Modelos de discurso

EL GENERAL DON JOSÉ DE SAN MARTÍN[1]
Nicolás Avellaneda

Conciudadanos:
Es hoy el aniversario de Maipo.
Han transcurrido cincuenta y nueve años desde el día excelso de la victoria, y tres Naciones independientes y diez millones de hombres libres pueden ponerse de pie impulsados por la gratitud, para repetir el grito con que el Dictador O’Higgins saludó al vencedor sobre el campo mismo de la batalla: “¡Gloria al Salvador de Chile!”
¿Quien era el vencedor?
Su nombre, se encontraba ya inscripto en el número de los Grandes Capitanes de la Historia. La hazaña de la epopeya americana estaba ejecutada; y un año antes, el pueblo argentino había levantado sobre su cabeza, en la plaza de Mayo y bajo la sombra de la nueva bandera enarbolada por Belgrano, un Escudo con este letrero que leyó entonces la América y que ha recogido hoy la Historia: “LA PATRIA EN CHACABUCO AL VENCEDOR DE LOS ANDES”.
Tres años después, el nombre del vencedor de Chacabuco y de Maipo volvía a asociarse a una de las escenas más solemnes en la historia de este Continente.
Detengámonos para contemplarla.
Lima -La Ciudad de los Reyes- la Metrópoli de las Colonias es ya libre. Están solemnemente representadas en su Plaza Mayor todas las instituciones coloniales. He ahí -el excelentísimo Ayuntamiento que ha custodiado durante tres siglos el Estandarte Real de la conquista, que trajo Pizarro y que fue bordado por las manos augustas de la madre de Carlos V -helo ahí abatido sobre la haz de la tierra -he ahí la Universidad de San Marcos precedida por sus cuatro colegios y los prelados y párrocos de sus setenta iglesias. Hay construído un tablado en el lugar mismo, donde la Santa Inquisición encendió su hoguera. Un hombre está de pie para hablar desde su altura y agitando el pendón de una nueva Nación, pronuncia estas palabras: “El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende.”
El nombre del General Don José de San Martín subió en clamoreos hasta el cielo; y el hecho del día fue perpetrado por las inscripciones de una medalla vaciada en bronce imperecedero: “Lima juró su independencia en 28 de julio de 1821, bajo la protección del ejército libertador comandado por San Martín.”
Es ésta la obra del guerrero. Su espada sólo brilló para emancipar pueblos; y representa la acción exterior de la Revolución de Mayo, saliendo de sus límites naturales, abarcando la mitad de la América con sus vastas concepciones y contribuyendo con sus generales y sus soldados a sellar la independencia de muchos pueblos.
Las victorias de San Martín son los lampos de luz que circundan el nombre argentino; y mostrando sus trofeos que fueron pueblos redimidos, nos cubrimos con sus esplendores para llamarnos -Libertadores de Naciones.
La obra del Guerrero se perpetúa y se magnifica, representada por pueblos nuevos que prosperan cada día len la civilización y en la libertad. Su nombre pertenece a la historia que lo menciona entre los Grandes Capitanes del mundo, y es honor de la América y gloria de un pueblo. He ahí su obra encarnada en millones de hombres. He ahí su nombre encumbrado sobre uno de los más altos pedestales del siglo y resguardado contra el olvido por el juicio humano. ¿Dónde está su tumba, para que vayamos en piadosa romería a rendirle honores fúnebres en el aniversario de sus batallas?
¡¡Su tumba!! El movimiento natural del corazón enternecido y agitado por grandes y poéticos recuerdos, iría a buscarla en el fondo de ésta su América, apartando las yedras gigantescas que aprisionan las piedras de los templos derruídos, en aquel misterioso pueblo de Yapeyú. Capital de las Misiones, entre las selvas impenetrables y los monumentos legendarios de la dominación jesuítica, que fueron la primera visión de su infancia!
¡¡Su tumba!! La gratitud y el orgullo querrían encontrarla en la Plaza del Retiro, de donde salieron sus famosos granaderos que vencieron en San Lorenzo y once años después en Junín, para que su gran Sombra continuara pasando la revista de nuestros soldados, a la vuelta y en la partida. Busquemos más. -Donde se durmió el sueño de la victoria, se puede dormir en paz y en gloria el eterno sueño de la muerte-. ¿Por qué no hallaríamos la tumba del General San Martín del otro lado de los Andes, al pie de la cuesta de Chacabuco, entre las ásperas sinuosidades de la roca dura, donde reclinó su frente tras de la batalla, sin orgullo y meditabundo, austero y doblemente vencedor?
Mas no. La América independiente no muestra entre sus monumentos el sepulcro del primero de sus soldados. La República Argentina no guarda los despojos humanos del más glorioso de sus hijos.
La reparación es inevitable. Hay justicia póstuma en los pueblos, conciencia en la historia y luz sin sobras para las nuevas generaciones.
En nombre de nuestra gloria como Nación, invocando la gratitud que la posteridad debe a sus benefactores, invito la mis conciudadanos desde el Plata hasta Bolivia y hasta los Andes, a reunirse en asociaciones patrióticas, recoger fondos y promover la traslación de los restos mortales de D. José de San Martín, para encerrarlos dentro de un monumento nacional bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.
Miremos más de cerca la figura inmortal de nuestro Gran Capitán. Es además el primer patriota de la América. Somos y seremos los ciudadanos de una República pacífica y al consagrar nuestro entusiasmo, no debemos desprendernos del sentimiento de nuestros destinos. Los laureles del guerrero no llenan el cuadro histórico.
Un año ha pasado después de jurada la independencia de Lima. Un Congreso soberano se ha reunido en su recinto; y el Libertador de Chile y Protector del Perú se apresta a desprenderse en su presencia de las insignias del mando, abandonando para siempre la vida pública. -Oigámosle-. Va a pronunciar palabras sencillas y grandes, las más grandes que se hayan oído bajo el cielo de la América, porque expresan una abnegación sin ejemplo, mezclándose al mismo tiempo en su austera simplicidad a acontecimientos inmensos.
“Presencié la declaración de la independencia de los Estados de Chile y del Perú. Existe en mi poder el Estandarte que trajo Pizarro para esclavizar el Imperio de los Incas, y he dejado de ser un hombre público. He ahí recompensados con usura diez años de revolución y de guerras.
Mis promesas para con los pueblos están cumplidas -hacer su independencia- y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos.
La presencia de un militar afortunado, por mayor desprendimiento que tenga, es temible para los estados que se constituyen de nuevo”.
Estas palabras fueron las últimas y tras de ellas se cierra la carrera pública de Don José de San Martín. Eran el desenlace de un drama. Los dos más famosos guerreros de la revolución, partiendo el uno desde el Plata y el otro desde el Orinoco, habían venido inevitablemente a encontrarse sobre el último campo de batalla que les quedaba en América. “Seños, -dijo el General argentino-, Seré vuestro segundo y peleraré bajo vuestras órdenes.” El libertador Simón Bolívar guardó silencio, y la escena histórica quedó concluída por la inmolación voluntaria del patriotismo.
Las célebres Conferencias de Guayaquil han sido por mucho tiempo el problema de la historia. “Serán un día revelados sus misterios”, hemos oído todos decir, desde que hubimos sentido esas ingenuas curiosidades suscitadas por la fascinación del renombre; y cuando alguno de los testigos presenciales se ha levantado para hablar en son de confidencia, la América entera ha quedado atenta escuchándolo.
Pues bien, las revelaciones están hechas -han habido testigos y actores y podemos nosotros levantarnos a nuestra vez para decir-. Nunca hubieron tales misterios en la Conferencia de Guayaquil. No hay invisible, sino lo que fue visible del primer momento y lo que los ojos no quisieron creer, a pesar de verlo, porque era grande y portentoso.
Sí, un hombre en la plenitud de su vida y bajo todo el poder de las pasiones, abdicó el mando supremo, y renunciando al Ejército que había formado, a nuesvas lides y a mayores glorias, a la vida misma de los campamentos fuera de los que no hay aire vital para el que nació soldado, y apretándose el corazón, fue a refugiarse durante treinta años en el silencio como en una tumba, para que otro General más afortunado completara sin celos ni rivalidades la obra de la independencia americana.
La envidia gritó -los misterios de Guayaquil-. La calumnia irguiéndose fue a buscar al héroe en las soledades del destierro. San Martín se concentra silencioso en el sentimiento de su gloria. ¿Qué valdría la palabral, si no valió la inmolación? Los años pasan estériles. Pongámonos de pie. El drama humano ya concluye. El General San Martín va por fin a hablar, no en presencia de los hombres, sino ante Dios.
¡Es él!, y se nombra. Escuchemos la enumeración de sus títulos que ningún argentino de las presentes y futuras generaciones volverá a reunir: “Yo José de San Martín, Generalísimo de la República del Perú y fundador de su libertad, Capitán General de la de Chile y Brigadier General de la República Argentina...prohibo que se me haga ningún género de funerales.”
¿Para qué, en verdad? Hace treinta años que sobreviviéndose a si mismo, lleva sus funerales como una urna cineraria, dentro de su propio corazón. Pero no todo está muerto en él. La fibra humana conserva aun sus vibraciones para los cariños supremos. Ama a su hija y la menciona con palabras de indecible ternura. Ama a su patria...y le lega su corazón. “Desearía que mi corazón fuese depositado en el cementerio de Buenos Aires.”
Invito nuevamente a mis conciudadanos para recoger con espíritu piadoso y fraternal este santo legado. Las cenizas del primero de los argentinosl según el juicio universal, no deben permanecer por más tiempo fuera de la Patria. Los pueblos que olvidan sus tradiciones, pierden la conciencia de sus destinos, y las que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son las que mejor preparan el porvenir.

Buenos Aires, Abril 5 de 1877.
[1] Discurso pronunciado por el Presidente de la República, Dr. Don Nicolás Avellaneda, invitando a sus conciudadanos a recolectar fondos para la repatriación de sus restos.
RETRATO DEL GENERAL SAN MARTÍN
Vicente Fidel López

Bajo la apariencia formal y rígida de un soldado sin gustos ni hábitos civiles, San Martín ocultaba un espíritu culto y una sagacidad comparable sólo con su paciencia y con su constancia para esperar las ocasiones de producirse en la alta esfera que venía buscando. De la política interna y de las facciones nada le interesaba. Lo que él ambicionaba era la gloria de contribuir al triunfo definitivo de la independencia, seguro de que sus calidades le habían de señalar el primer puesto en la historia de Sud América. Ajeno a toda otra ambición, su mira por el momento era hacerse aceptar del partido que imperase en el gobierno para que se le pusiese a la cabeza de alguna fuerza o ejército en que él pudiera mostrarse. Era pues un militar sin ambición política: un verdadero libertador ajeno a toda intención de apropiarse el poder de los países que quería libertar...
San Martín respondía a un tipo enteramente diverso. Sin hacer nada por brillar imponía respeto, no sólo porque se dejaba ver en él la posesión tranquila de sus grandes calidades militares, sino por la austeridad de la vida y de las costumbres intachables que le daban el sello de un soldado serio y correcto.
Hijo de un oficial científico muy distinguido, pero pobre, se había endurecido desde temprano en el combate de las pruebas difíciles y arduas. Por temperamento y por hábito había dedicado todas sus facultades a la ímproba labor de hacerse meritorio por la regularidad de su servicio y por la firmeza reflexiva de su valor personal. Aunque poco obsequioso de suyo, disimulaba admirablemente la reserva y la sagacidad vivacísima de su carácter, empleando con naturalidad un tono franco pero sobrio, recio y descuidado al parecer, pero sin que se le deslizara jamás una imprudencia, una palabra o un concepto agraviante. Con sus oficiales era incisivo y categórico en todo cuanto tocaba al servicio; pero en los momentos de intimidad y de trato familiar les permitía y él se permitía con ellos, todas las franquezas de un buen camarada de cuartel. De este artificio se valía para estudiarlos a fondo y para hacerlos comprender instintivamente la idea de su persona que quería imponerles, sin descubrirse ni entregarse.
Después, había en el fondo de esta robusta corteza un alma leal y sensible, fácil para ligarse con una amistad verdadera y leal cuando encontraba personas dignas de su confianza. Con sus enemigos fue siempre generoso: a sus detractores no les opuso más armas que el silencio. Y la ternura que cobijaba este corazón guerrero, tan endurecido en la vida de los combates, quedó hondamente marcada en el hogar de la hija única que en su viudez fue la dueña de su cariño: en el amoroso respeto que prodigó toda su vida a su venerable suegro.
Llano y sencillamente fuerte en todo, desde el severo traje que usaba hasta la forma exterior de sus ideas, San Martín era un hombre sin más accidente teatral que el aire de un soldado hecho, ingénito, que formaba diremos así su propia persona sin que entrara para nada el propósito deliberado de manifestarlo. La talla poco más arriba de la mediano, la musculatura vigorosa pero sin volumen, correspondían más al hombre endurecido en los campamentos que al hombre culto de la alta sociedad, o -si se quiere- de la parte ligera de la alta sociedad. Los antiguos lo hubieran hecho hijo de Vulcano y de alguna trasteverina tostada de Monte-Janículo. Los rasgos de su fisonomía eran muy regulares: atrayentes y simpáticos también, porque recelaban la pureza moral de su índole, a pesar del gesto duro, o más bien dicho enérgico, con que la naturaleza lo había preparado a las terribles escenas de la guerra que debían hacer su nombre tan ilustre en la historia de la América del Sur. En su tez morena se abrillantaba la penetrante sagacidad de la mirada: y el pecho saliente, la cabeza erguida completaban aquel tipo tan hermoso del soldado español que se conserva hoy en el soldado inglés: marcial, imponente y suelto al mismo tiempo.
(Historia de la República Argentina, Buenos Aires, 1885, t. IV.)

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