Por Luis Alberto
Romero.
Dios está en todas
partes pero atiende en Buenos Aires”. La popular frase revela las frustraciones
de un federalismo que no fue. En 1852, catorce provincias concurrieron a un
acuerdo constitucional basado en una ficción verosímil: la igualdad de
derechos. Pero la historia marchó en otro sentido. La formación del Estado y el
desarrollo del capitalismo centralizaron al país federal y fortalecieron el
papel de la ciudad capital.
Una centralización
parecida ocurrió con el relato de la historia de la Nación, usualmente narrada
desde la perspectiva de Buenos Aires. Esto resulta inevitable si se comienza,
como es habitual, con dos episodios típicamente porteños: las Invasiones
Inglesas y la Revolución de Mayo. Con ese arranque, es difícil salir de una
senda que, por ejemplo, denomina anarquía al período iniciado en 1820, cuando
Buenos Aires perdió su control de las Provincias Unidas.
Las cosas serían
diferentes si se mirara simultáneamente lo que ocurrió en Chuquisaca,
Montevideo o Asunción; en Santiago de Chile, Caracas, Bogotá o México, pues
entre 1808 y 1810 el Imperio hispánico se resquebrajó en varios puntos
simultáneamente, También serían diferentes si se privilegiara, antes que la
Revolución de Mayo, la Declaración de la Independencia en Tucumán, en 1816.
Contar las cosas
desde Buenos Aires es algo difícil de evitar, aun para quienes se lo proponen.
Muchos historiadores de las provincias suelen reivindicar con energía la
especificidad de sus circunstancias, ya se trate de 1810 o de 1945, pero
finalmente terminan ubicando su relato como una variante de la gran narración
nacional con centro en Buenos Aires.
Como escribió el
historiador Fernand Braudel, es difícil evadirse de estas “cárceles mentales”.
Para los mendocinos,
y no solo para ellos, la conmemoración del bicentenario de la llegada de San
Martín a Mendoza abre la posibilidad de desarrollar otra mirada. ¿Cómo fue esa
historia desde la perspectiva de San Martín?
Recuérdese que nunca
estuvo cómodo en Buenos Aires, ni Buenos Aires lo trató con mucha estima. Desde
la Logia Lautaro ayudó a cambiar el rumbo del gobierno revolucionario, luego
dio pruebas de su pericia profesional, pero debió ceder el campo a Carlos de
Alvear, hijo dilecto de los porteños. En Cuyo, en cambio, se sintió a sus
anchas. Desde allí miró a Tucumán y al Congreso, y jugó todas sus cartas.
También miró a
Santiago, siguiendo atentamente los avatares de la política chilena, en la que
intervino muy activamente. Atisbó a Lima, su objetivo final, y a Buenos Aires.
En este caso, le bastó saber que su amigo Pueyrredón exprimiría los recursos
locales para solventar al ejército en formación. No le interesó la política
porteña, ni consideró que su gran proyecto estuviera ligado a la suerte de sus
facciones o al enfrentamiento con el artiguismo. Su negativa a defender al
Directorio es un hecho difícil de colocar en la historia de una nación
argentina narrada desde Buenos Aires. Pero en rigor, en 1820 la Argentina era
apenas un esbozo de proyecto, que muchos interpretaban de manera diferente.
Uno de ellos era San
Martín, para quien la ciudad rioplatense era una pieza más en el gran
rompecabezas hispanoamericano que tenía en mente. No es extraño que así fuera.
Basta pensar que este hijo de españoles, luego de vivir cinco años en Yapeyú
-un lugar cuya argentinidad estaba lejos de ser evidente por entonces- volvió a
la tierra de sus padres, ingresó en el ejército y sirvió al rey durante casi
treinta años. Allí se hizo liberal e ilustrado, trató con muchos otros
hispanoamericanos, como él, y entre ellos al general Solano, caraqueño, muerto
en Cádiz por una turba partidaria de Fernando VII.
Hispanoamérica no era
una colonia sino una parte del Imperio español, y poco después, en 1812, las
Cortes de Cádiz declararon que con España formaban una sola nación.
Hispanoamericano en España, liberal y masón (sic), sumergido en las guerras desatadas
por la invasión francesa, incómodo en un bando que incluía a quienes gritaban
“vivan las cadenas”, San Martín depositó sus esperanzas en una Hispanoamérica
liberada y liberal, donde construir un Estado fundado en la libertad y el orden.
Con esa mirada
hispanoamericana concibió todo su proyecto, y asistió, quizá con cierto
desconcierto, a la confusa emergencia de nuevos Estados, que comenzaban a
privilegiar sus intereses locales. Resistió a la tentación, común a otros
militares de entonces, de intervenir en los conflictos civiles. Fundó Estados,
pero no perdió la esperanza en alguna forma futura de integración. Hizo lo
posible para que todos tuvieran una matriz común, liberal y republicana. Estoy
convencido de que no fue un prócer argentino, sino mucho más que eso.
La mirada de San
Martín, cuyana e hispanoamericana, puede ayudarnos a entender la de Artigas,
quien no imaginó estar fundando la República Oriental del Uruguay. O la de
Güemes y la élite salteña, con el alma dividida entre Buenos Aires y el Alto
Perú. O o la del General Paz, que buscó asentar en Córdoba un proyecto
nacional, o la de Estanislao López, que tenía la misma esperanza con Santa Fe.
Esto es apenas el
comienzo de un ejercicio que puede repetirse respecto de muchos otros momentos
del pasado, sobre todo antes de que se generalizara la convicción de que Dios
atendía en Buenos Aires. Pero además, ese relato complejo debe ser puesto en
sintonía con las perspectivas del conjunto de las nuevas repúblicas
hispanoamericanas, con trayectorias parecidas y diferentes. No es tan difícil
reconstruir cada una de estas miradas. El desafío para los historiadores es
componerlas en un relato común y plural, como una fuga de Bach o un motete
renacentista.
Ilusiones, quizá.
Pero una historia más plural es parte de la construcción de un país plural en
su dimensión regional, con muchos centros que desarrollen, cada uno, sus
propias potencialidades, que se liberen de la tutela y las dádivas del gobierno
central y que aporten, cada uno con lo suyo, a la construcción de una nación.
Entonces Dios comenzará a atender en todas partes.
Fuente: diario Los
Andes
A decir verdad,
14-9-14