Homilía de monseñor
Antonio Marino, obispo de Mar del Plata
en Laguna de los
Padres, Reducción del Pilar (10 de febrero de 2013)
I. El desafío de la
fe
El Evangelio que
acabamos de escuchar, nos presenta a Jesús en la barca de Pedro, a orillas del
lago de Genesaret. Desde allí se dirige a la multitud que ha acudido y está
sedienta de escuchar la
Palabra de Dios.
"Cuando terminó
de hablar, dijo a Simón: «Navega mar adentro, y echen las redes»" (Lc
5,4). De este modo, Jesús pone a prueba la fe de sus discípulos, pescadores de
oficio: "Simón le respondió: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no
hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes»" (Lc 5,5).
Vemos aquí un rasgo
de la fe. Simón, a quien Jesús llamará Pedro, conoce bien su oficio. Pero
ahora, el Maestro a quien sigue desafía su sentido común y él obedece: "si
tú lo dices, echaré las redes". No se apoya en su razonamiento, sino en la Palabra del Maestro.
En la fe no vemos con
nuestros propios ojos, ni podemos demostrar. Sin embargo, quedamos convencidos
por la autoridad de alguien que sabe y es digno de ser creído. La fe nos pone
en movimiento, se vuelve obediencia. Nos saca del límite estrecho de nuestra
sola razón, para ensancharla y hacerla crecer con el saber de otro.
Cuando aquel en quien
confiamos es el Hijo de Dios, Jesucristo, entonces nuestra fe tiene una certeza
absoluta. Nuestra mente se ilumina con su enseñanza, porque sus palabras se
identifican con la verdad: "Para esto he nacido y venido al mundo –dirá
Jesús a Pilato–: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad,
escucha mi voz" (Jn 18,37). El mismo Jesús nos auxilia al mismo tiempo con
la luz interior del Espíritu Santo, pues como dice San Pablo: "Nadie puede
decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu Santo"
(1Cor 12,3).
Cuando Simón Pedro ve
el resultado de su obediencia en la fe, tiene una reacción parecida a la del
profeta Isaías, cuando en el templo de Jerusalén se le manifiesta la gloria
divina: "«Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador». El temor se había
apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que
habían recogido" (Lc 5,8). En este Año de la Fe deberemos detenernos a meditar más
intensamente sobre esta condición primera para el seguimiento de Jesús.
Para realizar en
nosotros su obra salvadora, Jesús pide siempre la fe: "Todo es posible
para el que cree" Mc 9,23, responderá al padre angustiado que le pide la
curación de su hijo endemoniado epiléptico. Y a Jairo, jefe de la sinagoga, que
fue a buscar a Jesús cuando su hijita estaba en agonía, le pide que se guíe por
la fe en él y no por los que le dicen que su hija acaba de morir y por tanto
"¿para qué vas a seguir molestando al Maestro? Pero Jesús, sin tener en
cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas»"
(Mc 5,35-36). Sería hermoso continuar. Basten estos ejemplos.
Volviendo al relato
de la pesca milagrosa, nos es grato escuchar lo que Jesús dice a Simón Pedro,
que se hallaba fuertemente conmovido: "Pero Jesús dijo a Simón: «No temas,
de ahora en adelante serás pescador de hombres»".
II. La fe y la
evangelización
En este momento de la
historia de occidente, caracterizado por gigantescos cambios culturales, y en
las actuales circunstancias de nuestra patria, todos los cristianos hemos sido
convocados por el Santo Padre Benedicto XVI para dar testimonio de nuestra fe.
Evangelizar es la consigna del momento. No podemos contentarnos con atender a
los que se acercan a nuestras iglesias y capillas. Debemos salir a buscar a
aquellos cuya fe se ha enfriado y más aún a aquellos que nunca han recibido el
anuncio de Jesús como Dios Salvador.
Pero esta misma
consigna de evangelizar a los pueblos, llevándoles el anuncio salvador de
Cristo, la tuvieron y cumplieron muchos óptimos cristianos que nos han
precedido. Es bien sabido que en nuestras tierras, en la patria común a todos,
el Evangelio fue predicado desde los orígenes de la gesta del descubrimiento.
Mirada en su conjunto, su fruto no fue el avasallamiento de los pueblos, sino
la integración de las diversas etnias, en mutua hostilidad, constituyendo con
la nueva nación emergente una unidad cultural donde los mismos sacramentos
congregaban por igual a todos en la misma casa de Dios y en la mesa común.
Mi presencia esta
tarde en este lugar, está vinculada con un aniversario significativo. Hace
cuarenta y cinco años, el 10 de febrero de 1968, el primer obispo de la
diócesis de Mar del Plata, celebró al pie de la cruz de la Reducción del Pilar, la
primera Misa en este lugar, con ocasión de la inauguración de la muestra histórica.
Agradezco a los
organizadores por esta iniciativa, P. Enrique Pío, párroco de esta zona, y muy
especialmente al historiador Alberto Flugel, a quien he nombrado como
"Delegado ad honorem" para la conservación de este patrimonio
histórico y cultural.
III. La fe católica
pertenece a nuestra identidad nacional
Una triste patología
a la que estamos expuestos los humanos es la pérdida de la memoria. La persona
está desorientada, y en casos extremos no sabe de donde viene ni adonde quería
ir. Esto que pasa con las personas puede ocurrir con las sociedades. La pérdida
de la memoria es siempre un grave peligro. Equivale a la pérdida de identidad y
de rumbo. Y si al olvido de hecho se le suma el intento ideológico de borrar
parte del pasado o tergiversarlo, estamos ante el riesgo real de una tragedia.
Si el pasado no es reconocido y asumido desde la objetividad, si no es
integrado en el presente, nunca habrá madurez y equilibrio, sino crisis de
identidad.
El feliz neologismo
"inculturación" define bien el resultado del encuentro vital entre el
Evangelio y una cultura. Cuando la fe cristiana es anunciada y es recibida no
sólo por los individuos sino por el grupo social, o dicho con otras palabras,
cuando la fe se hace cultura y la marca en sus matrices más vitales, entonces
se produce la inculturación de la fe.
No debe resultar
agraviante para nadie el reconocimiento de que la cultura nacional pasa, por
muchos motivos, un momento crítico. Antes bien, esta comprobación debería
resultar estimulante para emprender una tarea educativa que, partiendo de una
información objetiva y fundada, tienda a formar las conciencias en los valores
que ayudan a la integración de todos los habitantes en un proyecto común de
nación "cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el
bien común".
En este momento descubrimos con preocupación que hay
un intento de volver a escribir la historia, con criterios de juicio
anacrónicos, sin el fundamento sólido de las fuentes, que brindan la garantía
de la serenidad en el juicio y la objetividad de los resultados cimentados en
estudios serios de nivel científico. La fraseología ideológica prevalece sobre
la realidad, el sentimiento (o resentimiento) sobre la razón objetiva.
Ninguna nación puede
constituirse sin principios fundamentales de cohesión. Lo que es diverso y
legítimo debe integrarse en la unidad que tiende al bien común por encima del
bien particular. Si mediante argumentos con barniz histórico se hacen reclamos
que fomentan una visión distorsionada del pasado, eso es señal de que vamos por
mal camino. Más todavía, si en lugar de procurar la paz y la amistad social se
convoca a un revisionismo histórico arbitrario de grávidas consecuencias.
Este rincón de la
geografía marplatense se vincula con la tarea evangelizadora de los Padres de la Compañía de Jesús, que a
mediados del siglo XVIII se establecieron al sur del Río Salado. Con
clarividencia el gobernador Miguel Salcedo advirtió que las hostilidades entre
los españoles y las distintas tribus de indios -tantas veces enfrentadas entre
sí- no iban a solucionarse por la vía de la violencia. La solución la encontró
en el envío de misioneros jesuitas, que ya habían mostrado su eficacia en otros
lugares por el trato con los indios.
La epopeya verdaderamente
heroica y gloriosa de estos hombres, sus logros en la inculturación de la fe y
sus frutos de verdadera promoción de los indios, son el fundamento para
entender el nombre con que habría de perdurar esta laguna llamada con toda
razón "de los Padres".
Hoy como ayer, los
cristianos debemos brillar en el mundo por nuestra creatividad para predicar y
transmitir los mismos valores del Evangelio, en las cambiantes condiciones de
los tiempos. Así volveremos a ser "fermento en la masa" (Mt 13,33), "sal
de la tierra" (Mt 5,13), "luz del mundo" (Mt 5,14),
"piedras vivas" (1Ped 2,5) en la edificación del templo cuyas
dimensiones deben abarcar la patria, el mundo y la historia.