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LA CIUDAD Y SUS HABITANTES


en la época de las Invasiones Inglesas

 

POR JULIO C. BORDA *

La Prensa, 02.06.2025

 

Durante sus dos primeros siglos de existencia, Buenos Aires (fundada por segunda vez en 1580 por Juan de Garay) fue una ciudad pequeña y austera que no ofrecía grandes expectativas desde el punto de vista cultural, político ni económico, pues los grandes centros de poder se encontraban en Méjico, Lima y Quito; la Capital del Virreinato del Río de la Plata por lo tanto, fue una de las últimas fundaciones coloniales pues en el territorio argentino ya habían sido fundadas en Santiago del Estero, Corrientes, Córdoba y Santa Fe.

 

BOTÍN CODICIADO

 

Buenos Aires se convirtió desde sus primeros años de su existencia, en un botón codiciado tanto por ingleses, como así también por holandeses y franceses, la que comienza a tomar importancia a del S. XVIII cuando la extensa pampa se puebla de ganado vacuno y equino, cuya proliferación resulta sorprendente debido a la calidad de pastos que abundaban en sus campos, transformando la actividad económica de esas tierras, pues ayudó al desarrollo del comercio que comienza a crecer con la matanza de numerosos vacunos a los que sólo se les extraía el cuero para cambiarlo por artículos de acero, tejidos y yerba mate. El cuero se convirtió así, en un producto codiciado en Europa, por lo que empezó a importar a distintas ciudades del Viejo continente, ente ellas Londres, París y Roma.

 

De modo tal que Buenos Aires, comienza a tener un desarrollo económico y comercial impeensado; a todo ello se unía la abundancia de sus pastos -como ya se apuntó- el poderoso caudal de sus ríos y la riqueza de sus bosques, transformando esa tierra privilegiada, en un valioso botón que muchos países europeos codiciaban.

 

LA POBLACIÓN

 

Respecto a los porteños, es de destacar que durante los primeros años del S. XIX, Buenos Aires tenía una población que rondaba entre 40.000 y 50.000 habitantes, de los cuales la mayor parte eran españoles y luego los portugueses, predominando los blancos, y luego los mestizos, negros, indígenas y mulatos.

 

También se podrían encontrar familias francesas, napolitanas, genovesas, inglesas, holandesas, alemanas y norteamericanas que se fueron autorizadas a vivir en Buenos Aires.

 

En cuanto a los españoles, se decía que éstos eran orgullosos en demasía; tan es así que consideraron que algunos oficios como el de zapatero, pulpero, carpintero o peluquero, entre otros, eran de rango inferior, razón por la cual esas actividades estaban destinadas a los criollos de baja condición social y económica.

 

La mayoría de la población era muy religiosa, pues las familias de clase alta como las de clase media y baja, eran católicas, religión heredada de la Madre Patria.

 

Ese fervor religioso se reflejaba sobre todo, en el nombre de las principales calles de Buenos Aires, pues muchos llevaban nombre de santos; Así, la actual 25 de Mayo era la calle Santo Cristo; Florida se llamaba San José; la actual San Martín llevaba el nombre de Santísima Trinidad, etc.

 

La religión fue un duro obstáculo que los ingleses subestimaron cuando intentaron conquistar Buenos Aires, lo que les costó caro, pues nunca imaginaron que uno de los soportes que hubo para organizar la férrea defensa de la ciudad porteña, iba a estar inspirada en la Fe que el pueblo profesaba de manera tan intensa.

 

Un gran investigador, César García Belsunce, señala en relación a esta cuestión que "el pueblo de Buenos Aires, revoltoso y amigo del dinero, vociferador y pendenciero en la plebe, era en todos los casos un pueblo profundamente religioso. Los ingleses no eran simplemente contrincantes, eran los herejes, en el lenguaje de la época. Su presencia triunfante era no sólo un desafío al Reino, sinio también un agravio a la Iglesia. La Fe católica resultó un elemento de convocatoria para la resistencia y fue la causa también de la deserción de los soldados británicos de origen irlandés, ellos también católicos"´.

 

Numerosas iglesias se hallaban en Buenos Aires, siendo los más importantes el convento de San Francisco, Santo Domingo, del Socorro, la Parroquia de San Nicolás, entre otras.

 

La clase adinerada vivía en la zona de San Telmo, siendo las casas que habitaban de una sola planta con una gran azotea y enormes ventanales enrejados.

 

La Ciudad contaba con un colegio secundario, el San Carlos, pero no tenía universidades; los hijos de las familias acomodadas por lo tanto, debían ir a estudiar a la Universidad de Charcas oa la prestigiosa Universidad de Córdoba.

 

Los hombres interesados ​​en informarse acerca de la actividad política, social o cultural, asistían al café Los Tres Reyes, ubicado en la calle Santo Cristo; allí se dedicaban a discutir y analizar todos los acontecimientos de tipo político.

 

Muchos de los oficiales ingleses que participaron de las invasiones, quedaron maravillados por la inmensidad de los campos cercanos a Buenos Aires, y se sorprendieron de la abundancia de caballos, como así también de la gran cantidad de ganado vacuno, como ya se apuntó.

 

LAS COSTUMBRES

 

En cuanto a las costumbres de los habitantes porteños un autor inglés, John Bent, decía que "dormir, conversar, fumar cigarros y andar a caballo son las ocupaciones en que pasan tes cuartas partes del día. La gran abundancia de provisiones facilita su pereza, además de lo cual hay muchos propietarios, de manera que todos ellos parecen vivir en gran estilo y no tienen nada que hacer".

 

¡Pero quién iba a imaginar que en poco tiempo más ese hombre indiferente, abúlico, esclavo de la comodidad se iba a convertir de la noche a la mañana en una fiera brutal, indómita e implacable!

 

Esa es a grandes rasgos, la Ciudad que los ingleses pretendían invadir; lo que no imaginaban era la reacción de aquellos porteños que, de mansos corderos se convirtieron de pronto, en temibles leones.

 

* Abogado e historiador.

ESTANISLAO ZEBALLOS


Julio Argentino Roca y la Campaña al Desierto

 

Pablo Vázquez


La Prensa, 30.01.2024

 

Pensando en la conformación del Estado Nación en nuestro país, en el siglo XIX, preocupó a los intelectuales y a la elite gobernante local la implementación de la Constitución, el constante flujo inmigratorio, cómo estaría el país inserto en el mercado mundial, el flujo de inversiones, la capitalización de Buenos Aires y el aun preocupante “problema del indio”.

 

Esa “república posible” iba a abrazar el credo positivista liberal, instaurando un régimen republicano, liberal, oligárquico; iba a ser “socia” de Gran Bretaña; a terminar de disciplinar a las provincias y a los últimos caudillos federales; combatiría al Paraguay y sería la proveedora de materia prima de Europa.

 

Estanislao Zeballos, legislador, etnógrafo y escritor, quien estuvo muy vinculado al diario La Prensa, al punto de ser, por pedido de José C. Paz, cronista, redactor en jefe y director de este, ejemplificó como nadie los parámetros positivistas de un “hombre de Estado” de la generación del ‘80. Su visión de científico, geógrafo, naturalista y antropólogo, junto a la idea de expansión y ocupación territorial a costa de las poblaciones incivilizadas de indígenas, explícita en sus obras, dieron prueba cabal del pensamiento de la época.

 

‘La conquista de 15.000 leguas’, ‘Episodios en los territorios del sur’, y ‘Viajes al país de los araucanos’, fueron algunas de las obras del ideólogo de la “conquista del desierto”.

 

Justamente la primera obra citada, publicada en 1878, fue la que le sirvió a Julio A. Roca para torcer la voluntad del Legislativo para financiar la avanzada militar a cargo del, por entonces ministro de Guerra del gobierno del presidente Nicolás Avellaneda, tras el fallecimiento del anterior ministro Adolfo Alsina.

 

El autor, según segunda edición de su obra publicada por La Prensa, detalló los antecedentes de exploración y ocupación territorial de las tierras del sur desde el periodo colonial, destacando que le cupo a Juan Manuel de Rosas“la primera y única tentativa fundamental de trasladar las fronteras al nuevo teatro, sobre las márgenes del Rio Negro, operando al frente del ejército de Buenos Aires”.

 

Zeballos, con su obra, dio racionalidad y números tangibles a la toma de tierras y al exterminio, donde acumuló méritos y cargos, tanto como cráneos de aborígenes patagónicos para su colección privada.

 

SOBRE ROCA

 

Según Fermín Chávez en ‘Historia del país de los argentinos’ (1967): “Sin demora, (Roca) prepara y emprende una campaña de buenos resultados, guiado por un brillante oficial que sabe mucho de fronteras y de indios: Manuel J. Olascoaga, uno de los revolucionarios ‘colorados’ de 1866. Consigue quitar a la indiada unas 15.000 leguas de territorio y reimponer la soberanía interior que Rosas había ganado cincuenta años antes. Al llegar al Río Negro, da el nombre de Paso Alsina al que debía vadear con sus efectivos, hacia el corazón de la Patagonia, región cantada no hacía mucho por el poeta Carlos Guido Spano”.

 

Para Ernesto Palacio en ‘Historia de la Argentina 1515 – 1938’ (1954): “Roca iniciaba la gran empresa que había ideado en su colaboración ministerial con Alsina, sin logar el auspicio de éste. Consistía especialmente en reproducir el plan de Rosas y arrebatarles a los salvajes, de una vez por todas, los territorios del sud. A los tres meses de ocupar el ministerio salió a campaña con 6.000 soldados. En pocos meses dio fin a la obra, destruyendo todas las tolderías hasta el río Negro, lo que constituía la primera parte del plan. Varias columnas operarían luego de los grandes afluentes del río para limpiar los valles cordilleranos. La supresión o el sometimiento del indio de la Patagonia quedó concluida en poco tiempo”.

 

Aunque sus palabras suenen duras contra los pobladores aborígenes, Palacio refirió una serie de ataques que afectaban nuestra seguridad como Nación: “En 1872 se había producido la gran invasión de Calfucurá, gran cacique de las Pampas, derrotado en San Carlos por el coronel Rivas; y poco después la de Namuncurá, en cuya represión se había distinguido el teniente coronel Levalle. El adelantamiento de la línea de fronteras bajo Alsina se había realizado a costa de permanentes combates contra la resistencia aborigen”. Y además que se le suman dos problemas que motivaban la rápida intervención de Roca: “Los intereses ligados a la vida fronteriza… con el producto de sus rapiñas negociadas en Chile… los usufructuarios del negocio constituían una permanente oposición” y que “los indios constituían una pieza importante del juego chileno, al que obedecían… El general Roca tuvo el mérito de elegir el momento adecuado para obrar: cuando la nación trasandina tenía sus fuerzas comprometidas en la guerra contra el Perú. El éxito de la campaña del Desierto entrañaba asimismo un triunfo estratégico sobre Chile”.

 

Oscar Terán en ‘Historia de las ideas en Argentina: Diez lecciones iniciales 1810 – 1980’ (2009) consideró que “la apropiación de los territorios hasta entonces ocupados por los indígenas… abrió para los vencedores un enorme territorio, sobre el cual las inversiones inglesas desplegarían una extensa red de vías férreas”. Y que “el emprendimiento llevado a cabo contra las poblaciones indígenas se apoyaba en una línea programática ampliamente compartida por las elites del mundo occidental: que las naciones viables eran aquellas dotadas de una población de raza blanca y de religión cristiana”.

 

Pero tamizó su análisis a los parámetros de época, donde “las reivindicaciones indígenas no habían nacido o estaban en pañales, por no hablar d ellos temas de hoy habituales del reconocimiento, respeto y aun estímulo de las diferencias, incluidas las étnicas”.

 

¿DÓNDE SE UBICÓ ZEBALLOS?

 

 Contento con el éxito de la primera edición de ‘15.000 leguas’, la cual aseguraba que fue pedida por Roca con el compromiso que sería pagada por el Estado. El liberal contó con los fondos estatales, hizo inmediatamente una segunda edición impresa en los talleres de La Prensa, corregida y aumentada, con las cartas de él remitidas a propio Roca. En 1979 fundó el Instituto Geográfico Argentino, y a fin de ese año hizo un extenso viaje por las tierras ya “conquistadas”, lo que se reflejó en su obra de 1881 ‘Viaje al país d ellos araucanos’.

 

Acompañó el proyecto político del roquismo como diputado nacional, queriendo, luego de finalizar su mandato, postularse como gobernador de Santa Fe, pero Roca no lo apoyó, ya que Zeballos apuntalaba la candidatura de Bernardo de Irigoyen a la presidencia en desmedro del candidato oficialista, el cuñado de Don Julio Argentino, el cordobés Miguel Juárez Celman. Así y todo, se las arregló Zeballos para renovar como diputado. Al tiempo fue presidente de la Sociedad Rural Argentina, presidente de la Cámara de Diputados de la Nación y futuro Canciller. La revolución del ’90 poco lo molestó, ya que seguiría como ministro de Relaciones Exteriores con Carlos Pellegrini, posteriormente con José Figueroa Alcorta, y nuevamente presidente de la SRA. Un genuino “hombre de Estado”.

 

El general Julio Argentino Roca, finalmente, impulsor de la “Conquista del desierto”, expedición armada contra las últimas tribus de la Patagonia, terminó de consolidar el poder estatal, con el dominio del partido Autonomista Liberal (PAN), generando en su presidencia, una gran modernización, el incremento de la inmigración europea y de otras latitudes, un proceso de laicidad que le ganó la pulseada a la iglesia católica, imponiendo para la ciudadanía el registro, el matrimonio y los cementerios civiles. El “patriciado” dominó los resortes económicos y políticos de una época en la que la acción política se restringió a los sectores de la élite. Roca como primer mandatario, junto al elenco gubernamental y a los pensadores que lo apoyaban se les llamó la Generación del ’80.

 

*Licenciado en Ciencia Política; secretario del Instituto Nacional Juan Manuel de Rosas.

JOSÉ DE SAN MARTÍN


 y la importancia de la educación física

 

Gustavo Capone

 

MDZ, 25 DE ENERO DE 2023

 

“Nada de lo conseguido hubiera sido posible sin un equipo bien entrenado”. Afirmación que nos llevará al lugar común de interpretar razonablemente que la frase valdría para distintas circunstancias y ejemplos: una empresa familiar; un club amateur; una multinacional; un gobierno. Es real. Sin organización y entrenamiento todo se haría mucho más difícil.

 

Imaginemos entonces, cuánto más real es si tuviéramos que entrenar a un equipo de 5.000 “jugadores” como fue el Ejército Libertador que tuvo que sortear cuatro surcos de cordilleras por el paso Los Patos con picos de 5.000 metros de altura como El Espinacito y enfrentarse, por ese entonces, al campeón del mundo: España, que nos esperaba “de local” con el triple de jugadores (soldados), muchos de ellos profesionales probados en las grandes “ligas” (batallas) continentales.

 

Y no solo eso, el “equipo” libertador (voluntarioso y corajudo, pero mayoritariamente aficionado) debería prepararse física y anímicamente para jugar un segundo tiempo en una “cancha” totalmente distinta. El primer tiempo en las alturas cordilleranas de Los Andes y el segundo en las aguas del Océano Pacífico para llegar a las costas del Perú.

 

San Marín, “El profe”

Una vez más les propongo jugar didácticamente con hechos concretos del ayer y trasladarnos solo por un ratito a la cotidiana coyuntura. Mucho más en tiempos donde la difusión, afortunadamente, de sanos hábitos de alimentación, la proliferación de novedosos sistemas de entrenamiento físico, las dietas balanceadas, la importancia de los ejercicios hipopresivos, las tradicionales pesas, los interval training o “pasadas”, el cardio - running, pilates, CrossFit, fitness, stretching o las puntuales actividades de cerros: treeking, escaladas, rappel, son tan solicitados por un amplio sector de la sociedad. Entonces, me remonto a la afirmación con que empezamos la lectura para referirme al entrenamiento del ejército libertador liderado por San Martín: “Nada de lo conseguido hubiera sido posible sin un equipo bien entrenado”.

 

Retrocedamos entonces también al San Martín que fue soldado y a su experiencia como “jugador” raso, no todavía como “profe” (líder). Aquel soldado no solamente batalló en distintos continentes y climas. Recordemos que tuvo que enfrentarse además a distintos escenarios. Jugó en distintas “canchas”; para continuar con la comparación novelada.

 

Estuvo en el caliente norte de África peleando en la sofocante plaza de Orán contra los moros, donde durante 37 días sufrieron el ataque enemigo, padeciendo hambre e insomnio. En la frontera de los Altos Pirineos (límite de la Península Ibérica con Francia) donde su unidad cruzó una treintena de picos que superaban los 3.000 metros entre los valles de Arán y Tena (provincia aragonesa de Huesca), habiendo recorrido previamente 840 kilómetros a caballo (en pleno otoño) de Málaga a Zaragoza para enfrentar a Napoleón (1792). Pero también luchó como marinero en la fragata Santa Dorotea contra los británicos en el Mediterráneo. En el desierto, las costas, la selva, las montañas y el mar. O sea, “un atleta todo terreno”.

 

Seguramente esas simplificadas experiencias citadas, más cientos de otras vivencias, y una enorme bibliografía consultada sobre las grandes gestas militares de la humanidad terminaron forjando en San Martín la idea de la sustancial importancia que tenía la preparación física y mental del ejército libertador. De ahí su cuidado minucioso por la hidratación y alimentación, la relevancia de los comportamientos cardiovasculares y respiratorios en altura, las fluctuaciones de la presión arterial, la logística farmacológica y preventiva, el tratamiento de la emergencia, la carga nutricional (calórica y proteica) que cada soldado debía consumir cada tantas horas o los necesarios tiempos de descanso.

 

Consideremos además que había que contemplar la alimentación y abrigo de 5.000 hombres, pero también de casi 10.000 mulas y 1.600 caballos, más las 600 vacas que se llevaron para el faenamiento en la medida que el ejército avanzaba. Pero además se llevaba el forraje para la alimentación de los animales, pues es imposible conseguir un yuyo a 4.000 metros de altura donde todo es piedra y nieve.

 

El entrenamiento

Las jornadas de preparación comenzaban muy temprano en El Plumerillo. A las 6 de la mañana ya todo el mundo estaba en pie. Un buen entrenamiento comienza siempre por lo mismo: el cuidado de la higiene personal.  Por ende, cada soldado llevaba permanentemente en sus mochilas: peines, jabones y piedra pomez. San Martín era muy severo en este aspecto que parece insignificante. Requisas periódicas sobre el cuidado de uñas de mano y pie, control de axilas, cuello e ingle, higiene bucal y cortes de cabello eran permanentemente controlados.

 

La ropa de fajina para la práctica diaria debía ser lo más parecido a la vestimenta que se llevaría en campaña. Había que preparar un soldado que cargará una mochila de 13 kilos (promedio) para caminar por angostos senderos a 4.000 metros bajo los flagelos del apunamiento con alteraciones del sistema cardiovascular que llegarán, producto de la falta de oxígeno en altura, a producir un posible nublamiento de la vista, mareos, náuseas, vómitos, deshidrataciones o abruptas desorientaciones.  Pero además el soldado debía trasladar una mula que cargaba 30 kilos (promedios) de provisiones. En paralelo, cada mula llevaba dos bordalesas de 5 litros de vino mendocino sobre cada costado. O sea, casi 100. 000 litros de vino para que el soldado lo consumiera preferentemente de noche como resguardo del frío.

 

El ejército empezó su preparación al poco tiempo de llegado San Martín a Mendoza. En un principio era solamente una centena los hombres que lo compusieron. Las prácticas de esgrima, las luchas cuerpo a cuerpo, las secciones de tiro, las cargas a caballo con bayonetas, los desplazamientos cuerpo a tierra, las cinchadas, los lanzamientos de cuchillo, las marchas a campo traviesa, eran cotidianos ejercicios que se repetían una y otra vez. Por ende, los ejercicios aeróbicos, de fuerza y resistencia formaban parte de la preparación básica. Pero las actividades de velocidades, ejercicios de acción y reacción, con deuda de oxígeno (anaeróbicos), saltos, flexibilidad, equilibrio, coordinación general, formaron también habitualmente parte de la práctica militar en base a distintas acciones de guerra. A medida que avanzaba la organización y se definieron los distintos “cuerpos” y regimientos del ejército, los entrenamientos pasaron a ser específicos: caballería, infantería, artilleros, barreteros, etc. tuvieron su rutina particular.

 

La organización del trabajo y distribución de ejercitaciones que comprendieran cargas, repeticiones y frecuencias para los distintos grupos musculares tuvieron esquemas periódicos que contemplaban planes diarios, semanales o mensuales. El gran predio de práctica de El Plumerillo se dividía en espacios donde el trabajo era en forma sectorizada. Pero también, las prácticas “extramuros” con simulaciones de combates por cerros, llanos o atravesando arroyos fueron habituales. Como la tarea específica de zapadores, baqueanos, espías o topógrafos realizadas a campo abierto, sorteando quebradas o improvisando puentes.

 

Nada estuvo librado al azar. Había que contemplar que el ejército avanzaría a un promedio de 28 kilómetros por día aproximadamente y que los soldados sufrirían alteraciones térmicas de 45º, ya que las temperaturas oscilaban entre 25 /30º durante el día y 15º bajo cero durante la noche.

 

La base de la alimentación del ejército fue “el valdiviano”: base de carne seca (charqui) machacado, más grasa, rodajas de cebolla cruda, ajo y agua hirviendo. Muy rico en calorías. La cebolla y el ajo contrarrestaban el apunamiento, además eran elementos pequeños y livianos que se podían llevar en el morral. No generan peso y servían también de alimentos a mulas y caballos.

 

Las columnas que llevaban los víveres iban a retaguardia. Entre otros víveres trasladados se contaba con 4 toneladas de charqui y galletas de maíz. Además de vino, llevaron aguardiente y 100 barriles de ron (cada barril de 40 litros) para disminuir el frío nocturno. Completaban las reservas: 400 kg de queso.

 

El soldado debía consumir más de 3.000 calorías diarias. Además de obligatoriamente beber por día 3 litros de agua y ½ litro de vino. Como no existían las suficientes cantimploras, 8.000 cuernos de vaca se adecuaron para la ocasión (2 por soldado).

 

Previamente San Martín había creado un cuerpo médico y hospitales en Mendoza, San Juan y San Luis. Juntas sanitarias tuvieron el control y cuidado de la salud física del ejército y del total de la población de la Gobernación de Cuyo, promovió una amplia legislación sanitaria; dispuso la vacunación antivariólica obligatoria a todos los cuyanos y miembros del ejército (algo inédito para la época); ordenó la matanza de perros vagabundos para evitar la propagación de la rabia; instrumentó medidas contra la vinchuca blanqueando paredes. Pero también organizó un hospital móvil que acompañó al ejército trasladado por 47 mulas silleras y 75 cargueras.

 

Conclusión: la fuerza moral ante la montaña

Ningún entrenamiento físico es completo si no contempla la parte anímica y mental. Esa alianza física y mental es la que vence a la montaña más alta. La de piedra y roca en la guerra o la “montaña” personal en la vida diaria. Ese fue otro gran mérito del liderazgo sanmartiniano. Apoyarse en una extraordinaria condición física y mental de sus soldados. Pero suponemos también que el ejército partió con la terrible angustia de pensar que atrás quedaban madres, esposas e hijos que probablemente jamás se volverían a reencontrar. Para enfrentar eso también hay que estar preparado. Esa fortaleza solo lo logrará un buen entrenamiento. De ahí la importancia de buenos profesionales.

 

Para la inmensa mayoría que no ha cruzado nunca (de ninguna manera) la Cordillera o, al menos no han visto una montaña de cerca, se corre el riesgo de no percibir lo trascendente del fenómeno. Fenómeno que fue pensado “quirúrgicamente” desde Mendoza por San Martín y su equipo de trabajo durante casi 3 años, permitiendo libertar medio continente. El convencimiento fue sustancial. Eso sigue siendo una herramienta primordial. Ayer, y siempre, y donde la educación física tuvo como siempre una enorme preponderancia.

LA ÚLTIMA BATALLA DE LA INDEPENDENCIA

 

 y la gloriosa carga de los últimos granaderos que selló la victoria patriota

 

Adrián Pignatelli

 

Infobae, 9 de Diciembre de 2022

 

La posición del ejército libertador era endeble. Contaba con 4500 colombianos, 1200 peruanos y los últimos 80 granaderos. Enfrente unos nueve mil enemigos. Estaba en un valle donde fácilmente podía ser atacado de frente o por su izquierda. Ese lugar se llamaba Ayacucho, una voz quechua que significa “rincón de los muertos”. Aún no lo sabían, pero se estaba por librar la última batalla contra los españoles en América del Sur.

 

Estaban a unos 400 kilómetros de Lima, en una planicie de un kilómetro y medio de largo por 700 de ancho, entre el cerro Condorkanqui y el caserío de Quinua, un terreno partido al medio por el cauce de un arroyo seco.

 

Al amanecer de un fresco jueves 9 de diciembre de 1824, el general Antonio José Francisco de Sucre, un venezolano de 29 años, arengó a sus hombres: “De los esfuerzos de este día depende la suerte de la América del Sur”, los entusiasmó.

 

La derecha estaba comandada por el general José María Córdoba, de 25 años, con cuatro batallones colombianos. El centro, a órdenes de Guillermo Miller, estaba conformado por los escuadrones peruanos Húsares de Junín, los regimientos de Granaderos y Húsares de Colombia y el escuadrón de Granaderos a Caballo de Buenos Aires. A la izquierda, a las órdenes del general José de La Mar -quien había convencido a Sucre de dar batalla allí- se agolpaba la legión peruana y los batallones 1, 2 y 3 de Perú.

 

Un refuerzo que los patriotas esperaban desde Jauja había sido aniquilado en el camino.

 

A las 8 de la mañana, el general español Juan Antonio Monet, acompañado de su ayudante de campo, se adelantó a las posiciones patriotas. Le propuso al general Córdoba que, ya que en ambos ejércitos había jefes y oficiales ligados por lazos de amistad o parentesco, “darse un abrazo antes de rompernos la crisma”. Con la autorización de Sucre, cerca de 100 oficiales se saludaron caballerosamente antes de matarse en el campo de batalla. Algunos deslizarían maliciosamente que la suerte de la batalla ya había sido decidida de antemano y que los españoles se presentaron para salvar el honor.

 

A las 9, con un sol resplandeciente, comenzó la acción con fuegos intermitentes y el intercambio de cañonazos.

 

Fueron los españoles los que dieron el primer paso. Es lo que esperaba Sucre para poder aprovechar el primer error enemigo. Avanzaron con su centro y su izquierda, con la intención de que con su derecha rodear a la izquierda patriota. El que comandaba el centro enemigo era el propio virrey José De la Serna e Hinojosa. Su error fue querer maniobrar en un espacio reducido y acometer contra posiciones fuertemente ocupadas, al alcance del fuego patriota y a plena luz del día.

 

Por la izquierda, el general realista Alejandro González Villalobos, arremetió contra los hombres de Córdoba, quien frenó el ataque. El general Gerónimo Valdéz atacó a las fuerzas del general La Mar, y Sucre mandó a la división de Lara en su auxilio.

 

El español Monet, que comandaba el centro, ordenó a sus fuerzas pasar un zanjón que partía al medio el campo de batalla. Algunos lo lograron, pero la feroz arremetida del coronel argentino Manuel Isidoro Suárez, al mando de los Húsares de Junín y los Granaderos de Buenos Aires, produjo un ataque tan violento que arrojó a los españoles dentro del zanjón, provocando confusión y pánico en el enemigo.

 

Esa fue la última carga de los granaderos de San Martín por la libertad de América.

 

Fue la arenga de Córdoba lo que terminó de aplastar a la división realista del general Valdés: “¡División de frente! Armas a discreción. ¡Paso de vencedores!”

 

Cuando la división de Monet fue desbaratada, el propio virrey se lanzó con el “Fernando VII”, pero su caballo fue derribado herido de muerte y fue hecho prisionero, junto a un millar de soldados.

 

En una lucha cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada, la División de Córdoba fue empujando a los confundidos realistas hasta el pie del cerro Condorkanqui. En la cima, ya flameaba la bandera colombiana.

 

El general español Valdez, sabiendo que habían sido derrotados, se sentó en una piedra buscando que lo matasen, pero lo convencieron de continuar con la retirada.

 

Era las 13 horas y los españoles habían sido derrotados. Tuvieron 1400 muertos y 700 heridos. La mayoría fue tomada prisionera, salvo un grupo de 500 hombres que logró escapar. Los patriotas tuvieron 309 muertos y 660 heridos.

 

Es verdad que quedó El Callao como único foco de resistencia, que se rindió al año siguiente, pero en Ayacucho terminaban quince años de guerra.

 

Con el virrey prisionero y con siete heridas, ya que había combatido cuerpo a cuerpo, el que decidió la capitulación fue el general José de Canterac, jefe de la reserva. A los 14 generales españoles se les ofreció la posibilidad de retornar a España y todos aceptaron. Pero el pueblo español no sería benévolo con ellos. Se ganarían el apodo despectivo de “ayacuchos”.

 

La mayoría de las guarniciones realistas acantonadas en distintos puntos del territorio aceptaron la capitulación, y los últimos que se habían negado a dejar las armas, se rindieron el 16 de enero de 1826.

 

La noticia del triunfo de Ayacucho demoró en llegar a Buenos Aires. El teniente coronel Medina, el correo que llevaba los pliegos oficiales, fue muerto en Guando por una partida de rebeldes que no lo reconocieron. Recién en la noche del 21 de enero de 1825, gracias a una carta enviada desde Lima por el comerciante inglés Cochrane, los porteños se enteraron de la victoria. Hubo festejos, fuegos artificiales y manifestaciones callejeras.

 

En la posada con patio del inglés James Faunch, en la esquina de Rivadavia y 25 de mayo, uno de los mejores alojamientos de la ciudad, los comerciantes británicos ofrecieron un banquete con 100 cubiertos, al que asistieron ministros, diplomáticos y ciudadanos. Se reconocieron a viva voz a militares vivos y muertos y se recordaron batallas en 14 brindis. También hubo festejo en el Consulado ofrecido por los ministros de Gobierno y de Guerra, que reunió a lo más calificado de la sociedad porteña. En todas las celebraciones, los salones fueron adornados con los retratos de Bolívar, Sucre, Necochea y con las banderas de varios países americanos.

 

No se recuerda que alguien haya propuesto un brindis por José de San Martín ni que se haya pronunciado su nombre. Desde que dejó Perú, debió soportar una intensa campaña de desprestigio y hubo planes para asesinarlo cuando intentase viajar de Mendoza a Buenos Aires. El 10 de febrero de ese año había partido a Europa.

 

Sin ningún comité de bienvenida, el lunes 13 de febrero de 1826 llegaron a la Plaza de la Victoria 78 granaderos. De ellos, siete tenían el récord de haber peleado desde el combate de San Lorenzo, librado trece años atrás: el paraguayo José Félix Bogado, el cordobés José Paulino Rojas, el catamarqueño Francisco Olmos, el puntano Eduardo Damasio Rosales, Segundo Patricio Gómez, Francisco Vargas y el guaraní Miguel Chepoya, trompa de órdenes. Traían a sus compañeros que se habían sublevado en El Callao.

 

Participarían en la guerra con el Brasil y luego desaparecerían de la escena. Habían pasado 11 años desde el histórico combate de San Lorenzo. Para ellos, la misión había sido cumplida.

LA EPOPEYA DE HIPÓLITO BOUCHARD

 


 y la increíble historia de cuando California fue argentina por una semana

 

Adrián Pignatelli

 

Infobae, 24 de Noviembre de 2022

 

El 24 de noviembre de 1818 se izó la bandera argentina en el fuerte de Monterrey gracias a la intrepidez del famoso corsario que dio la vuelta al mundo en el buque “La Argentina”, armado con 34 cañones

 

La ceremonia se repite invariablemente todos los 9 de julio desde 1983. En Bormes les Mimosas, un pueblito cercano a Saint Tropez, se canta el himno argentino en una plazoleta donde está el busto de uno de sus hijos, que se hizo conocido en la América y en los mares del mundo, Hipólito Bouchard.

 

Este marino, que se llamaba André Paul, que cambió por el de Hipólito -en homenaje a un hermano muerto- fue el responsable de que California fuese argentina durante una semana.

 

Era un francés irascible, de carácter fuerte y a veces intolerante, aunque de proceder justo y bondadoso. Cuando llegó a Buenos Aires por 1809 ya había peleado en el mar por su país natal. En 1811 fue uno de los protagonistas de la incipiente escuadra patriota que se había formado a los ponchazos. Incorporado al Regimiento de Granaderos a Caballo, su papel en el combate de San Lorenzo fue relevante. Mató al abanderado español y se apoderó del estandarte enemigo, al punto que José de San Martín lo destacó en el parte de batalla. “Y le arrancó con la vida al abanderado el valiente oficial D. Hipólito Bouchard”. Esta acción le valió que la Asamblea del Año XIII le otorgase la ciudadanía.

 

En 1812 se había casado con María Norberta Merlo Díaz, una porteña hija de un marino veterano de Trafalgar.

 

En septiembre de 1815 obtuvo la patente de corso, con la que comandó la corbeta “Halcón”, y con la que haría campaña junto al almirante Guillermo Brown. Como ayudante de piloto, nombró a Tomás Espora, un joven marino de 15 años que también haría historia.

 

Nuevamente en Buenos Aires, se propuso dar la vuelta al mundo y hostigar a los buques españoles que se le cruzasen en el camino. Así, en sociedad con el armador Vicente Anastasio Echeverría, armó “La Argentina”, un buque de 34 cañones, con los calibres que pudo encontrar en una Buenos Aires económicamente exhausta. Reunió 180 hombres, entre marinos e infantes.

 

El 27 de junio de 1817 zarpó de la Ensenada de Barragán y, entre sus papeles, llevaba varias copias de la declaración de la independencia. Puso proa al Atlántico, pasó por el cabo de Buena Esperanza, estuvo en Tamatave, Madagascar y ya en el Pacífico, cuarenta de sus hombres habían muerto víctimas del escorbuto, por la falta de frutas y verduras. Ante la desesperación, alguien propuso enterrar a los enfermos, dejando solo su cabeza descubierta. Que la tierra se ocupase de la cura. Algunos fallecieron pero la mayoría sobrevivió a ese extraño tratamiento.

 

Luego de una escala en Java, en la zona de Las Filipinas capturó 16 barcos mercantes y en marzo de 1818 rumbeó para las islas Sandwich, que luego cambiaría su nombre por la de Hawaii. En una de ellas, se sorprendió al saber que el rey Kamehameha I se había adueñado de la corbeta “Santa Rosa”, también conocida como “Chacabuco”. Su propia tripulación, amotinada, se la había vendido y muchos de ellos estaban desperdigados por la zona. Luego de una trabajosa negociación, Bouchard logró la devolución del buque -que así se incorporó a su campaña- y suscribió con el monarca local una suerte de tratado de unión para la paz, la guerra y el comercio, que algunos interpretan como el reconocimiento tácito de una nación extranjera a la independencia de las Provincias Unidas.

 

El 21 de octubre de 1818 partieron hacia California. El corsario ignoraba que un mercante español ya había llevado la alarma a la guarnición española cuando advirtió de la probable llegada de los corsarios rioplatenses.

 

La extensa bahía de Monterey cobijaba el Presidio Real de San Carlos y una aldea de unos 400 habitantes. Cuando el 20 de noviembre los buques corsarios aparecieron en el horizonte, el gobernador Pablo Vicente Solá ordenó evacuar a mujeres, ancianos y niños, tomó los caudales reales y puso prudente distancia de los atacantes, y esperó en el Rancho del Rey, actualmente la ciudad de Salinas. En la guarnición quedaron 65 soldados al mando del sargento Manuel Gómez a aguantar lo que se venía.

 

Bouchard ordenó al “Santa Rosa”, de menor calado que “La Argentina”, que se acercara a las murallas de la fortificación, a fin de hostigar las defensas y desembarcar. Pero el barco fue acribillado a disparos durante quince minutos y el teniente primero Guillermo Shepperd no tuvo más remedio que rendirse.

 

Llamó la atención que lo españoles no abordasen la nave rendida. Cuando el marino comprendió que no disponían de barcos para hacerlo, armó un operativo de rescate del barco -a merced del enemigo por la falta de viento- que se hizo exitosamente. Detrás de las murallas se escuchaba el festejo por el rechazo al ataque.

 

“Yo formé en este momento el designio de acabar con su alegría”, escribiría el francés. Y con 200 hombres, en la madrugada del 24 de noviembre, desembarcó a una legua del fuerte. Lo hizo en nueve botes y llevó un cañón. Los españoles que les salieron al encuentro no pudieron detenerlos y cuando escalaron los muros de la fortificación, los defensores huyeron despavoridos por el portón principal.

 

Se izó la bandera argentina y durante seis días, en los hechos fue territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Se apropiaron del ganado que serviría como comida para el viaje; los animales que no pudieron llevar fueron sacrificados. Luego de liberar a los prisioneros, incendiaron el fuerte, la residencia del gobernador -que esperó inútilmente refuerzos- y las casas de los españoles. Por orden de Bouchard, tanto las iglesias como los domicilios de los americanos no fueron tocados. También inutilizaron los cañones.

 

El 29 dejaron Monterrey. Fueron al rancho El Refugio, cercano a Santa Bárbara, propiedad de la familia Ortega, contraria a los movimientos independentistas mexicanos. Nuevamente, se apropiaron de todo lo que pudieron llevarse y el resto lo quemaron y destruyeron. El 16 de diciembre, en San Juan de Capistrano, una misión fundada por el padre Junípero Serra en 1776, ofrecieron pagar por bolsas de papas, de trigo y por animales. Los españoles se negaron y escaparon luego de una breve resistencia. Los corsarios se reaprovisionaron de víveres y destruyeron las casas de los peninsulares.

 

Se movían rápido, porque en ese raid cuando las tropas españolas llegaban, las de Bouchard ya habían partido. El 17 de enero de 1819 bloquearon el puerto mexicano de San Blas y el 4 de abril atacaron El Realejo, un puerto clave del comercio español ubicado en la actual Guatemala. Finalmente, el 9 de julio de 1819, en el tercer aniversario de la independencia, Bouchard fondeó en el puerto de Valparaíso.

 

Lejos de ser recibido como un héroe, por orden del almirante Cochrane fue acusado de piratería y encarcelado. El 9 de diciembre de 1819 fue declarado inocente. Cuando recuperó sus barcos, éstos habían sido despojados de sus cañones, de sus velas y sus bodegas estaban vacías.

 

Quiso regresar a Buenos Aires, pero José de San Martín le pidió que se quedase unos meses en el Perú. En 1828 abandonó la marina y el congreso peruano lo premió con las haciendas de San Javier y San José.

 

Fue asesinado a cuchilladas el 4 de enero de 1837 por sus esclavos, cansados de los malos tratos de ese marino taimado que pasaría a la historia por hacer que California fuera argentina por una semana.