LA MÁS REÑIDA BATALLA

 

en la guerra de los indios de la que se tenga memoria: a 150 años del combate de San Carlos


Luis Furlán


Infobae, 8 de Marzo de 2022

 

El 8 de marzo de 1872 se produjo el combate de San Carlos, acontecimiento clave de la lucha contra los pueblos aborígenes y de la Conquista del Desierto. Aquel enfrentamiento tuvo lugar al norte de la ciudad de San Carlos de Bolívar, cabecera del partido de Bolívar, en la provincia de Buenos Aires.

 

Hacia 1872, la frontera interna sur con el aborigen se apoyaba en una línea militar desplegada por el sur de las provincias de Mendoza, San Luis, Córdoba y Santa Fe, pasando por el norte, oeste, centro, sur y costa sur de la provincia de Buenos Aires, hasta Bahía Blanca y Carmen de Patagones. En la frontera interna norte, existía una línea militar contra los aborígenes del Gran Chaco.

 

Los pueblos aborígenes ubicados fuera de aquellas líneas fronterizas mantenían inestables relaciones con los gobiernos y con las autoridades políticas y militares de las fronteras interiores. A través de tratados que no garantizaban pacífica convivencia, se entregaban a los caciques artículos y beneficios a cambio de no invadir las provincias. Las inciertas relaciones con los aborígenes profundizaban los problemas de una Argentina con permanentes conflictos internos (montoneras federales) y tensiones externas (Brasil, Chile), y dificultaban sus esfuerzos para consolidarse como Estado nacional unificado.

 

En un escenario tan complejo, los aborígenes atravesaban las líneas militares y atacaban estancias y poblaciones para apoderarse de ganado, capturar personas, saquear y depredar. Dichas acciones desprestigiaban y humillaban a los gobiernos, debilitaban la defensa fronteriza, afectaban la integridad territorial y perjudicaban el progreso económico, la ocupación y colonización del territorio y los proyectos de modernización. El general Bartolomé Mitre advirtió que el problema aborigen se solucionaría en 300 años…

 

La guerra del Paraguay (1865-1870) y el conflicto del Litoral (1870-1871) descuidaron las fronteras interiores, que aprovecharon los aborígenes para realizar sus incursiones. A través de caminos bien definidos (rastrilladas), los aborígenes llevaban el ganado robado desde la provincia de Buenos Aires hacia Chile, donde era vendido o intercambiado por armas de fuego (la principal rastrillada era el Camino de los Chilenos), dinámica que instalaba a la tensión con Chile como nueva preocupación para Argentina.

 

El cacique más poderoso de aquellos años fue el mapuche-araucano Calfucurá, nacido en Chile entre 1770 y 1790, que desde 1834 se hallaba en nuestras tierras. Se estableció en Salinas Grandes (actual provincia de La Pampa), y en Chiliué fijó residencia y cuartel general. Calfucurá se convirtió en el principal cacique de los aborígenes de Pampa y Patagonia. Formó una Confederación, con centro en Chilihué, compuesta por mapuche-araucanos, ranqueles, pampas, salineros y otros pueblos más, de la cual fue líder indiscutido. Su extendido prestigio ganó adhesión entre los mapuche-araucanos chilenos.

 

Se destacó por su astucia política, habilidad diplomática y pragmatismo en las vinculaciones con los gobiernos y con las autoridades de las fronteras internas. Logró beneficiosos tratados, y mantuvo la iniciativa en sus relaciones con los blancos (huincas). Conocía muy bien la Pampa y Patagonia, especialmente las rastrilladas que comunicaban la provincia de Buenos Aires y Chile. Pilar fundamental de su poder fue el triángulo estratégico Salinas Grandes (residencia, cuartel general, nudo de comunicaciones y área de valor económico por sus recursos salineros); Carhué (zona de pastos para alimentar caballos y ganado saqueado); y Choele Choel (paso clave de la “rastrillada” hacia Chile).

 

Talentoso y hábil conductor en la guerra, adaptó la organización militar huinca al mundo aborigen. Apoyó su poder en la caballería y en sus numerosos “guerreros de lanza”, superiores a nuestras reducidas tropas de las fronteras del Desierto. Fue conocido como “Napoleón del Desierto o de las Pampas”.

 

Muy atento a los conflictos del período 1835-1873, Calfucurá forzó a nuestros gobiernos a firmar tratados de paz, aprovechó las desinteligencias políticas huincas, y continuó con sus invasiones (con o sin tratados), especialmente sobre la provincia de Buenos Aires, abundante en ganado, pastos y aguadas. Calfucurá consolidó su poder político y militar sobre la Confederación de Salinas Grandes, y se convirtió en auténtico amo y señor del vasto Desierto de Pampa y Patagonia entre 1835 y 1873.

 

El 5 de marzo de 1872, Calfucurá inició la mayor invasión conocida hasta el momento sobre la provincia de Buenos Aires, para lo cual reunió 6000 aborígenes. El poderoso cacique buscaba un golpe contundente para afianzar su prestigio y desalentar los proyectos del gobierno nacional de explorar el Río Negro y ocupar Choele Choel, clave en su triángulo estratégico. Entre el 5 y el 8 de marzo de 1872, Calfucurá arrasó los partidos bonaerenses de 9 de Julio, 25 de Mayo y Alvear. Sus fuerzas se apoderaron de numeroso ganado (entre 150 mil y 200 mil animales), se llevaron 500 personas cautivas y asesinaron 300 pobladores.

 

El responsable de enfrentar aquella gran invasión fue el general Ignacio Rivas, quien desde 1870 se desempeñaba en la provincia de Buenos Aires como Comandante General de la Frontera Sur, Costa Sur y Bahía Blanca. Nacido en 1827 en Paysandú (Uruguay), poseía una enorme carrera militar forjada en las guerras contra Rosas (1844-1852); en las batallas de Caseros (1852), Cepeda (1859) y Pavón (1861); en la guerra contra montoneras federales (1862); y en la guerra del Paraguay (1865-1870). Tenía también gran experiencia en la frontera y en las relaciones y la guerra contra el aborigen: enfrentó varias veces a Calfucurá (a quien conocía bien), y trató con caciques afines al gobierno nacional.

 

El general Rivas partió desde su comando en Azul el 6 de marzo de 1872 hacia la zona del fuerte San Carlos, donde los aborígenes continuaban sus actividades y preparaban su regreso a Salinas Grandes, vía “Camino de los Chilenos”. En San Carlos se hallaba el coronel Juan Boerr con el batallón 5 de infantería, Guardias Nacionales de 9 de Julio, vecinos bonaerenses y aborígenes aliados del cacique mapuche-araucano Coliqueo.

 

Acompañaban al general Rivas su escolta, el batallón 2 de infantería, el regimiento 9 de caballería y aborígenes aliados del cacique pampa Catriel. Antes de partir, sofocó sublevaciones aborígenes en las filas de Catriel y del teniente coronel Leyría. Para anticiparse a las fuerzas de Calfucurá y cerrarles el paso hacia Salinas Grandes, el general Rivas se dirigió hacia “Cabeza del Buey”, zona de aguadas que aprovecharían los invasores, donde los esperaría para batirlos. Por errores del baqueano, las fuerzas nacionales se perdieron en la inmensa campaña. Corregido el rumbo, marcharon al fuerte San Carlos, por pedido del coronel Boerr, quien temía ser sitiado allí. En la madrugada del 8 de marzo de 1872, el general Rivas llegaba al fuerte San Carlos.

 

En San Carlos se reunieron 1.800 hombres, la mayoría aborígenes aliados. Los coroneles Boerr y Nicolás Ocampo (comandantes de las Fronteras Oeste y Sur de Buenos Aires, respectivamente) y los tenientes coroneles Nicolás Levalle y Francisco Leyría eran veteranos de nuestras guerras civiles, del Paraguay y de la lucha contra el aborigen.

 

Confirmado el rumbo de las fuerzas de Calfucurá hacia Salinas Grandes, el general Rivas marchó para cerrarles el paso y darles batalla. Así organizó sus fuerzas: sobre el ala derecha los aborígenes de Catriel; al centro (coronel Ocampo) el batallón 2 de infantería y el regimiento 9 de caballería; ala izquierda (coronel Boerr) conformada por el batallón 5 de infantería, los aborígenes de Coliqueo, los Guardias Nacionales de 9 de Julio, vecinos bonaerenses y el regimiento 5 de caballería; en la reserva (teniente coronel Leyría) se quedaban los Guardias Nacionales y otros aborígenes.

 

Calfucurá contaba con 3500 aborígenes “de lanza”, entre mapuche-araucanos, ranqueles, pampas y salineros. Organizó tres formaciones principales de 1000 aborígenes cada una y una reserva de 500, que mandaban Manuel Namuncurá (derecha), los caciques Catricurá y Pincén (centro), el cacique Renquecurá (izquierda) y el cacique Mariano Rosas (reserva). De sus 6.000 aborígenes, 2500 transportaban ganado hacia Salinas Grandes y no contaban para el combate.

 

En la mañana del 8 de marzo de 1872 comenzó el combate, en el paraje Pichi Carhué, al norte de San Carlos. Las fuerzas del general Rivas combatieron a pie, y Calfucurá ordenó a sus aborígenes dejar los caballos (una de sus fortalezas) para enfrentar a las fuerzas nacionales de igual a igual. Nuestras tropas hicieron fuego con carabina y fusil, pero la lucha se convirtió en encarnizado entrevero, un choque cuerpo a cuerpo, a bayoneta, lanza, sable y boleadora. Según el general Rivas, “trabóse el más reñido y sangriento combate, sin ejemplo en estas guerras”.

 

Las fuerzas de Manuel Namuncurá arrebataron los caballos al sector del coronel Boerr, luego auxiliado por la reserva del teniente coronel Leyría. Reorganizado y formando cuadro, recibió apoyo del batallón 5 de infantería y rechazó las cargas enemigas. La lucha cuerpo a cuerpo se renovó con ferocidad, sin definir la situación.

 

Los aborígenes de Catriel retrocedieron, pero el cacique los arengó con energía y solicitó al general Rivas su escolta para fusilar a quienes eludían combatir. Reorganizadas sus fuerzas, cargó y rechazó al enemigo, pero sin resultado decisivo.En sus cargas, los aborígenes de Calfucurá se estrellaron contra los sólidos cuadros formados por las tropas nacionales: varios resultaron ensartados por las bayonetas, o volteados por culatazos y sablazos de nuestros soldados.

 

Calfucurá resistió sucesivas cargas de las fuerzas nacionales para dar tiempo a sus aborígenes a arrear el ganado saqueado hacia Salinas Grandes. Los constantes esfuerzos para cargar y contraatacar prolongaban la incertidumbre de la lucha. Para definir el combate, el general Rivas formó un fuerte bloque para quebrar la resistencia enemiga y, bajo su mando personal, ordenó una carga tan vigorosa y violenta, que rompió, desarticuló y derrumbó la formación enemiga, logrando finalmente la victoria. Los guerreros de Calfucurá se retiraron desordenados y divididos.

 

Las victoriosas fuerzas del general Rivas persiguieron a las hordas de Calfucurá para completar su derrota y arrebatarle el ganado robado, pero regresaron por el cansancio de los caballos, la falta de agua, el calor, las nubes de polvo y la falta de baqueanos.

 

Al caer la tarde, el combate había finalizado. Se recuperó gran número de vacunos (70.000 – 80.000), caballos (15.000 – 16.000) y ovejas. Fueron liberadas 74 personas cautivas. El enemigo tuvo más de 200 muertos y varios heridos; las tropas nacionales, 34 muertos y 16 heridos. Según el general Rivas, “la mortandad de los indios enemigos ha sido tan espantosa, que desde muchos años hasta ahora no se había visto una igual”.

 

El general Rivas destacó que el cacique Catriel, “en ningún momento desmintió su valor indomable, ni la fibra que caracteriza a la raza indígena, para darme una prueba de su firmeza, pidió una escolta para fusilar a individuos que dieran espalda al enemigo”.

 

Para el general Rivas, el triunfo en San Carlos fue “el más espléndido de cuantos hasta hoy se han conseguido sobre estos crueles enemigos, con el cual se ha quebrado por primera vez, y acaso para siempre, el poder salvaje de Calfucurá que por tan dilatados años ha sido el azote devastador de nuestras fronteras”; para Eduardo Gutiérrez, fue “la más reñida batalla en la guerra de los indios de la que se tenga memoria”.

 

Distintas calles de San Carlos de Bolívar recuerdan con sus nombres al general Ignacio Rivas, a sus valientes subordinados del Ejército Nacional y a sus fieles caciques aliados.

 

La victoria de San Carlos inició la declinación del poder de Calfucurá y de sus devastadoras incursiones. Su prestigio de a poco se apagó, y sus posteriores acciones no tuvieron la fuerza arrolladora de otras épocas. El 4 de junio de 1873 Calfucurá falleció en Chilihué. En su testamento advirtió: “No entregar Carhué al huinca”. En San Carlos de Bolívar, dos murales en la terminal de ómnibus y el nombre de una avenida, recuerdan su figura histórica.

 

Su hijo Manuel Namuncurá (padre de Ceferino), asumió la conducción de la Confederación de Salinas Grandes, que no recuperará la fuerza de su ilustre antecesor.

 

La victoria de las armas nacionales en San Carlos también preparó nuevos proyectos del gobierno nacional para las fronteras y la lucha contra el aborigen (como la “Zanja de Alsina”), y creó las condiciones para la decisiva campaña sobre el Desierto pampeano-patagónico del general Julio A. Roca a partir de 1879.

BATALLA DE ITUZAINGÓ


 la carga suicida de Federico de Brandsen, el valeroso oficial francés condecorado por Napoleón


Adrián Pignatelli


Infobae, 20 de Febrero de 2022

 

Era el martes 20 de febrero de 1827 y la batalla de Ituzaingó estaba en su apogeo. Nuestro país estaba desde 1825 en guerra contra el Brasil, tanto en tierra como en agua, disputándose lo que actualmente es Uruguay y parte del estado de Río Grande do Sul, donde ese combate se estaba librando.

 

Carlos Luis Federico de Brandsen era un parisino nacido el 28 de noviembre de 1785, hijo de un médico holandés. A los 23 años ingresó a la carrera militar y tres años después era alférez en el ejército napoleónico. A lo largo de las batallas en las que participó, cosechó tantas heridas como condecoraciones y ascensos. Herido en una pierna por un sablazo, luego por una bala de cañón, se destacó por sus acciones heroicas, como en el combate de Bautzen donde, a bayoneta calada, tomó una posición prusiana. Fue condecorado por el mismísimo Napoleón y fue su ayudante de campo. La última vez que fue herido en Europa fue cuando participó en la famosa campaña de los cien días de Bonaparte. Cuando éste fue derrotado, pidió la baja.

 

En París conoció a Bernardino Rivadavia, quien le propuso incorporarse al ejército en Buenos Aires. Lo destinaron al regimiento de Granaderos, que estaba en Chile, con el grado de capitán de caballería.

 

Estando el ejército acampando en Chimbarongo, en el centro de Chile, el teniente Pedro Ramos lo escuchó poner en duda la valentía de los argentinos. Ramos lo retó a duelo a sable. El francés logró herirlo levemente cerca de un ojo, pero recibió un planazo en la cabeza que lo dejó fuera de combate.

 

Descolló en los combates en los que participó. En Chancay, con solo 36 soldados derrotó a 150 españoles y contuvo el avance de 2000 enemigos. Él mismo mató de un pistoletazo a Bermejo, el jefe español.

 

En una oportunidad, el general Juan Antonio Monet le preguntó a Tomás Guido: “¿Tienen ustedes muchos oficiales como Brandsen? Guido respondió que “nadie lo supera en valor, y en cuanto a conocimiento y pericia en el arte de la guerra, no es fácil igualarle”. “Me alegro -respondió el español- porque si así fuera se nos enredaría mucho más la madeja”.

 

San Martín lo ascendió a coronel graduado y lo condecoró con la Orden del Sol. Continuó combatiendo con Simón Bolívar y por un conflicto entre ambos, fue desterrado a Chile.

 

Estando en Perú se había casado en 1821 con Rosa de Jáuregui, y tuvo tres hijos. De regreso en Buenos Aires, lo pusieron al frente del Regimiento 1 y marchó a la guerra con el Brasil. “Soy francés y aventurero. Desde Caracas hasta Chiloé y desde Chiloé hasta Buenos Aires, el suelo americano está humeando con la sangre de los aventureros de todas las naciones que han perecido en defensa de su libertad”, escribió en su diario.

 

Los jefes del ejército republicano estaban desorientados con las cambiantes decisiones del general Alvear. Hasta planearon rebelarse y separarlo de su cargo. No entendían las órdenes y contraordenes del comandante.

 

El ejército republicano estaba compuesto por unos 6200 hombres. El brasileño era superior en número, gracias a los 3600 soldados austríacos al mando del general Braün, con que el emperador de Austria había auxiliado a su yerno el emperador del Brasil. Aun así, las fuerzas de Alvear habían cosechado triunfos parciales en Camacuá, Bacacay y en El Ombú.

 

El ejército republicano estaba en el actual estado de Río Grande do Sul, en un punto que los brasileños conocen como Paso del Rosario. Habían llegado el 19 de febrero y Alvear dispuso que la infantería y la artillería cruzasen el río Santa María. Acamparon en un lugar que no era apto para el combate, con altos y espesos matorrales que impedían operar a la caballería. Ese 20 de febrero de 1827 las fuerzas enemigas -al mando de Felisberto Pontes de Oliveira e Horta, marqués de Barbacena- estaba a unos 15 kilómetros. Jefes como el propio Brandsen, José Valentín de Olavarría, José María Paz y Juan Lavalle le plantearon a Alvear que estaban en una posición comprometida y que era necesario ir al encuentro del enemigo en un terreno más beneficioso, y protegerse en las colinas que tenían detrás. Se adelantó un batallón al mando de Félix de Olazábal, la caballería comandada por el oriental Juan Antonio Lavalleja y una batería al mando del capitán Chilavert, que tuvieron un encuentro con las tropas brasileñas, que se envalentonaron creyendo que esas fuerzas cubrían la retirada del ejército republicano.

 

Las fuerzas frenaron dos cargas brasileñas, lo que permitió darle tiempo a reunirse a la mayoría de la caballería. Las fuerzas de Lavalle recibieron la orden de atacar a la caballería enemiga al mando de Bento Goncalvez, pero su carga fue frenada por un profundo arroyo seco y quedaron a merced de los tiradores brasileños.

 

Los brasileños avanzaban. Alvear ordenó a la caballería que estaba al mando del coronel José María Paz y Brandsen cargasen contra posiciones fuertemente defendidas por la primera división imperial. Los ayudaba un profundo zanjón.

 

Brandsen le hizo notar a Alvear que esa carga sería suicida, que no había ninguna posibilidad de éxito. El jefe hirió el amor propio del francés. Algunos aseguran que Alvear le dijo que seguramente no hubiese cuestionado una orden impartida por Napoleón. A Brandsen no le quedó más remedio que obedecer. Con su uniforme que lucía sus medallas, se puso al frente del Regimiento 1 y arremetió contra el zanjón.

 

Recibió una cerrada carga de fusiles. Desmontado y herido, volvió a ordenar atacar. Junto a media docena de sus oficiales y 60 hombres perdió la vida. En esa acción también murió Ignacio Lavalle, el hermano menor del general.

 

La situación era comprometida porque el ataque del cuerpo de Dragones y Coraceros también había sido rechazado y se esperaba una arremetida enemiga.

 

Fue una genial maniobra de Lavalle, que simuló retirarse del campo de batalla, que sorprendió a las fuerzas brasileñas que lo perseguían, y las dispersó. Paralelamente, el general Paz se lanzó sobre una división imperial y logró que la caballería enemiga huyese, aún cuando el militar cordobés perdiera la mitad de sus hombres por el fuego enemigo. Mientras tanto, los lanceros de Olavarría quebraron el ala izquierda enemiga.

 

Los brasileños ya no contaban con caballería y su infantería quedó desprotegida. Se retiraron del campo de batalla luego de once horas de lucha.

 

Cuando Juan Lavalle volvió de perseguir al enemigo, pasó por el lugar donde yacía el cuerpo acribillado de Brandsen. Los brasileños le habían robado la ropa y se lo identificó gracias a la cicatriz que tenía en la cabeza cuando se había batido a duelo con Ramos. Ordenó a sus soldados presentar armas en honor a tan valiente militar. Recogió su sable y su cartera, donde guardaba el diario de campaña de la segunda división. La última anotación la había hecho nueve días atrás. Cuando volvió a Buenos Aires, le llevó esas pertenencias a su viuda, quien le pidió que se quedase con el diario, en homenaje a la amistad que los había unido.

 

A las dos y media de la tarde del 4 de marzo llegó a Buenos Aires la noticia del triunfo. Hubo salvas de artillería, repiques de las campanas de las iglesias, bailes y durante tres noches seguidas la ciudad permaneció iluminada.

 

Entre los bagajes que los brasileños abandonaron en el campo de batalla, se encontraba un cofre en cuyo interior había una partitura de una marcha que el emperador Pedro I, con veleidades de compositor, le dio al marqués de Barbacena para que la ejecutase luego de la victoria que descontaba segura sobre los argentinos. Nuestro país la usó por primera vez el 25 de mayo de 1827, lleva el nombre de la batalla y se dispuso tocarla en los actos oficiales presididos por el presidente.

 

El destino quiso que la tumba de Brandsen, en el cementerio de La Recoleta, esté frente a donde descansa el sueño eterno Alvear, aquel jefe que lo había mandado a una misión suicida y que el francés haciendo honor a su valor, mostró su mejor cara a la muerte.

ASESINATO DE QUIROGA


Por: Manuel Galvez *

 

Fines de enero. Terrible noticia, que si no impresiona enormemente es porque al personaje no se lo conoce en Buenos Aires: el general Pablo Latorre, héroe de la Independencia y gobernador de Salta, que había caído prisionero el 19 de diciembre, ha sido, diez días más tarde, asesinado en la cárcel y en su lecho por los unitarios jujeños, que habían simulado pretender libertarle.

 

Y dos meses y medio después de la partida de Quiroga, el 2 de marzo de 1835, lunes de Carnaval, una pavorosa nueva consterna a todos: Quiroga y su comitiva han sido asesinados en la posta de Barranca-Yaco, a diez y ocho leguas de Córdoba  y cuando regresaba de su viaje. Suspéndese las fiestas de Carnaval. Los diarios aparecen enlutados. En el mundo federal hay pánico. Se teme que sigan los asesinatos. Rosas tenía razón.

 

Reúnese la legislatura. Maza no quiere conservar el mando. No hay una persona que no comprenda la necesidad de poner el gobierno en manos de Rosas. Los diputados, interpretando el deseo de toda la población y el propio, y como quien se refugia del miedo y del abandono –“el nublado se nos viene encima” dice un diputado- en el único apoyo, en la única fuerza grande existente, nombran gobernador a don Juan Manuel de Rosas, por cinco años y con la suma del poder público. No se trata de las facultades extraordinarias sino de mucho más. Buenos Aires quiere que Juan Manuel de Rosas, único hombre en quien cree, mande él solo, que él solo legisle y haga justicia, que encarcele y destierre y fusile cuando lo considere necesario. Buenos Aires quiere ser dominado despóticamente por el bello hombre rubio y poderoso.

 

Él solicita unos días para contestar. Carteles en las paredes piden orden y ruegan a Rosas que no abandone a sus amigos a la saña de los unitarios. Su respuesta desde la quinta de Terrero en San José de Flores es la de un legalitario y un demócrata: quiere que el pueblo vote si está conforme o no con la suma del poder público. Tres días dura la votación. Todos votan afirmativamente salvo, entre millares, unos cuantos corajudos que ni llegan a diez. Uno de ellos dice estar conforme con el elegido, pero no con el poder que se le otorga. Sus adversarios también votaron como todos. Domingo Sarmiento dirá más tarde que “nunca hubo un gobierno más popular, más deseado”. Otro de sus conspicuos adversarios, Esteban Echeverria, poeta y pensador, escribirá: “su popularidad era indiscutible; la juventud, la clase pudiente, hasta sus enemigos más acérrimos, lo deseaban, lo esperaban cuando empuño la suma del poder”. En 1842, el diario de Montevideo que más le calumnia e injuria dice: hablando de lo que él fue en este tiempo: “habría sido una injusticia no darle el titulo supremo de hombre de esperanzas, de poder, capaz de fijar los destinos argentinos”. Y agrega: “Rosas se paseaba triunfante por las calles de Buenos Aires, hacía gala de su popularidad, recibía a todo el mundo; era un eco de alegría y de aplausos el que se alzaba por donde él pasase; su cara era el pueblo, el pueblo le amaba”.

 

Juan Manuel de Rosas acepta ahora el cargo de gobernador. Acepta el desafío de los unitarios y se dispone para salvar al país. Buenos Aires exulta de júbilo. El pueblo celebra el triunfo con canciones. Los federales saben que ya nada podrán sus enemigos. La sociedad entera se siente segura, defendida. Todos hacen suyas las palabras pronunciadas en la Sala por uno de los más cultos e inteligentes diputados, por Juan Antonio Argerich, ex coronel y hoy sacerdote: “el pueblo aspira a que mande el ciudadano Juan Manuel de Rosas, pero que mande sin reato, y que mande y despliegue todo ese genio con que la naturaleza le  ha dotado en beneficio de nuestra Patria; todo el pueblo le marca, le desea, y, en una palabra, cree que él solo puede arar y trillar el campo para que la felicidad vuelva a nuestro país. No quiere limites el pueblo…”

 

Los escritores que más tarde harán oposición a Rosas llamándole “tirano”, y los historiadores actuales, parecen ignorar esas palabras. Ellas, sin embargo, revelan la opinión del pueblo entero. No es un solo hombre quien habla por boca de Argerich: es toda la Provincia, y él así lo dice. Esas palabras, y otra muchas, entre ellas las de Echeverria, demuestran que, para los contemporáneos de Rosas, ciertos actos suyos del primer gobierno, como la ejecución de Montero y los fusilamientos en San Nicolás, tan condenados por los unitarios y por los historiadores oficiales, no han tenido excesiva importancia o han estado justificados. No ha de haber sido Rosas tan tirano cuando todos, voluntariamente, claman por su vuelta al poder. Rosas no se ha apoderado del gobierno. A él lo han buscado, le han rogado. Ricos y pobres, todos creen que él solo, con su dura mano, puede gobernar. Todos saben que él solo puede imponer el orden, destruir la anarquía y organizar de nuevo la nación. Todos saben que él solo tiene el patriotismo y la capacidad de sacrificio para cumplir la misión trágica que anunciaban las palabras proféticas del general San Martin.

 

*Galvez, Manuel. Vida de don Juan Manuel de Rosas.

(Fuente: Crítica Revisionista, diciembre 2014)

EL FUSILAMIENTO DE DORREGO

 


 cartas desgarradoras, el tormento tardío de Lavalle y una viuda abandonada


Adrián Pignatelli


Infobae, 13 de Diciembre de 2021

 

Había sido la esposa del gobernador de Buenos Aires y estaba en la indigencia. Angela Baudrix, de 33 años, cuando le negaron una y otra vez la pensión que le correspondía por su esposo, gobernador fusilado, debió ganarse la vida cosiendo uniformes en la ropería de Simón Pereyra. Le pagaban una miseria, un oficio que era muy mal pagado en la Buenos Aires colonial.

 

En 1811, cuando contaba 16 años, había conocido a Manuel Dorrego, de 28. Se casaron en 1815, aún con la oposición de los padres de ella. Tendrían dos hijas: Isabel, en 1816 y Angelita, en 1821.

 

Manuel Críspulo Bernabé do Rego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Estudió en el Colegio de San Carlos y luego jurisprudencia en Chile, donde participó en 1810 de la revolución. Incorporado al Ejército del Norte, las dos heridas en el combate de Sipe-Sipe le valieron el ascenso a teniente coronel.

 

Volvió a demostrar su arrojo en las batallas de Tucumán y Salta, al mando de Belgrano, quien lo ascendió a coronel. Era tan valeroso como indisciplinado e irreverente, lo que le valió varios arrestos. Debido a su temperamento, el creador de la bandera lo marginó de la campaña que finalizaría con las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Belgrano llegó a decir que con Dorrego a su lado, no hubiese sido derrotado en estos combates.

 

Cuando San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte, también fue sancionado por burlarse en público de Belgrano. Volvería a las armas para pelear contra Artigas.

 

Su oposición al Director Pueyrredón le valió un destierro, que debía ser en Santo Domingo, pero que las contingencias lo llevó a Estados Unidos, donde vio el funcionamiento del federalismo. Cuando regresó, el país era un caos y la anarquía del año 20 de pronto lo sorprendió como gobernador interino. Con Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia en el poder, debió alejarse nuevamente. En 1827, luego de haber caído el gobierno, el Partido Federal lo nombró gobernador en agosto. Había recibido el apoyo de las provincias para continuar la guerra con Brasil y llegar a una paz aceptable. Presionado por los ganaderos y por la diplomacia inglesa y obstaculizado su propio gobierno por la burocracia que aún respondía a Rivadavia, debió rubricar la paz con Brasil, por la que aceptaba la independencia de la Banda Oriental. El coronel, de pensamiento auténticamente federal, de fuerte predicamento entre los gauchos y los más humildes, debió enfrentar el descontento de las tropas al sentirse traicionadas por el acuerdo de paz. Y comenzó la conspiración.

 

Que Juan Galo de Lavalle intentaba derrocarlo, fue una de las tantas advertencias que desechó. Pero lo cierto era que la revolución era un secreto que todos conocían. El antiguo granadero no estaba solo, sino que viejos compañeros de armas, como Soler, Alvear, Paz y otros tramaban a sus espaldas. Lavalle era un militar de 31 años recién cumplidos que había alcanzado su prestigio en los campos de batalla, primero con la campaña libertadora y luego en la guerra contra el Brasil. En buena ley se había ganado el apodo de “el león de Río Bamba”.

 

Ante el avance de las tropas de Lavalle, que no quería saber nada con parlamentar, el 1 de diciembre de 1828 Dorrego debió dejar la ciudad y se dirigió a la estancia de Rosas. Una elección exprés de unitarios realizada a la una de la tarde en la capilla de San Roque ungió a Lavalle gobernador por 79 contra dos, uno por Carlos de Alvear y el otro para Vicente López.

 

En su huida al sur de la provincia, descartó el consejo de Rosas que fuera para Santa Fe, dominios del caudillo Estanislao López. Decidió lo peor: enfrentar a las tropas de Lavalle en Navarro, con 2000 hombres y cuatro piezas de artillería, sumados unos doscientos indios pampas, que tenían sus tolderías en los dominios de Rosas. Este se quejaría más tarde: “Yo se muy bien que Dorrego es un loco”.

 

campos de batalla. En política, demostró ser influenciable

El 9 de diciembre fue rápidamente derrotado y en su huida, fue traicionado por dos oficiales a los que consideraba leales, Bernardino Escribano -que el año anterior había fundado Junín- y Mariano Acha. Dorrego fue arrestado en Salto y llevado a Navarro, donde acampaba Lavalle. Su primer impulso fue escribirle a Guillermo Brown, interinamente a cargo del gobierno. Le pidió garantías para dejar el país.

 

El general golpista era presionado por los hombres de levita de Buenos Aires. El 12 por la noche, recibió una misiva de Juan Cruz Varela: “Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darlo todo (…) Cartas como estas se rompen…” Del Carril le enviaría cinco. En una afirmaba que “este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra…”

 

Dorrego había llegado a las 13 horas del 13 de diciembre, escoltado por cincuenta hombres del Regimiento de Húsares al mando del coronel Federico Rauch, y quedó detenido en el casco de una estancia. El general golpista, alojado en el establecimiento de Juan de Almeyra, al norte de Navarro, se negó a recibirlo, mientras el detenido esperaba expectante en el carruaje.

 

Tamaña sorpresa le produjo a su edecán, Juan Estanislao Elías, cuando su jefe le ordenó comunicarle a Dorrego que, en el término de una hora, sería fusilado por traición.

 

Dorrego no lo podía creer. “¡Santo Dios!” exclamó mientras se golpeaba la frente. “A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mi lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”, le dijo a Lamadrid.

 

Dorrego pidió hablar con Lavalle. Este se negó. “General, por qué no lo oye un momento aunque lo fusile después”, intercedió Gregorio Araoz de Lamadrid. “¡No lo quiero!”, gritó.

 

Lavalle no pensaba por sí mismo ni tampoco en las consecuencias. En una reunión la noche previa al estallido del golpe, lo convencieron de que el gobernador debía morir. Julián Seguro Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, Ignacio Alvarez Thomas, José Miguel Díaz Vélez, Valentín Alsina encabezaban la lista de conspiradores. También Rosas estaba en la lista de individuos a matar, pero Lavalle se negó.

 

Dorrego pidió un cura y lápiz y papel. Le escribió a su esposa: “Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mi. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Se feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”.

 

Luego, fue el turno de sus hijas. “Mi querida Angelita: te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre”; “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”.

 

Otra carta fue para Estanislao López, y le pidió que perdonase a sus victimarios, y que su muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre.

 

Se confesó con su primo, el padre Juan José Castañer, el cura de Navarro. Siempre estuvo acompañado por Lamadrid, su amigo y adversario ocasional. Dorrego era padrino de Bárbara, una de sus hijas. Este valiente hasta la temeridad, no tuvo el valor de acompañarlo en el último momento. A pedido del condenado, le dio su chaqueta para morir, ya que pidió que se le acercase la suya a su esposa, junto con sus tiradores y un anillo para sus hijas. Era todo lo que tenía.

 

En compañía del cura, caminó unos cien metros hasta un corral, ubicado detrás de la iglesia de Navarro. Se le vendó los ojos con un pañuelo amarillo. Lo esperaba un pelotón del 5° de Línea al mando del capitán Páez. Eran las 14:30 cuando fue fusilado. El propio padre Castañer lo enterró.

 

Lavalle asumió toda la responsabilidad. “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división.

 

La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.

 

Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio.

 

Saludo al señor ministro con toda consideración, Juan Lavalle.”

 

La noticia cayó de la peor manera en Buenos Aires, que se enteró del desenlace al día siguiente. Juan Manuel Beruti escribió en sus Memorias Curiosas que “mientras gobernó, no hizo mal a ninguno; no entró al gobierno por revolución sino por la junta de la provincia que lo nombró”.

 

El cónsul norteamericano escribió que “es difícil describir el pavor y profunda tristeza que esta noticia ha infundido en la ciudad”.

 

Lavalle intentó justificarse cuando dijo que “sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana”. Sin embargo, en sus memorias Félix Frías recordó que Lavalle “comenzó a sentirse atormentado por esta decisión. Con los años la carga no haría más que incrementarse de una manera insoportable”. Del Carril le aconsejó mentir y labrar un acta falsa.

 

La situación política fue capitalizada por Rosas, que comenzó su rápido camino al poder desde la campaña bonaerense. Lavalle terminaría retirándose.

 

Hasta el fin de sus días, siempre recordó el 13 de diciembre.

 

El domingo 20 de diciembre de 1829, un año y una semana después de haber sido fusilado, entró a la ciudad la urna con sus restos. Cuando la carroza estuvo a la altura del pueblo de Flores, el centenar de ciudadanos que había ido a su encuentro, desengancharon los caballos y condujeron el carruaje a pulso hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Piedad. Un grupo de curas se había adelantado cuatro cuadras a recibir la carroza, en medio de la gente que se agolpaba en las calles y que muchos pujaban por entrar al templo colmadísimo, donde se ofició una misa.

 

Toda la ciudad le rindió homenaje. Los soldados con brazaletes negros, las banderas con crespones, las campanas de las iglesias desde el mediodía de ese día hasta las 8 de la noche del siguiente no dejaron de tocar a muerto y hasta los postes de la vereda los cubrieron con ramos de olivo.

 

En un cortejo encabezado por el gobernador, quien había asumido el 8 de diciembre de ese año, y detrás sus funcionarios -todos de luto- acompañaron los despojos a una capilla, donde se volvió a rezar. Cañonazos cada media hora, altares alusivos, guardias de honor. Todo refería al desgraciado que había sido fusilado en San Lorenzo de Navarro.

 

Al día siguiente más misas y procesiones. Nuevamente la iglesia, más ceremonias, cañonazos, otros recuerdos y alabanzas. A las seis de la tarde todos fueron al cementerio, al que llegaron dos horas después. Dicen que el gobernador estaba conmovido. Cuando éste dejó caer una guirnalda sobre la fosa, todo concluyó.

 

Cayeron en saco los reclamos de la viuda Angela Baudrix para obtener la pensión que le correspondían por su marido militar y gobernador. Debería esperar 17 años para que Rosas autorizase el reconocimiento. Dicen que el pedido había sido cajoneado por Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas, ya que consideraba a Dorrego un federal cismático, y no apostólico.

 

Su hija Isabel nunca se casó, y desde el día del fusilamiento de su padre, siempre vistió de luto.

 

En 1868 Mariano Miró inauguró su mansión, en la manzana comprendida entre Avenida Córdoba, Viamonte, Libertad y Talcahuano. Once años más tarde, justo enfrente se instaló el monumento a Juan Lavalle. Para la esposa de Miró fue como una burla atroz: ella era Felisa Dorrego, sobrina del fusilado. Desde ese momento hasta el día de su muerte, puertas y ventanas que daban al monumento permanecieron siempre cerradas. En repudio al que había ordenado el fusilamiento de quien tuvo que pedir prestada una chaqueta para morir.