ÁVAREZ CONDARCO

 

La increíble misión del ingeniero que memorizó dos caminos para que San Martín cruzara los Andes

 

Adrián Pignatelli

 

Infobae, 17 Dic, 2023

 

El teniente de artillería José Antonio Álvarez Condarco estaba a cargo de la fábrica de pólvora que se había instalado en los terrenos que la cordobesa Tiburcia Haedo -la mamá del futuro general José María Paz- tenía entre la quinta de Allende y el pueblo de La Toma. Tuvo la idea de construir un molino que salió de su cabeza, y así se dejó de hacer la pólvora a mano. De dos quintales diarios, se la llevó a cerca de 400 libras, y resultó ser de mejor calidad que la que se compraba a otros países.

 

El tucumano Condarco, nacido en 1780, que había estudiado ingeniería y se las arreglaba con la física y con la química, usó la fuerza motriz del agua que suplía la falta de mano de obra para la refinación del salitre.

 

Habría sido el autor de la orden de que nadie con espuelas podía ingresar al depósito de pólvora, a riesgo que el roce del metal provocase una chispa que hiciese volar todo por los aires. Y que por esa orden un centinela le había prohibido la entrada al propio San Martín, quien acató la disposición y además felicitó, en plena formación, al centinela en cuestión.

 

Lo que José de San Martín conocía de este ingeniero era su prodigiosa memoria. Lo desvelaba reconocer al dedillo los distintos pasos para cruzar esa tremenda mole que es la cordillera de los Andes. El mismo hizo varias incursiones y mandó a diversos oficiales con el mismo propósito. Sin embargo, sabía que alguien haría el trabajo a la perfección.

 

Debía encargar a alguien una misión por demás delicada.

 

San Martín contaba con espías del otro lado de la cordillera, como era el caso de Juan Pablo Ramírez, que le informaba todo lo que pasaba en Concepción y en Talcahuano. También estaba Diego Guzmán, Ramón Picarte y Manuel Fuentes en la capital chilena, y Manuel Rodríguez en la región del Aconcagua. Además, San Martín envió distintos desertores, entre ellos dos sargentos de su más entera confianza, que proporcionaban datos falsos a los españoles.

 

De la misma forma, el jefe del ejército libertador debía cuidarse de los espías que rondaban por Cuyo. Pero tenía un sistema aceitadísimo. Si lo supo fray Bernardo López, agente secreto del gobernador español de Chile, el mariscal Casimiro Marcó del Pont. El religioso fue apresado ni bien llegó a Mendoza. Cuando San Martín ordenó fusilarlo en 24 horas, el fraile reveló todo y entregó las cartas que llevaba escondidas en el forro de su sombrero, que debía entregar a diversos vecinos españoles.

 

A Pedro Vargas le ordenó simular que se había pasado a los españoles, lo hizo encarcelar a propósito, y así ganarse la confianza de los españoles locales. Dicen que tan bien interpretó su papel que hasta su propia esposa estuvo por romper el matrimonio con su marido traidor.

 

A Álvarez Condarco le encargó que atravesase la cordillera, memorizase todos los detalles, llegase a Chile y regresase a Mendoza, donde debía volcar en papel lo que había visto.

 

Iría bajo el paraguas de una misión parlamentaria. La orden era que fuera a Santiago de Chile y entregase a Marcó del Pont un mensaje, en el que San Martín lo invitaba a reconocer la declaración de independencia.

 

Debía ir por el camino de Los Patos, que era el más largo. San Martín sabía que el jefe español, si es que no lo mandaba a fusilar, lo haría regresar por el paso más corto, que era el de Uspallata. De esta forma, podría reconstruir dos caminos.

 

“Quiero que me levante en su cabeza un plano de los pasos de Los Patos y de Uspallata, sin hacer ningún apunte, pero sin olvidarse ni de una piedra”, le ordenó San Martín.

 

Era un hombre con experiencia. En 1813 manejó el arsenal del batallón de Auxiliares Cordobeses que estaba al mando del coronel Juan Gregorio de Las Heras. Cuando San Martín lo conoció, no lo dejó ir: lo nombró su ayudante de campo, también fue su secretario privado y como era un ingeniero con amplios conocimientos, fue el director de los talleres militares y el subdirector de la fábrica de pólvora.

 

Vestido de paisano, y sin portar ninguna documentación que lo pudiera comprometer, se puso en marcha. Cuando llegó al primer puesto español, al oeste de Los Patos, el oficial a cargo lo hizo seguir. Pero como estaba anocheciendo y no podría registrar las características del camino, se hizo el enfermo, y así lo recorrió a plena luz del día.

 

Todo salió según lo previsto. Llevado en presencia de Marcó del Pont, el español se ofuscó de tal manera, que ordenó que al día siguiente el verdugo quemase en la plaza la declaración de la independencia que le había entregado Condarco.

 

Mientras tanto, el mensajero fue alojado en la casa del coronel Antonio Morgado, jefe del Regimiento de Dragones de Concepción. Marcó del Pont lo tenía entre ceja y ceja, olía algo sospechoso y sus oficiales debieron convencerlo para que el tucumano no terminase en el paredón de fusilamiento. Antes de dejarlo ir, el mariscal le advirtió que cualquier otro parlamentario que enviase San Martín “no merecerá la inviolabilidad y atención con que dejo regresar al de esta misión”. Y sentenció: “Yo firmo con mano blanca y no como lo de su general que es negra”, aludiendo a su traición al rey de España.

 

Al otro día fue despachado. Por el camino más corto.

 

En 1817 participó en la batalla de Chacabuco: fue el que llevó a orden de San Martín a Soler que apurase su ataque por el flanco para que O’Higgins no recibiese todo el fuego. Cuando Marcó del Pont fue apresado luego de Chacabuco, al intentar escapar en barco, lo llevaron a la presencia de San Martín. Cuando el jefe español intentó entregar su espada, aquel le respondió: “Venga esa mano blanca, mi general”.

 

Condarco también estuvo en Maipú y en 1818 lo mandaron a Gran Bretaña para negociar la compra de buques para la campaña libertadora del Perú. Contrató para jefe de esa flota al controvertido almirante Thomas Cochrane.

 

Ya retirado, Chile lo contrató para encargarse del departamento de Ingenieros y Caminos, y se las arreglaba dando clases de matemática. Cuando quiso regresar al país, no pudo hacerlo porque era antirrosista. Vivió en el país vecino donde murió el 17 de diciembre de 1855.

 

Pobre Condarco. No tenía un peso en el bolsillo y para el sepelio sus amigos debieron levantar una suscripción pública para que el que había memorizado los pasos cordilleranos y que tanto había hecho en la campaña libertadora, tuviera una sepultura como la gente.

REHABILITACIÓN DE ROCA

 


 injustamente vilipendiado en los últimos años

 

Al hablar desde las escalinatas del Congreso, el flamante presidente de los argentinos hizo justicia con el prócer cuyo nombre está ligado a conceptos tan fundacionales como el territorio, el Estado, el ejército nacional, la capital federal o la educación pública

 

Claudia Peiró

 

Infobae, 11 Dic, 2023

 

Es natural que Javier Milei se referencie en Julio Argentino Roca, el prócer cuya figura es blanco de constantes ataques en nombre de un indigenismo intensificado en los últimos años a partir de una caprichosa interpretación de la historia.

 

Varias calles de ciudades del sur del país han visto su nombre cambiado (de Roca a Néstor Kirchner) y la estatua ecuestre del dos veces presidente de los argentinos ubicada en el centro cívico de Bariloche es constantemente vandalizada.

 

Para la memoria de Julio Argentino Roca llegó la hora de la reivindicación.

 

En un discurso inaugural muy marcado por referencias a la gravedad de la crisis económica, al peso de la herencia recibida y a las medidas de shock necesarias para no caer en un colapso mayor, Javier Milei insistió en que “no hay alternativa” a la austeridad presupuestaria.

 

Y, en respaldo a ese diagnóstico, citó una frase del general que aseguró la soberanía argentina sobre la Patagonia: “Será duro. Pero como dijo Julio Argentino Roca, ‘nada grande, nada estable y duradero se conquista en el mundo, cuando se trata de la libertad de los hombres y del engrandecimiento de los pueblos, si no es a costa de supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios’”.

 

La frase fue pronunciada por Julio Argentino Roca, el 12 de octubre de 1880, en el discurso inaugural de su primer mandato presidencial, ante el Congreso Nacional. Asumía en un año crítico, marcado por nuevos enfrentamientos entre porteños y nacionales, en la eterna disputa por los recursos del puerto y la “propiedad” de la ciudad de Buenos Aires, en la que los presidentes eran tratados como huéspedes... A todo eso le puso fin el gobierno de orden y progreso de Roca.

 

Territorio, Estado, ejército nacional, capital federal, educación pública, laicidad: son algunos de los títulos de la extensa obra de Roca que sus detractores obvian cuando lo toman como blanco de su furia iconoclasta.

 

Sin embargo, en los últimos años, fuimos testigos de constantes iniciativas antirroquistas por parte de políticos que hacen gala de falta de patriotismo y de ignorancia histórica. Todo vale a la hora de la demagogia.

 

El último atentado contra la figura y trayectoria de Julio Argentino Roca es el proyecto de relocalización del monumento ecuestre que lo recuerda en el centro cívico de Bariloche, con el argumento de que “los pueblos originarios se sienten afectados por la presencia de Roca”...

 

No es la primera vez que Milei reivindica al dos veces presidente de la Nación. Y cabe esperar que no sea la última, y que asistamos, a partir de ahora, al fin de la iconoclasia antirroquista, difícil de entender por parte de quienes se dicen nacionalistas.

 

Actitud aun más inexplicable si se considera la trayectoria extensa, multifacética y prolífica de este general y estadista que le dejó al país un legado esencial que hoy se pretende desconocer.

 

En el momento en que Julio Argentino Roca, destacado militar de profesión, inició su actuación civil -en enero de 1878, cuando el presidente Nicolás Avellaneda lo nombró Ministro de Guerra y Marina– en la Argentina había dos grandes problemas irresueltos, dos obstáculos a la consolidación nacional y al desarrollo del país: la frontera móvil e insegura y el llamado “problema de la Capital”.

 

Menos de tres años después, el 12 de octubre de 1880, el general Roca asumía por primera vez la presidencia en un país cuyo Estado nacional había extendido su control a un territorio que representa un tercio del total de la actual superficie continental argentina; la Capital había sido federalizada y pertenecía a todos los argentinos y la corriente porteña que deseaba prevalecer sobre el resto del país y usufructuar rentas que debían ser de todos había sido doblegada.

 

Fue la resolución del primer problema, la Campaña del Desierto, la que le dio a Roca la proyección nacional, la autoridad y las herramientas necesarias para resolver el segundo.

 

En abril de 1878, a sólo tres meses de haber sido nombrado ministro de Guerra por Avellaneda, Roca inicia la campaña del desierto con 6000 soldados, abandonando la táctica militar estática de Alsina. En poco tiempo está concluida.

 

“La solución de este problema que parecía insoluble y a cuya prolongación indefinida se hallaban resignados la mayor parte de los hombres públicos de entonces, significó para el joven general que la había concebido y ejecutado un título de gloria que lo equiparaba a las primeras figuras de la República”, escribe Ernesto Palacio en Historia de la Argentina 1515-1938 (Ediciones Alpe, 1954).

 

En 1872 había tenido lugar una gran invasión del cacique Calfucurá, que se consideraba chileno, y luego una ofensiva de uno de sus hijos, Namuncurá. El botín de esas incursiones y malones era contrabandeado a través de la frontera, donde estaba siempre latente el conflicto territorial con el país vecino.

 

La campaña al desierto no tuvo por resultado únicamente el poner fin a la inseguridad: fueron liberados centenares de cautivos y desmovilizado el grueso de los efectivos necesarios para el cuidado de la frontera -lo que además puso fin al infortunio del gaucho en los fortines que tan bien describe José Hernández en el Martín Fierro- y fueron incorporadas veinte mil leguas cuadradas de tierras gracias a la consolidación de las fronteras patagónicas.

 

Oriundo de Tucumán, hijo de un coronel que había combatido en la Independencia, educado en el Colegio de Concepción del Uruguay, creado por Urquiza, el joven Roca luchó junto a él en Cepeda y Pavón.

 

Participó luego en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay; guerra en la que murieron su padre y dos de sus hermanos, y de la que él regresó con rango de coronel. Luego, como miembro del ejército nacional, combatió contra los últimos caudillos.

 

Durante la Revolución de 1874 venció al general rebelde José Miguel Arredondo, que respondía a Mitre.

 

“Un hilo conductor no desdeñable se ve con claridad: Roca aparece siempre del lado del poder nacional”, dicen Carlos Floria y César García Belsunce en Historia de los argentinos (Larousse, 1995), como anticipando lo que sería su destino.

 

El ejército en el cual se ha formado se perfila cada vez más como un instrumento de nacionalización, como la herramienta de la lucha del interior por limitar la supremacía de la capital y nacionalizar los recursos del puerto. Y Roca será el referente de esas aspiraciones.

 

A su alrededor se irán nucleando intelectuales y políticos de diferentes orígenes: los hombres del Paraná, es decir, los que se habían alineado con la Confederación Argentina cuando Buenos Aires se separó del resto del país, y la que será llamada Generación del 80.

 

Carlos Pellegrini, Dardo Rocha, José Hernández, el autor del Martín Fierro, y su hermano Rafael, Carlos Guido y Spano, Lucio Mansilla, etcétera. Todos ellos fueron “roquistas”. Incluso un joven Hipólito Yrigoyen se alineó con Roca en aquel último episodio de la resistencia porteña.

 

Hasta la llegada de Roca al poder, en 1880, los presidentes argentinos eran tratados por los porteños como huéspedes en Buenos Aires; eran intrusos. A Sarmiento le pusieron palos en la rueda; a Avellaneda no cesaban de humillarlo. Hacia el fin del mandato de este último, Bartolomé Mitre se preparaba para controlar la sucesión, elegir el candidato y preservar así los privilegios de Buenos Aires, para lo cual ya había separado a la provincia del resto del país luego de promulgada la Constitución.

 

Pero surge entonces el tremendo obstáculo de la proyección nacional adquirida por el joven general Roca y la voluntad de muchas provincias de respaldar su candidatura.

 

Junto con la candidatura de Roca viene el proyecto de federalización de Buenos Aires, teorizado por Juan Bautista Alberdi -otro referente evocado siempre por Javier Milei-, promovido por Avellaneda y Roca, y deseado por muchas provincias.

 

Contra la imagen que se nos transmite, el año 1880 no fue una sucesión tranquila entre miembros de una elite homogénea y unida en torno a los mismos intereses. La realidad es que hubo un enfrentamiento de sectores que encarnaban intereses distintos; unos eran la parte, la facción, y otros representaban el todo. Y eso es lo que encarnaba Roca. Para hacer respetar la voluntad del Congreso de federalizar Buenos Aires y la voluntad de las provincias que lo habían elegido presidente, Roca tuvo que entrar a sangre y fuego a una capital en pie de guerra.

 

En síntesis, frente a la victoria de Roca en las presidenciales -con el apoyo de todo el interior, excepto Corrientes-, el partido porteño optó por desconocer el resultado y levantarse en armas. Roca aplastó esa rebelión. Fue la última.

 

El todo fue superior a las partes y la unidad nacional se vio fortalecida. Fue obra de la generación del 80. Y en particular de Roca, el hombre que hizo efectiva la autoridad del Estado sobre todo el territorio nacional; elemento indispensable en la construcción de la Nación.

Por eso es alentador que quienes se disponen a conducir el país se interesen en la trayectoria de Roca y en la coyuntura del 80, momento fundante del Estado nacional, en el cual su protagonismo fue clave para superar la fragmentación del país.

 

Volviendo a la coyuntura del 80, hay otras lecciones que sacar. Domingo Faustino Sarmiento no había respaldado la candidatura de Roca, sin embargo, ya como presidente, éste lo convocó, lo nombró Superintendente de Escuelas y promovió su proyecto de ley de educación pública. Las ideas educativas de Sarmiento conocieron su mayor concreción durante la presidencia de Roca: creación del Consejo Nacional de Educación, convocatoria al Primer Congreso Pedagógico, promulgación de la Ley 1420 de Educación Común y creación de 600 escuelas. Una política que consolidó la identidad de los argentinos y favoreció la asimilación de los inmigrantes.

 

También debemos a Roca la edición de las obras completas de Alberdi y de Sarmiento, la promulgación de la Ley 1130 de Moneda Nacional (que permitió tener un sistema unificado de moneda hasta entonces inexistente), la organización de los Territorios Nacionales de La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chaco y Formosa, (otro paso en las consolidación de las fronteras), la Ley de creación de la capital bonaerense (La Plata), la creación de los Tribunales de Justicia y el Registro Civil de la Capital, entre otras iniciativas. Y en su segunda presidencia la creación del Servicio Militar Obligatorio.

 

Más importante aún -y vinculado a la campaña del desierto- la firma del Tratado de Límites con Chile, en 1881, que consagraba el dominio argentino sobre la Patagonia y da origen a los territorios de Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego.

 

La furibunda campaña antirroquista de los últimos años, ha reducido la obra de Julio Argentino Roca, dos veces presidente de la Argentina (1880-1886 y 1898-1904), a la Conquista del Desierto, anacrónicamente presentada como un genocidio, a la vez que otras políticas y realizaciones de su gestión son ensalzadas sin mencionar su autoría: la federalización de Buenos Aires, la derrota del porteñismo, la educación pública, e incluso la laicización del Estado que hoy tantos progresistas invocan como si no existiera ya.

 

Roca lo hizo, hace más de un siglo.

 

Esperemos que haya legado la hora de volvérselo a reconocer.