A 200 AÑOS

 


de la Constitución de Córdoba

El próximo sábado, Córdoba celebra 200 años de su Constitución Provincial. El 30 de enero de 1821, bajo el mando del gobernador Juan Bautista Bustos, se dictó el Reglamento Provisorio y el 1 de febrero, el entonces gobernador, firmó el decreto de promulgación que fue publicado en el Boletín Oficial.

La Voz del Interior, 27 de enero de 2021

 

Un poco de historia

Aunque la organización jurídico-constitucional de Argentina se puede ubicar en 1853 con la sanción de la Constitución Nacional, anteriormente existieron en Córdoba instrumentos de carácter constitucional. Como consecuencia de la batalla de Cepeda del 1 de febrero de 1820, se produjo una dispersión del poder y cada provincia quedó a cargo del manejo de su destino cortando así la “tradición” legada del período colonial.

 

El 21 de marzo de 1820, la Asamblea Provincial eligió por mayoría de votos a Juan Bautista Bustos como gobernador de la provincia, cargo que el caudillo asumió el 24 de marzo de ese año. El siguiente paso, trascendente en la vida institucional, fue dado en 1821, con la proclamación de la primera constitución provincial. Bustos se convirtió, entonces, en el primer gobernador constitucional de la provincia. Casi una década después de la Revolución de Mayo, la postura de Bustos en favor de la unidad nacional choca con la intención del poder central con asiento en Buenos Aires por lo que decide promover el dictado de la Constitución de la Provincia de Córdoba (llamado “Reglamento Provisorio para el Régimen y la Administración de Córdova”, por las circunstancias excepciones que vivía la nación).

 

Los miembros de la Asamblea provincial por voto directo y carácter democrático fueron quienes ratificaron la soberanía de Córdoba. De este modo, se establecía que “la provincia de Córdoba, es libre e independiente. Reside esencialmente en ella la soberanía y le compete el derecho de establecer sus leyes fundamentales por constituciones fijas y por Reglamentos Provisorios en cuanto no perjudique los derechos particulares de las demás provincias y los generales de la Confederación”.

 

De qué se trata

El Reglamento se dividió en secciones y capítulos que reconocían derechos del hombre y del ciudadano propios de las constituciones liberales de su época y organizaban los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, además del régimen municipal a través de Ayuntamientos y Cabildos.

 

El Reglamento tiene 8 secciones y 31 capítulos. En esencia, reconoce la preexistencia de la nación (Bustos pasa a ser el hombre fuerte del federalismo), se establece la división de los poderes, el derecho al voto de todos los ciudadanos, el derecho al trabajo, a la cultura, la industria y al comercio y el derecho a todos los habitantes a la educación, la inviolabilidad del domicilio, el auxilio a los indigentes y desgraciados.

 

La sección I se refiere a la Provincia y sus derechos y a los derechos del hombre en sociedad: el derecho a la vida, la honra, la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad y la educación. También se refiere a los deberes del hombre de respetar las leyes, someterse a la autoridad de los magistrados y autoridades, mantener la libertad y la igualdad de los derechos, contribuir a los gastos públicos y servir a la patria, cuando ella lo exija, haciéndole sacrificio de sus bienes y de su vida.

 

La sección II hace alusión a los deberes del cuerpo social expresando que la sociedad afianza a los individuos que la componen en el goce de sus derechos naturales y la sociedad debe proporcionar auxilios a los indigentes y desgraciados y la instrucción a todos los ciudadanos. Trata de la religión y declara a la Católica, apostólica, romana como la del Estado y la única verdadera, no pemitiendo otro culto público ni enseñar una doctrina contraria a la de Jesucristo.

 

Las secciones III y IV hablan de la ciudadanía, sus prerrogativas, y los modos de perderla o suspenderla. Así considera “ciudadano” a “todo hombre libre, siempre que haya nacido y resida en la Provincia (...), pero no entrará al goce de este derecho, es decir, no tendrá voto activo, hasta la edad de 18 años, ni pasivo hasta haber cumplido 25 o ser emancipado (...)”. También desarrolla la elección de los representantes para el Congreso de la Provincia, donde se refiere a las asambleas primarias.

 

En la sección V se refiere de los representantes del Congreso, los requisitos para serlo y la renovación bianual de la Sala de Representantes. La sección VI se refiere al Poder Legislativo, integrado por representantes que duraban 4 años en su mandato y se renovaban por mitades cada dos años pero se elegían en forma indirecta, haciéndose asambleas primarias que designaban electores y estos, a su vez, elegían, a los representantes y a las atribuciones del Congreso. También se refiere al Supremo Poder Ejecutivo, que reside originariamente en el pueblo, y es ejercido por un Gobernador de la República, elegido por el Congreso de la Provincia, con un mandato de  4 años y con posibilidades de ser reelegido una vez.

 

La sección VII desarrolla lo que tiene que ver con los Tribunales de Justicia y de la Administración en general. Por último, la sección VIII hace alusión a la justicia criminal y abarca temas muy dispares, como los que tienen que ver con las diferencias entre dos o más provincias o entre la provincia y los ciudadanos de otra, o con estados o ciudadanos extranjeros. Luego, en esta misma sección, explicita la elección de los cabildos, las competencias y atribuciones de los ayuntamientos, del Ministerio de Hacienda, del juzgado de comercio, de las milicias nacionales, de las milicias cívicas y termina con un capítulo donde declara que las autoridades tienen por obligación fomentar el interés por la literatura las ciencias, la agricultura, los principios de humanidad y benevolencia, caridad, industria y honestidad.

LA ÉPOCA DE ROSAS

 


Carlos Lumb

  Diario La Nación, 23 de octubre de 1923 

 

Habla un testigo de interesantes acontecimientos (1)

 

 LA EPOCA DE ROZAS

 

D. Carlos Lumb, que cumplirá mañana 95 años, ha sido testigo de grandes acontecimientos. Ha tenido vinculación directa e indirecta con personajes históricos. Oírlo conversar es revivir por un instante, no ya una época, no ya un suceso, sino épocas distintas y sucesos múltiples. Lo admirable es que a pesar de haber llegado a esa gran edad, conserva, con la plenitud de su inteligencia vivaz y la alegría serena de su espíritu, la memoria clara y prolija. Su aspecto mismo es el de un hombre como ya no se suele encontrar en la ciudad. Algo de ese pasado, que evoca con tan asombrosa precisión, se advierte en su airosa figura de anciano, un anciano caballero inglés en quien la sobria elegancia del traje, las líneas enérgicas del rostro y las patillas suavemente blancas recuerdan las viejas láminas de los libros familiares. Hijo de un comerciante británico establecido a comienzos del siglo XIX entre nosotros, nació en esta capital en 1828.

 

—Mi padre— nos decía D. Carlos Lumb— se vino a la Argentina en un tiempo muy difícil para Inglaterra. Tenía allí su casa de comercio. Los negocios no iban bien. Las guerras napoleónicas habían producido una crisis profunda y las huelgas se sucedían unas tras otras, debido a que la gente, acostumbrada a la incertidumbre y a las necesidades creadas por la situación, tardaba en recobrar sus hábitos normales. Ocurría entonces lo que ocurre ahora en Europa. Fué precisamente cuando llegó a Liverpool una Comisión argentina con el objeto de comprar armas para las luchas de la independencia y la acompañaba un oficial francés, el capitán Aymard, que se relacionó con la familia de mi padre y al contarles lo que era este país naciente de América y las perspectivas que ofrecía, se entusiasmó un tío abuelo mío y resolvió venirse y se vino, con mi padre, en un barco de vela, junto con el capitán Aymard. Mi padre, que era un muchacho, se arraigó rápidamente en la pequeña sociedad anglo-porteña de aquellos años en que Buenos Aires era lo que ya nadie puede imaginar, es decir, una villa colonial de población reducida y en la cual, sin embargo, se agitaban las fuertes y continuas pasiones propias de un país que se está creando en la confusión y en medio de terribles dificultades.

 

Mi padre se estableció con un saladero y se vinculó rápidamente al trabajo de la ciudad, a sus negocios que se realizaban en una forma absolutamente primitiva. Pero mis recuerdos personales datan de un tiempo muy posterior. He vuelto a asistir a la vida del Buenos Aires de mil mocedad al darse “La divisa punzó”, del Sr. Groussac. He conocido a los personajes que figuran en ese drama. Así eran y así vestían. Si los hechos son o no son tan exactos desde el punto de vista histórico eso no me ha interesado mucho. De lo que he podido darme cuenta es de la verdad con que está reflejado el ambiente en esa obra. Se vivía entonces en una honda y continua angustia. Todos dependían en su seguridad y en su tranquilidad, de lo que Rozas hacía o pensaba. Y no era fácil saber lo que Rozas pensaba y a menudo se ignoraba lo que hacía. Todos le temían y muy pocos se atrevían a hablarle con franqueza. El único justamente que se permitía hablarle con claridad era D. Juan Nepomuceno Terrero. Rozas lo consideraba y lo respetaba y lo prueba, además, la circunstancia de que don Juan Nepomuceno no usaba ni chaleco colorado ni cintillo en el sombrero. Y era un buen federal. Cuando yo volví de Europa me encontré, en los alrededores del año 44, con la situación peor y más grave del período de la tiranía.

Me habían mandado a estudiar a Inglaterra. Me embarcaron en un buque de vela —tenía entonces unos ocho años— y esto constituyó en mi caso un suceso dramático. Mi madre se pasó llorando la noche de la víspera y al día siguiente me llevaron al puerto. Yo estaba desconsolado. Lloraba en el camino hacia el embarcadero y los chicos del barrio me compadecían. Una muchacha de nuestra amistad, para consolarme me dijo algunas palabras tranquilizadoras y me puso un caramelo en la boca. Vean ustedes lo que son las casualidades: con ella me casé diez y seis años después. La casualidad ha sido la ley que presidió toda mi existencia. Por casualidad he visto cosas extraordinarias y por casualidad he conocido personas ilustres del país y del extranjero. Me fui, pues, a Inglaterra en un buque de vela. A poco andar me pusieron un traje de lona y caminaba corriendo en la cubierta como si hubiera nacido a bordo. Me trepaba por el cordaje como un grumete. Llegué por fin y me internaron en el Colegio de Grimston Lodge de York, donde me inicié en los estudios que consistían en el conocimiento profundo de los conocimientos indispensables en el latín y en historia sagrada. Para los chicos ya era el “muchacho americano”, el “boy” que hablaba español y este hecho debía ponerme pronto en contacto con un personaje célebre. Un día efectivamente, me vistieron con mis ropas más nuevas, me peinaron con aguas finas, me (ilegible) cuidadosamente y me condujeron a la residencia de lord Howden. Lord Howden tenía ya un alto prestigio político y militar y al saber mis condiscípulos adonde me llevaban me suplicaron que solicitara un día de asueto para la escuela. Lord Howden quería hablar español conmigo. Hablaba muy bien nuestro idioma aunque se ha dicho lo contrario. Me sentó en sus rodillas y conversó paternalmente con el “boy” americano. Lord Howden que era de una distinción suprema y de una elegancia extremada me preguntó si quería pedirle algo.

 

—Sí, señor— le contesté; —los muchachos del colegio me encargaron que le suplicara un día de asueto.

Lord Howden me condujo al colegio y solicitó al pastor que dirigía el establecimiento que nos diera libertad. Mis condiscípulos me llevaron en andas. Pero no disfruté mucho de la popularidad porque una epidemia de escarlatina dispersó a los chicos y así me incorporé yo a un instituto de la Universidad de Liverpool e hice mi viaje por aquella Inglaterra que apenas tenía tres ferrocarriles, que limpiaban sus altas chimeneas con gruesos escobillones y que se alumbraba con candiles y velas. Volví a Buenos Aires hecho mozo. La situación era en extremo grave. El bloqueo persistía en todo su vigor y eso daba precisamente fuerza a Rozas ante la opinión. Representaba el sentimiento nacional en el orden exterior y cualquiera que fuese su política interna se veía en su actitud la defensa del decoro del país, como lo explica el regalo de la espada de San Martín. Los aliados habían ordenado el embarque de los ingleses. Me acuerdo que al regresar a Buenos Aires fuí con mi padre a visitar al ministro de Inglaterra. Mi padre le llamó la atención sobre el error que importaba el bloqueo y le aseguró, además, que ningún inglés abandonaría el país. Y así sucedió. La colonia inglesa era muy considerada. Rozas le había dado su palabra de que nadie la molestara. Y nadie la molestó. El canónigo irlandés a quien acudían todos los miembros de la colectividad, trabajó en este sentido con su ascendiente y con su autoridad. Sólo dos irlandeses se fueron y tuvieron un fin desventurado. Murieron en la miseria. Los ingleses se quedaron y el bloqueo continuó. Un día llegó a Buenos Aires lord Howden. Mi padre le dió una recepción. Me acuerdo de su aparición en la sala. Estaba magnífico; cubierto de condecoraciones y de medallas, hizo una larga y honda reverencia. Me reconoció y conversamos en español. Algunos días después apareció en nuestra casa. Era más de media noche, Nos dijo a mi padre y a mí:

 

—Me voy a Montevideo mañana. Voy a levantar el bloqueo.

En aquel tiempo —continuó diciéndonos D. Carlos Lumb— se vivía una vida monótona. Celebrábamos tertulias hasta las once de la noche, alumbrados por quinqués y velas de sebo que en verano se juntaban a cada rato y la negra tenía que enderezarlas y despabilarlas constantemente. Nosotros vestíamos en las tertulias y en los bailes, chaquetas y pantalones blancos sujetos a los zapatos con presillas de cuero. Las damas vestían trajes de clarín. Entonces, mi señor, los vestidos no arruinaban a las familias. Rozas vestía, como se le presenta en “La divisa punzó”. Una sola vez se puso frac y fué para recibir a lord Howden. El verdadero retrato de Rozas es, a mi juicio, el que le hizo el miniaturista Harvey, siendo presentado al dictador por el ministro Parish y por intermedio de Manuelita.

 

Yo vi la entrada del Ejército Libertador y me acuerdo, como sí fuera hoy, cómo los negros nos pedían que gestionáramos su libertad. He visto el saqueo que D. Justo José no tardó en reprimir. Hablé con él en el cuartel para pedirle la libertad de un negro que había servido en mi casa toda su vida. Volví a ver a Rozas en Southampton. Le llevaba yo diez mil onzas por encargo de don Felipe Vera, que era amigo del dictador. En esa ocasión conversé largamente con Manuelita, que era, sin duda, una gran dama. Al conocer la causa de mi visita se conmovió profundamente. Mientras estábamos conversando entró D. Juan Manuel. Don Juan Manuel hablaba en tono solemne, en tono de nota oficial, como era su costumbre. Se sentía satisfecho con la conducta que observaba con él el Gobierno inglés. Debo decirle que no aceptó el dinero de D. Felipe Vera. Hizo una defensa de su honradez y al referirse cómo había manejado los dineros públicos, aludió a una suma que carecía de comprobantes: la había invertido para conseguir la copia de las instrucciones que traía el comandante de la flota bloqueadora.

 

—¡La gente que he conocido por intervención de la casualidad!— exclama bruscamente el Sr. Lumb. He conocido al almirante Brown, he conocido al General O'Brien, de quien fuí amigo. O'Brien había ingresado a la casa de comercio de Dickson. Era dependiente. El señor Dickson dió una vez una comida al general San Martín y al presentarse O'Brien, exclamó el Libertador:

—¡Qué hermoso tipo de soldado!

Dickson le contestó:

—Lléveselo, señor, pues lo que es pará comerciante no sirve.

Así comenzó su carrera militar. ¿Creerán ustedes, que he conocido al Dr. Lepper? Pero ustedes no saben quién era Lepper. El Dr. Lepper, era médico de Napoleón cuando éste estuvo prisionero a bordo de un barco de guerra inglés. Se estableció aquí y mi padre fué su albacea. Fuimos muy amigos y he leído documentos suyos interesantísimos, entre ellos una carta en inglés del emperador. Fuí, señor mío, amigo de hombres ilustres. Fuí amigo del General Mitre, de D. Vicente Fidel, de Sarmiento. Siendo D. Domingo Faustino Presidente de la República se construyó por empeño de Vélez, el Ferrocarril Este Argentino de Concordia a Monte Caseros. Yo era presidente del Directorio e invité al señor Sarmiento a la inauguración. Era un ferrocarril estratégico. En Concordia hice el programa del acto, que comenzaba con una salva de 21 cañonazos. D. Domingo tomó el papel y corrigió “Dos salvas”, agregando:

 

—Para cualquier cosa bastan 21 cañonazos. Para un ferrocarril, en un país americano, debe celebrarse con una salva doble.

 

Hicimos en Concordia un paseo en lancha y no pudimos regresar. El río estaba picado. Tuvimos que hospedarnos de noche en el campamento de terrapleneros. Entretanto en Concordia circuló el rumor de que habían secuestrado al presidente. Se acuartelaron las fuerzas y la gente se alarmó. Por fortuna, se mandó una locomotora de exploración, que vimos llegar a media noche, como tanteando en las tinieblas y así regresamos. Sarmiento decía que a mi padre habría que levantarle una estatua por el lema que repetía siempre: lo que necesita la Argentina es paz y agua. ¿Cuántos años han pasado desde entonces?. Ya tengo 95 años y el 24 de este mes, al cumplirlos, no sé qué excusa invocaré ante mis hijos y mis amigos. Es verdad que yo no conozco la vejez. Lo que tengo es una vida prolongada. Me encuentro en la situación del piloto que ha recorrido su ruta, ha anotado en su mapa los puntos del itinerario y al acercarse al final ve ya el fin de su viaje, (ilegible) de la última costa. Así he vivido yo, con la fe tranquila del creyente y podría terminar con las palabras del cardenal Wolsey en el “Enrique VIII”, pues si mi Shakespeare…(ilegible hasta el final del párrafo)

 

 

(1) Hace unos años atrás pude leer en la hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación, el testimonio brindado por el Sr. Carlos Lumb, próximo en ese entonces a cumplir los 95 años, que fue publicado en el diario La Nación del día 23 de octubre de 1923 con el título “Habla un testigo de interesantes acontecimientos”. Toda la colección del diario La Nación, de la Hemeroteca, se encuentra microfilmada, por lo cual hay partes de las distintas publicaciones que son ilegibles.

 

Publico en este blog este interesante testimonio dejando constancia en su transcripción, las partes que resultaron ilegibles, que por suerte son pocas –dos palabras y los siete últimos renglones- y por lo cual el relato no se encuentra afectado en su comprensión.

 

                                       Norberto J. Chiviló, enero de 2021

MARÍA LORETO SÁNCHEZ DE PEÓN


 patriota salteña y espía de Güemes

POR PABLO A. VÁZQUEZ

La Prensa, 17.01.2021

 

La emancipación continental tuvo en el teatro de operaciones del Alto Perú -el actual centro y sur de Bolivia- sumando los territorios de las actuales provincias argentinas de Jujuy, Salta y Tucumán, su rostro más feroz. Lucha civil, guerra de recursos y combates hasta derramar la última gota de sangre involucraron a varones y mujeres patriotas que se unieron a la causa de Mayo siguiendo el liderazgo de Martín Miguel de Güemes contra la opresión “realista”.

 

Una de esas mujeres fue María Loreto Sánchez de Peón, nacida el 3 de enero de 1777 en Salta capital, hija del comerciante asturiano Ramón Sánchez Peón y de María Antonia Ávila. Casada con Pedro José Frías Castellanos, comandante patriota que combatió en Tucumán, perdiendo una pierna en el enfrentamiento favorable a los patriotas, y con quien tuvo dos hijos: Eustoquio Frías y Pedro José Frías Sánchez, siendo el primero destacado granadero que participó de la campaña sanmartiniana al Perú, siguiendo su lucha hasta Ayacucho, para luego intervenir en la guerra contra el Brasil y sumarse al bando unitario en las guerra civil.

 

El valor de María Loreto fue la de jugarse por la causa patriota con las armas que tuvo a su alcance: la astucia y coraje para espiar al enemigo.

Pacho O’ Donnell en El grito sagrado (1997) rescató de José María Aubin en su Anecdotario argentino (1910) la fundamental labor de esta salteña en tiempo de nuestra emancipación, resumiendo su accionar: “Haremos justicia con una dama de la alta sociedad salteña, doña María Loreto Sánchez de Peón, quien cumplió tareas que hoy llamaríamos de “inteligencia”, necesarias para la causa patriota. Para ello, simulando ser una vendedora callejera de pan, masas y alfajores, por ella misma preparados, se deslizaba en los patios de los cuarteles realistas y, ofreciendo sus productos, aguardaba el momento del pase de lista.

 

Como la mayor parte de las mujeres de su tiempo, era doña María Loreto poco fuerte en el arte de contar, pero ella, para no equivocarse, echó mano de un expediente muy ingenioso.

 

Llevaba en la cesta que usaba para sus ventas una buena cantidad de granos de maíz y atadas a ambos lados de la cintura dos bolsas vacías. Cuando el soldado cuyo nombre se gritaba respondía presente, la fingida vendedora deslizaba un grano ene le bolsillo de la derecha; haciendo lo propio en el de la izquierda cuando se escuchaba ausente.

 

Concluida la lista continuaba acurrucada en su rincón con la canasta depositada en el suelo, ofreciendo a los soldados de la causa del Rey, insinuante y humilde, el pan y las masas, contestando con chanzas y donaires las bromas de unos y las groserías de no pocos. Al fin, haciendo que le dolía dejar el puesto sin haber vendido todas sus vituallas, abandonaba el patio compelida por las rudas insinuaciones de algún avinagrado sargento de pésimo genio.

Volvía a casa ya entrada la noche, disimuladamente y esquivando testigos inoportunos, para vaciar las bolsas atadas a su aristocrático talle y transmitir a Güemes, después de bien contados los granos de maíz, el número exacto de los enemigos a quienes debía combatir”.

 

Su red de “bomberas” o espías contaba con la jujeña Juana Moro, patriota condenada a morir en su casa tapiada por los realistas, conocida como “la emparedada”, a quien le dedicaron la zamba La Juan Moro; Gertrudis Medeiros, la cual soportó ser amarrada a un algarrobo y marchar encadenada a Jujuy; Juana Manuela Torino, salteña, que se plegó con sus hijos a la causa patriota a pesar de la negativa posterior de su esposo; Celedonia Pacheco y Melo, quien sumó su empeño a espiar los movimientos de los realistas en su Salta natal; la “China” María Petrona Arias, la que su destreza como jinete permitió avisar de los movimientos realistas a las tropas de Güemes; Martina Silva de Gurruchaga, a quien Manuel Belgrano, por sus donaciones pecuniarias y bordar una bandera para la batalla de Salta, nombró “capitana del Ejército”; Andrea Zernarrusa, salteña decidida en brindar informaciones sobre las tropas españolas; y Magdalena “Macacha” Güemes, hermana del prócer, espía sin par, luchadora de nuestra independencia, impulsora de la facción “Patria Vieja” en defensa de su hermano, “madre del pobrerío” y, con los años, decidida federal.

 

A su vez Lily Sosa de Newton en su Diccionario biográfico de mujeres argentinas (1972) detalló sobre Loreto: “Refiere la tradición que iba de Salta a Jujuy y de ésta a Orán llevando informes cosidos en el ruedo de su pollera. Estando la ciudad en poder de los realistas y sitiada por los patriotas, ideó ocultar la correspondencia en el tronco de un árbol que crecía a la orilla del río Arias, improvisado buzón que sirvió en todas las invasiones posteriores”.

 

El avance realista, iniciado desde la quebrada de Humahuaca a fines de 1816 hizo que tomaran la ciudad de San Salvador de Jujuy en enero de 1817 y, con el mando de La Serna, tuviesen como objetivo Salta, la que ocuparon el 15 de abril. Todo con un gran número de pérdidas, dado el constante ataque de los gauchos salteños que permanentemente hostigaban a las tropas invasoras. La toma de la ciudad fue resistida por niños, niñas y mujeres desde las azoteas de las casas mientras la caballería de Güemes se batía con valentía. Y aún tomada la ciudad los ataques “infernales” no daban tregua al usurpador español. La guerrilla patriota acosó tanto a los realistas que estos decidieron abandonar Salta el 4 de mayo.

 

Una de esas acciones contó con una destacada participación de María Loreto Sánchez de Peón. “En 1817, el general La Serna, que ocupaba Salta, dispuso una expedición a los valles calchaquíes, pero - según el relato de Lily Sosa - como conocía las actividades de las mujeres, siempre preparadas para el espionaje en favor del ejército de Güemes, organizó un baile que debía celebrarse la misma noche en que saliera la expedición, y al cual serían invitadas las sospechadas de patriotas para neutralizar su acción. Las tropas partieron con sigilo, tomando una dirección contraria a la que pensaban llevar. Doña Loreto se enteró por un oficial concurrente al baile de lo que sucedía y, saliendo del salón, montó a caballo y corrió a dar parte de la novedad. Los realistas fueron sorprendidos en su camino y obligados a pelear con tropas que aparecían sucesivamente y que por fin los hicieron volver a la ciudad”.

 

El abandono de las tropas de La Serna de la capital salteña no mermó la actuación de las mujeres patriotas. María Loreto se constituyó en Jefa de Inteligencia de la Vanguardia del Ejército del Norte y, siguiendo a Ercilia Navamuel, “como tal, autora de un plan continental de “Bomberas” que fue aprobado por el general Güemes. Para cumplir con ello se contactó con otros patriotas del Norte, como Antonio Álvarez de Arenales y Juana Azurduy de Padilla. En estas actividades estuvo Doña Loreto desde 1812, en tiempos del general Belgrano, hasta 1822, en todo el período de la Guerra Gaucha con el general Güemes”.

 

Concluyó Sosa: “Las tradiciones locales refieren que siempre adornó sus cabellos blancos con cintas celestes, siendo la última que ostentó la divisa de aquellos años difíciles. Vivió y murió en la pobreza. En 1856 la Sala de Representantes de Salta le dio una pensión de 12 pesos”.

Su arrojo y valentía al servicio de la patria debe ser conocida por las actuales generaciones, así como el sacrificio de aquellas mujeres que la acompañaron dejando todo por el sueño de una nación libre de todo jugo opresor.

 

 

Pablo A. Vázquez

*Licenciado en Ciencia Política; Docente de la UCES; Secretario del Instituto Nacional Juan Manuel de Rosas.