Antonio Caponnetto
Fue exactamente el
12 de agosto de 1806, aunque el hecho central que esa fecha memora —la
rendición britana— está precedido y continuado por otros que conforman una
totalidad más sustanciosa aún.
La educación
primaria o media ha vulgarizado esta magnífica hazaña, reduciéndola a una
efemérides menor en el calendario escolar. No se quiere advertir que en esta
contienda justísima se aúnan providencialmente nuestras tradiciones hispánicas
y criollas, así como se abrazan lo teológico con lo épico, la Fe con la
milicia, la genuina política con la verdadera Religión. No se quiere ni se sabe
advertir que se trató de la primera y grande epopeya del siglo XIX, ejecutada
explícitamente en honor de la Cristiandad. Las Dos Ciudades se enfrentaron, y
no era sólo Londres la una y Buenos Aires la otra, sino la Ciudad de los
Hombres y la Ciudad de Dios.
Si la Argentina
volviera alguna vez a valorar sus gestos fundacionales y soberanos, tendría
aquí, en la Reconquista, uno de sus más claros motivos de legítimo orgullo. Lo
mismo se diga para nuestra entrañable España, cuya abdicación de hoy la ciega
completamente para justipreciar un episodio heroico que, al fin de cuentas, se
llevó a cabo para custodiar este entonces reino suyo, tenido por lejano y
desdeñable para algunos.
A doscientos
cuatro años de la Reconquista, tanto tememos lo que pueda omitirse como lo que
pueda afirmarse. Si lo primero, porque callar ante la auténtica grandeza es
ruindad manifiesta e impiedad grave. Si lo segundo, porque las voces oficiales,
cuando se expidan, tergiversarán el sentido real de la historia, trágica
especialidad que ya vienen ejecutando impunemente.
De allí esta
sencilla iniciativa. Cantar las proezas tales como fueron. Exaltar a los paradigmas
que las protagonizaron, rescatar el sentido esencial de los acontecimientos,
suscitar la emulación de los ejemplos nobles.
Importa aclarar al
respecto que todos los personajes, los nombres y los hechos que aquí se
retratan, gozan de documentada veracidad (…) Pero existieron —y esto es lo que
queremos enfatizar— esos personajes que hoy, ganados por el prosaísmo y el
espíritu de cálculo, más nos parecen salidos de la leyenda que de la
historia. Existió una mesonera que
increpó la pusilanimidad de quienes entregaron la plaza invadida, una esposa
tucumana que recogió el fusil del esposo muerto, un fraile que se negó a
cohonestar la ubicuidad del obispo, un soldado alemán muerto en combate, que
por católico se pasó a las filas gauchas, desertando de las inglesas, un
librero fogoso que abandonó los anaqueles y espada e mano murió en la liza.
Existió el “ejército invisible” de los conjurados patriotas reconquistadores, y
el manco francés que estuvo en la primera línea de fuego, o el incontenible
catalán a quien no podían frenar los piquetes herejes. Existió el pueblo, que
en nada se parece a lo que hoy demagógicamente así se llama; y existió el
Caudillo, su paladín y su norte.
Existió Buenos
Aires. A mí no se me hace cuento, como
en el famoso poema borgiano. Se me hace lágrima y herida y esperanza.
Llanto por el bien
perdido y nostálgicamente añorado. Ese “¡ay de ti!” que dijera Anzoátegui, con
licencia garcilasiana para utilizar el ubi sunt. Herida porque la cicatriz me
dura, del dolor patrio abierto en el costado, que diagnosticaron los versos
marechalianos. Pero también y siempre, empecinadamente, la esperanza. Porque
Buenos Aires se llama Ciudad de la Santísima Trinidad, y donde está Dios en su
inefable triplicidad y unicidad, no puede sino caber la esperanza.
A veces, es
cierto, recorriendo sus calles en el trajín de los días y ante la pringue
intolerable que ha ganado a sus habitantes y a su paisaje todo, parecería que
se desvanece completamente cualquier expectativa o promisoria espera. Sin
embargo, sea por una sobreviviente esquina sin ochava, por un campanario cuya
visión no empaña cablerío alguno, por un portón macizo con herrajes negros, un
muro de ladrillos enormes, o un indeclinable altar vuelto al Señor,
jerárquicamente, algo me hace presentir que, desde alguna azotea o desde alguna
plaza, se gritará de nuevo y para siempre la voz de Reconquista.
Fuente: Crítica
Revisionista, 7 de agosto de 2011
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