa patria por la tiranía sangrienta que ejerció
sobre el pueblo durante todo el período de su dictadura, violando hasta las
leyes de la naturaleza, y por haber hecho traición en muchos casos a la
independencia de su patria, sacrificando a su ambición su libertad y sus
glorias; que por esos crímenes atroces fue declarado fuera de la ley común,
confiscados sus bienes y condenando a la pena ordinaria de muerte, en calidad
de aleve; que toda demostración pública a favor de Juan Manuel de rosas y su
memoria no puede menos que provocar justos actos de indignación contra tan
inaudito tirano y su sistema, que perturbarían el orden público; que hay
conveniencias de alta moral política en evitar que la fuerza pública, sostenida
para defender las libertades del hombre y de la sociedad, sea puesta al servicio
de esas provocaciones, lo que vendría a suceder si llegase la oportunidad de
reprimir conflictos por ellas producidos; y, considerando, por último, que es
deber de los gobiernos velar porque se mantengan incólumes y puros los
sentimientos de amor a la libertad y odios a los tiranos, El Poder Ejecutivo
acuerda y decreta:
Art. 1°. Queda prohibida toda demostración pública a favor
de la memoria del tirano Juan M. de Rosas, cualquiera que sea su forma;
Art.
2°. Prohíbense, en consecuencia, como demostración pública, los funerales a que
se ha invitado para el día martes en el templo de San Ignacio;
Art. 3°.
Comuníquese a quienes corresponde, y publíquese en el Registro Oficial. C.
Casares, Vicente G. Quesada, R. Varela”.
Y al día siguiente, abril 24, todavía dictó otro
decreto sobre honras fúnebres a la memoria de la víctimas de tiranía, siendo su
texto el siguiente: ”Considerando: que una respetable y numerosa reunión de
ciudadanos, de todas las opiniones, ha promovido una demostración pública en
honra de la víctimas de la bárbara tiranía de Juan Manuel de Rosas; que es
digno de pueblos viriles honrar la memoria de los que cayeron en la lucha
contra los tiranos y por la libertad; y que es deber de los gobiernos estimular
esas manifestaciones populares que retemplan el espíritu cívico con el recuerdo
y la veneración de los patriotas; el Poder Ejecutivo acuerda y decreta:
1°.
Asociarse a las honras fúnebres consagradas a los mártires de la libertad, que
se celebran en la iglesia metropolitana el día de mañana:
2° Ordenar que en
todos los establecimientos públicos de la provincia se mantengan a media asta
la bandera nacional; 3°. Ordenar que el batallón provincial se ponga a las
órdenes de la inspección general de armas, para formar en la columna que haga
los honores fúnebres;
4°. Autorizar a todos los empleados de la administración
para que puedan concurrir a esa solemne ceremonia;
5°. Comuníquese, publíquese e insértese en el
Registro Oficial.
C. Casares, Vicente G. Quesada, R. Varela”.
Año después todavía -en las Memorias de un viejo (B.A.
1888, 3 vols.) con el seudónimo de Víctor Gálvez- describía con lujo de
detalles, la vida durante la época de Rosas, especializándose en una escena en
la cual el bisabuelo de quién esto escribe, don Joaquín de la Iglesia, fue perseguido
por la Mazorca. Y, en sus “Memorias históricas”, obra inédita aún, se ocupa
largamente de aquella época, siempre con análogo espíritu…
Ahora bien; entre mi
padre y yo el vínculo ha sido no sólo de sangre sino de la más absoluta
comunidad espiritual; en su testamento dice aquel: “deposito en mi hijo mi más
plena confianza, habiéndonos siempre entendido en vida, teniendo comunidad de
gustos, ideas y aspiraciones, por lo cual le bendigo especialmente,
manifestando mi última voluntad, pues ha sido la gran satisfacción de toda mi
vida este ardiente cariño que he tenido y tengo por él, y que él ha tenido y
tiene por mí”.
De esta manera que, por tradición de familia y por comunicación
espiritual con aquél, el autor estaba inclinado a juzgar la época de Rosas con
el criterio diametralmente opuesto al del presente libro: sí, a pesar de todo
los pesares, su leal convicción histórica lo ha hecho sostener el criterio
expuesto, no necesita entonces insistir en que debe ser muy honda dicha
convicción para haberse podido sobreponer al atavismo de familia y a la
influencia paterna, casi todopoderosa…
Rosas residía todo el año en su chacra, que tenía un
puñado de cuadras y en la que cuidaba animales, viviendo del producto de la
modesta explotación granjera; su casa se componía de unos ranchos criollos
grandes, con su alero típico; y el aspecto de todo era el de una pequeña
estanzuela argentina. La única criada inglesa que le atendía nos introdujo en
una pieza, donde tenía estantes atiborrados de papeles y una mesa grande; allí
acostumbraba trabajar después de recorrer la chacra a caballo.
Era entonces
aquel octogenario un hombre todavía hermoso y de aspecto imponente: cultísimo
en sus maneras, el ambiente más que modesto de la casa en nada amenguaba su
aire de gran señor, heredero de sus mayores. La conversación fue animada e
interesantísima, y, como era de esperar,
concluyó por referirse a su largo gobierno.
No transcribiré todo el apunte que,
a indicación de mi padre, redacté al regresar al hotel en Southampton, pero sí
reproduciré una de las manifestaciones más singulares que hizo Rosas y que,
entonces y en razón de mi edad, no pude valorar como correspondía, pero que, a
medida que aumentan mis años y ahora que me encuentro en la zona ecuánime de la
vejez, con la larga y doble experiencia de la vida y del estudio, comienzo a
comprender en el profundo significado de aquella especie de confesión,
formulada en una época tan avanzada de la vida del famoso dictador, 4 años
antes de morir! He aquí el apunte que prefiero no modificar:
- Señor, le dijo de repente mi padre, celebro muy
especialmente esta visita y no desearía retirarme sin pedirle que satisfaga una
natural curiosidad respecto de algo que nunca pude explicarme con acierto. Mi
pregunta es ésta: desde que Vd. en su largo gobierno, dominó el país por
completo, ¿por qué no lo constituyó Vd. cuando eso le hubiera sido tan
fácil y, sea dentro o fuera del
territorio, habría podido entonces contemplar satisfecho su obra, con el aplauso
de amigos y adversarios…?
- Ah, replicó Rosas, poniéndose súbitamente grave y
dejando de sonreír: lo he explicado ya en mi carta a Quiroga… Esa fue mi
ambición, pero gasté mi vida y mi energía sin poderla realizar. Subí al
gobierno encontrándose el país anarquizado, dividido en cacicazgos hoscos y hostiles entre sí,
desmembrado ya en parte y en otra en vías de desmembrarse, sin política estable
en lo internacional, sin organización interna nacional, sin tesoro ni finanzas
organizadas, sin hábitos de gobierno, convertido en un verdadero caos, con la
subversión más completa en ideas y propósitos, odiándose furiosamente los
partidos políticos; un infierno en miniatura.
Me di cuenta de que si ello no se
lograba modificar de raíz, nuestros gran país se diluiría definitivamente en un
serie de republiquetas sin importancia y malográbamos así para siempre, el
porvenir; pues demasiado se había ya fraccionado el virreinato colonial! La
provincia de Buenos Aires tenía, con todo un sedimento serio de personal de
gobierno y de hábitos ordenados; me propuse reorganizar la administración,
consolidar la situación económica y, poco a poco, ver que las demás provincias
hicieran lo mismo.
Si el partido unitario me hubiera dejado respirar no dudo de
que, en poco tiempo, habría llegado al país hasta su completa normalización;
pero no fue ello posible, porque la conspiración era permanente y en los países
limítrofes los emigrados organizaban constantemente invasiones. Fue así como
todo mi gobierno se pasó en defenderse de esas conspiraciones, de esas
invasiones y de las intervenciones navales extranjeras; eso insumió los
recursos y me impidió reducir los caudillos del interior a un papel más normal
y tranquilo.
Además, los hábitos de anarquía, desarrollado en 20 años de
verdadero desquicio gubernamental, no podían modificarse en un día. Era preciso
primero gobernar con mano fuerte para garantizar la seguridad de la vida y del
trabajo, en la ciudad y en la campaña, estableciendo un régimen de orden y
tranquilidad que pudiera permitir la práctica real de la vida republicana.
Todas las constituciones que se habían dictado habían obedecido al partido
unitario, empeñado – en hacer la felicidad del país a palos; jamás se pudieron
poner en práctica.
Vivimos sin organización constitucional y el gobierno se
ejercía por revoluciones y decretos, o leyes dictadas por las legislaturas; mas
todo era, en el fondo, una apariencia, pero no una realidad; quizá una
verdadera mentira, pues las elecciones eran nominales, los diputados electos
eran designados de antemano, los gobernadores eran los que lograban mostrarse
más diestros que los otros e inspiraban mayor confianza a sus partidarios. Era,
en el fondo, una arbitrariedad completa.
Pronto comprendí, sin embargo, que
había emprendido una tarea superior a las fuerzas de un solo hombre; tomé la
resolución de dedicar mi vida entera a tal propósito y me convertí en el primer
servidor del país, dedicado día y noche a atender el despacho del gobierno,
teniendo que estudiar todo personalmente y que resolver todo tan sólo yo,
renunciando a las satisfacciones más elementales de la vida, como si fuera un
verdadero galeote. He vivido así cerca de 30 años, cargando sólo con la
responsabilidad de los actos de gobierno y sin descuidar el menor detalle:
vivos están todavía los empleados de mi secretaría, que se repartían por turnos las 24 horas del
día, listos al menor llamado mío, y yo, sin respetar hora ni día, apenas daba a
la comida y el sueño el tiempo indispensable, consagrando toda mi existencia al
ejercicio del gobierno.
Los que me han motejado de tirano y han supuesto que
gozaba únicamente de las sensualidades del poder, son unos malvados, pues he
vivido a la vista de todos, como en casa de vidrio, y renuncié a todo lo que no
fuera el trabajo constante del despacho sempiterno. La honradez más escrupulosa
en el manejo de los dineros públicos, la dedicación absoluta al servicio del
estado, la energía sin límites para resolver en el acto y asumir la plena
responsabilidad de las resoluciones, hizo que el pueblo tuviera confianza en
mí, por lo cual pude gobernar tan largo tiempo.
Con mi fortuna particular y la
de mi esposa, habría podido vivir privadamente con todos los halagos que el
dinero puede proporcionar y sin la menor preocupación, preferí renunciar a ello
y, deliberadamente, convertirme en el esclavo de mi deber, consagrado al
servicio absoluto y desinteresado del país. Si he cometido errores – y no hay
hombre que nos lo cometa – sólo yo soy responsable.
Pero el reproche de no
haber dado al país una constitución me pareció siempre fútil, porque no basta
dictar un “cuadernito”, cual decía Quiroga, para que se aplique y resuelva
todas las dificultades: es preciso antes preparar al pueblo para ello, creando
hábitos de orden y de gobierno, porque una constitución no debe ser el producto
de un iluso soñador sino el reflejo exacto de la situación de un país.
Siempre
repugné a la farsa de las leyes pomposas en el papel y que no podían llevarse a
la práctica. La base de un régimen constitucional es el ejercicio del sufragio,
y esto requiere no sólo un pueblo consciente y que sepa leer y escribir, sino
que tenga la seguridad de que el voto es un derecho y, a la vez, un deber, de
modo que cada elector conozca a quien debe elegir: en los mismos Estados Unidos
dejó todo ello mucho que desear hasta que yo abandoné el gobierno, como me lo
comunicaba mi ministro el general Alvear.
De lo contrario, las elecciones de
las legislaturas y de los gobiernos son farsas inicuas y de las que se sirven las camarillas de entretelones, con escarnio de los demás y
de sí mismos, fomentando la corrupción y la villanía, quebrando el carácter y
manoseando todo. No se puede poner la carreta delante de los bueyes: es preciso
antes amansar a éstos, habituarlos a la coyunda y la picana, para que puedan
arrastrar la carreta después. Era preciso, pues, antes que dictar una
constitución, arraigar en el pueblo hábitos de gobierno y de vida democrática,
lo cual era tarea larga y penosa: cuando me retiré, con motivo de Caseros
-porque había con anterioridad preparado todo para ausentarme, encajonando
papeles y poniéndome de acuerdo con el ministro inglés- el país se encontraba
quizá ya parcialmente preparado para un ensayo constitucional. Y Ud. sabe que,
a pesar de ello, todavía se pasó una buena docena de años en la lucha de
aspiraciones entre porteños y provincianos, con la segregación de Buenos Aires
respecto de la Confederación…
-Entonces, interrumpió mi padre; Ud. estaba fatigado
del ejercicio de tan largo gobierno…
-Ciertamente.
No hay hombre que resista a tarea semejante mucho tiempo. Es un honor ser el
primer servidor del país, pero es un sacrificio formidable, que no cosecha sino
ingratitudes en los contemporáneos y en los que inmediatamente les suceden.
Pero tengo la conciencia tranquila de que la posteridad hará justicia a mi esfuerzo,
porque sin ese continuado sacrificio mío, aún duraría el estado de anarquía,
como todavía se puede hoy observar en otras secciones de América.
Por lo demás,
siempre he creído que las formas de gobierno son un asunto relativo, pues
monarquía o república pueden ser igualmente excelentes o perniciosas, según el
estado del país respectivo; ese es exclusivamente el nudo de la cuestión:
preparar a un pueblo para que pueda tener determinada forma de gobierno; y,
para ello, lo que se requiere son hombres que sean verdaderos servidores de la
nación, estadistas de verdad y no meros
oficinistas ramplones, pues, bajo
cualquier constitución si hay tales hombres, el problema está resuelto,
mientras que si no los hay cualquier constitución es inútil o peligrosa.
Nunca
pude comprender ese fetichismo por el texto escrito de una constitución, que no
se quiere buscar en la vida práctica
sino en el gabinete de los doctrinarios: si tal constitución no responde
a la vida real de un pueblo, será siempre inútil lo que sancione cualquier
asamblea o decrete cualquier gobierno. El grito de constitución, prescindiendo
del estado del país, es una palabra hueca. Y a trueque de escandalizarlo a Ud.,
le diré que, para mí, el ideal de gobierno feliz sería el autócrata paternal,
inteligente, desinteresado e infatigable, enérgico y resuelto a hacer la
felicidad de su pueblo, sin favoritos ni favoritas. Por esto jamás tuve ni unos
ni otras: busqué realizar yo sólo el ideal del gobierno paternal, en la época
de transición que me tocó gobernar.
Pero quien tal responsabilidad asume no
tiene siquiera el derecho, sobre todo si
la salud física como en los
acontecimientos le quitan esa responsabilidad, el que era galeote como
gobernante respira y vive a sus anchas por vez primera… Es lo que me ha pasado
a mí, y me considero ahora feliz en esta chacra y viviendo con la modestia que
Ud. ve, ganando a duras penas el sustento con mi propio sudor, ya que mis
adversarios me han confiscado mi fortuna hecha antes de entrar en política y la
heredada de mi mujer, pretendiendo así reducirme a la miseria y queriendo quizá
que repitiera el ejemplo del Belisario romano, que pedía el óbolo a los
caminantes!
Son mentecatos los que suponen que el ejercicio del poder,
considerado así como yo lo practiqué, importa vulgares goces y sensualismos,
cuando en realidad no se compone sino de sacrificios y amarguras. He
despreciado siempre a los tiranuelos inferiores y a los caudillejos de barrio,
escondidos en la sombra: he admirado siempre a los dictadores autócratas que han
sido los primeros servidores de sus pueblos.
Ese es mi gran título: he querido
siempre servir al país, y si he acertado o errado, la posteridad lo dirá, pero ese fue mi propósito y mía, en
absoluto, la responsabilidad por los medios empleados para realizarlo. Otorgar
una constitución era asunto secundario: lo principal era preparar al país para
ello - ¡y esto es lo que creo haber hecho!
He guardado las
hojas de ese apunte, en sobre cerrado
y durante muchos años, porque tales manifestaciones me produjeron
entonces la impresión de ser una singular y cínica confesión de despotismo y,
en mi imaginación juvenil, tomaba aquella un tinte desvergonzado, odioso y
antipático. Pero confieso que reflexioné sobre ello no poco, cuando, estudiante
en la universidad de Berlín, oí al elocuente historiador Treitschke ponderar la
figura de Federico el Grande con rasgos parecidos a los empleados por el
dictador argentino, en cuanto hacía resaltar su condición de primer servidor de
su país y su condición absoluta al manejo del gobierno, a lo que todo
sacrificó.
Y eso que pensaba en aquella
época, ya remota hoy para mí, se repitió hace relativamente poco cuando, un
viaje para Washington como presidente de la delegación argentina al segundo
congreso científico panamericano, en Panamá, el ministro estadounidense, Mr.
Price, tuvo la deferencia de presentarme al general Goethals, gobernador de la
zona norteamericana del canal, y éste, después de mostrarme todas las obras, me
explicó cómo administraba la zona a raíz del sucesivo fracaso de todas las
formas de gobierno adoptadas por el presidente de EE.UU. o el Congreso: hizo
que le acompañara a las horas en que despachaba y me mostró cómo resolvía
personalmente todos los asuntos, escuchando en persona a todos, sin traba de
leyes, reglamentos, legislaturas o municipalidades, llegando a emplear casi las
mismas palabras de Rosas sobre el concepto de ser el primer servidor de sus
administrados y de sacrificar al bienestar de éstos todos los halagos de la
existencia…
Me hizo ello reflexionar bastante, porque el caso Goethals era el
de un ciudadano ilustrado y amante de las instituciones constitucionales de su
patria, si bien pensaba que la situación social de los 70.000 heterogéneos
habitantes de la zona del canal no permitía ensayar ahí las mismas prácticas
republicanas de gobierno que en Estados Unidos, siendo menester prepararlos
para ellos durante un cierto período, de transición: así como en el caso de
Federico de Prusia – porque el amigo de Voltaire fue quizá el príncipe más
liberal de su época – creyó éste que sus súbditos aún no estaban
suficientemente preparados para otro régimen que el del gobierno personalísimo
del rey; y así -justo es reconocerlo- pensó Rosas de los argentinos de su
tiempo.
Sin duda, hay diferencia grande en los procedimientos empleados por
Rosas y los de Federico o Goethals: en los medios, entonces, ha estado el error
del gobernante argentino, y esa es la gran responsabilidad que le incumbe y que
altivamente reivindicó siempre para sí. Pero ¿pudo acaso emplear medios
diferentes? ¿lo permitía quizá el estado del país? ¿no fue, por ventura,
obligado a ello por la acción ciega del partido unitario? He aquí los grandes
interrogantes que el historiador debe contestar.
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* Epílogo de
La época de Rosas, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1923.
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