cartas desgarradoras, el tormento tardío de
Lavalle y una viuda abandonada
Adrián Pignatelli
Infobae, 13 de
Diciembre de 2021
Había sido la
esposa del gobernador de Buenos Aires y estaba en la indigencia. Angela
Baudrix, de 33 años, cuando le negaron una y otra vez la pensión que le
correspondía por su esposo, gobernador fusilado, debió ganarse la vida cosiendo
uniformes en la ropería de Simón Pereyra. Le pagaban una miseria, un oficio que
era muy mal pagado en la Buenos Aires colonial.
En 1811, cuando
contaba 16 años, había conocido a Manuel Dorrego, de 28. Se casaron en 1815,
aún con la oposición de los padres de ella. Tendrían dos hijas: Isabel, en 1816
y Angelita, en 1821.
Manuel Críspulo
Bernabé do Rego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Estudió en el
Colegio de San Carlos y luego jurisprudencia en Chile, donde participó en 1810
de la revolución. Incorporado al Ejército del Norte, las dos heridas en el
combate de Sipe-Sipe le valieron el ascenso a teniente coronel.
Volvió a demostrar
su arrojo en las batallas de Tucumán y Salta, al mando de Belgrano, quien lo
ascendió a coronel. Era tan valeroso como indisciplinado e irreverente, lo que
le valió varios arrestos. Debido a su temperamento, el creador de la bandera lo
marginó de la campaña que finalizaría con las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma.
Belgrano llegó a decir que con Dorrego a su lado, no hubiese sido derrotado en
estos combates.
Cuando San Martín
se hizo cargo del Ejército del Norte, también fue sancionado por burlarse en
público de Belgrano. Volvería a las armas para pelear contra Artigas.
Su oposición al
Director Pueyrredón le valió un destierro, que debía ser en Santo Domingo, pero
que las contingencias lo llevó a Estados Unidos, donde vio el funcionamiento
del federalismo. Cuando regresó, el país era un caos y la anarquía del año 20
de pronto lo sorprendió como gobernador interino. Con Martín Rodríguez y Bernardino
Rivadavia en el poder, debió alejarse nuevamente. En 1827, luego de haber caído
el gobierno, el Partido Federal lo nombró gobernador en agosto. Había recibido
el apoyo de las provincias para continuar la guerra con Brasil y llegar a una
paz aceptable. Presionado por los ganaderos y por la diplomacia inglesa y
obstaculizado su propio gobierno por la burocracia que aún respondía a
Rivadavia, debió rubricar la paz con Brasil, por la que aceptaba la
independencia de la Banda Oriental. El coronel, de pensamiento auténticamente
federal, de fuerte predicamento entre los gauchos y los más humildes, debió
enfrentar el descontento de las tropas al sentirse traicionadas por el acuerdo
de paz. Y comenzó la conspiración.
Que Juan Galo de
Lavalle intentaba derrocarlo, fue una de las tantas advertencias que desechó.
Pero lo cierto era que la revolución era un secreto que todos conocían. El
antiguo granadero no estaba solo, sino que viejos compañeros de armas, como
Soler, Alvear, Paz y otros tramaban a sus espaldas. Lavalle era un militar de
31 años recién cumplidos que había alcanzado su prestigio en los campos de
batalla, primero con la campaña libertadora y luego en la guerra contra el
Brasil. En buena ley se había ganado el apodo de “el león de Río Bamba”.
Ante el avance de
las tropas de Lavalle, que no quería saber nada con parlamentar, el 1 de
diciembre de 1828 Dorrego debió dejar la ciudad y se dirigió a la estancia de
Rosas. Una elección exprés de unitarios realizada a la una de la tarde en la
capilla de San Roque ungió a Lavalle gobernador por 79 contra dos, uno por
Carlos de Alvear y el otro para Vicente López.
En su huida al sur
de la provincia, descartó el consejo de Rosas que fuera para Santa Fe, dominios
del caudillo Estanislao López. Decidió lo peor: enfrentar a las tropas de
Lavalle en Navarro, con 2000 hombres y cuatro piezas de artillería, sumados
unos doscientos indios pampas, que tenían sus tolderías en los dominios de
Rosas. Este se quejaría más tarde: “Yo se muy bien que Dorrego es un loco”.
campos de batalla.
En política, demostró ser influenciable
El 9 de diciembre
fue rápidamente derrotado y en su huida, fue traicionado por dos oficiales a
los que consideraba leales, Bernardino Escribano -que el año anterior había
fundado Junín- y Mariano Acha. Dorrego fue arrestado en Salto y llevado a
Navarro, donde acampaba Lavalle. Su primer impulso fue escribirle a Guillermo
Brown, interinamente a cargo del gobierno. Le pidió garantías para dejar el
país.
El general
golpista era presionado por los hombres de levita de Buenos Aires. El 12 por la
noche, recibió una misiva de Juan Cruz Varela: “Este pueblo espera todo de
usted, y usted debe darlo todo (…) Cartas como estas se rompen…” Del Carril le
enviaría cinco. En una afirmaba que “este país se fatiga 18 años hace, en
revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) habrá usted
perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra…”
Dorrego había
llegado a las 13 horas del 13 de diciembre, escoltado por cincuenta hombres del
Regimiento de Húsares al mando del coronel Federico Rauch, y quedó detenido en
el casco de una estancia. El general golpista, alojado en el establecimiento de
Juan de Almeyra, al norte de Navarro, se negó a recibirlo, mientras el detenido
esperaba expectante en el carruaje.
Tamaña sorpresa le
produjo a su edecán, Juan Estanislao Elías, cuando su jefe le ordenó
comunicarle a Dorrego que, en el término de una hora, sería fusilado por
traición.
Dorrego no lo
podía creer. “¡Santo Dios!” exclamó mientras se golpeaba la frente. “A un
desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más
término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha
dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mi lo que se quiera, pero
cuidado con las consecuencias”, le dijo a Lamadrid.
Dorrego pidió
hablar con Lavalle. Este se negó. “General, por qué no lo oye un momento aunque
lo fusile después”, intercedió Gregorio Araoz de Lamadrid. “¡No lo quiero!”,
gritó.
Lavalle no pensaba
por sí mismo ni tampoco en las consecuencias. En una reunión la noche previa al
estallido del golpe, lo convencieron de que el gobernador debía morir. Julián
Seguro Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz
Varela, Ignacio Alvarez Thomas, José Miguel Díaz Vélez, Valentín Alsina
encabezaban la lista de conspiradores. También Rosas estaba en la lista de
individuos a matar, pero Lavalle se negó.
Dorrego pidió un
cura y lápiz y papel. Le escribió a su esposa: “Mi querida Angelita: En este
momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la
Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha
querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso
alguno en desagravio de lo recibido por mi. Mi vida: educa a esas amables
criaturas. Se feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado
Manuel Dorrego”.
Luego, fue el
turno de sus hijas. “Mi querida Angelita: te acompaño esta sortija para memoria
de tu desgraciado padre”; “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que
hiciste a tu infortunado padre”.
Otra carta fue
para Estanislao López, y le pidió que perdonase a sus victimarios, y que su
muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre.
Se confesó con su
primo, el padre Juan José Castañer, el cura de Navarro. Siempre estuvo
acompañado por Lamadrid, su amigo y adversario ocasional. Dorrego era padrino
de Bárbara, una de sus hijas. Este valiente hasta la temeridad, no tuvo el
valor de acompañarlo en el último momento. A pedido del condenado, le dio su
chaqueta para morir, ya que pidió que se le acercase la suya a su esposa, junto
con sus tiradores y un anillo para sus hijas. Era todo lo que tenía.
En compañía del
cura, caminó unos cien metros hasta un corral, ubicado detrás de la iglesia de
Navarro. Se le vendó los ojos con un pañuelo amarillo. Lo esperaba un pelotón
del 5° de Línea al mando del capitán Páez. Eran las 14:30 cuando fue fusilado.
El propio padre Castañer lo enterró.
Lavalle asumió
toda la responsabilidad. “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don
Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos
que componen esta división.
La Historia, señor
ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si
al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber
estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.
Quiera el pueblo
de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor
sacrificio que puedo hacer en su obsequio.
Saludo al señor
ministro con toda consideración, Juan Lavalle.”
La noticia cayó de
la peor manera en Buenos Aires, que se enteró del desenlace al día siguiente.
Juan Manuel Beruti escribió en sus Memorias Curiosas que “mientras gobernó, no
hizo mal a ninguno; no entró al gobierno por revolución sino por la junta de la
provincia que lo nombró”.
El cónsul
norteamericano escribió que “es difícil describir el pavor y profunda tristeza
que esta noticia ha infundido en la ciudad”.
Lavalle intentó
justificarse cuando dijo que “sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana”.
Sin embargo, en sus memorias Félix Frías recordó que Lavalle “comenzó a
sentirse atormentado por esta decisión. Con los años la carga no haría más que
incrementarse de una manera insoportable”. Del Carril le aconsejó mentir y
labrar un acta falsa.
La situación
política fue capitalizada por Rosas, que comenzó su rápido camino al poder
desde la campaña bonaerense. Lavalle terminaría retirándose.
Hasta el fin de
sus días, siempre recordó el 13 de diciembre.
El domingo 20 de
diciembre de 1829, un año y una semana después de haber sido fusilado, entró a
la ciudad la urna con sus restos. Cuando la carroza estuvo a la altura del
pueblo de Flores, el centenar de ciudadanos que había ido a su encuentro,
desengancharon los caballos y condujeron el carruaje a pulso hasta la iglesia
parroquial de Nuestra Señora de la Piedad. Un grupo de curas se había
adelantado cuatro cuadras a recibir la carroza, en medio de la gente que se
agolpaba en las calles y que muchos pujaban por entrar al templo colmadísimo,
donde se ofició una misa.
Toda la ciudad le
rindió homenaje. Los soldados con brazaletes negros, las banderas con
crespones, las campanas de las iglesias desde el mediodía de ese día hasta las
8 de la noche del siguiente no dejaron de tocar a muerto y hasta los postes de
la vereda los cubrieron con ramos de olivo.
En un cortejo encabezado
por el gobernador, quien había asumido el 8 de diciembre de ese año, y detrás
sus funcionarios -todos de luto- acompañaron los despojos a una capilla, donde
se volvió a rezar. Cañonazos cada media hora, altares alusivos, guardias de
honor. Todo refería al desgraciado que había sido fusilado en San Lorenzo de
Navarro.
Al día siguiente
más misas y procesiones. Nuevamente la iglesia, más ceremonias, cañonazos,
otros recuerdos y alabanzas. A las seis de la tarde todos fueron al cementerio,
al que llegaron dos horas después. Dicen que el gobernador estaba conmovido.
Cuando éste dejó caer una guirnalda sobre la fosa, todo concluyó.
Cayeron en saco
los reclamos de la viuda Angela Baudrix para obtener la pensión que le
correspondían por su marido militar y gobernador. Debería esperar 17 años para
que Rosas autorizase el reconocimiento. Dicen que el pedido había sido
cajoneado por Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas, ya que consideraba a
Dorrego un federal cismático, y no apostólico.
Su hija Isabel nunca
se casó, y desde el día del fusilamiento de su padre, siempre vistió de luto.
En 1868 Mariano
Miró inauguró su mansión, en la manzana comprendida entre Avenida Córdoba,
Viamonte, Libertad y Talcahuano. Once años más tarde, justo enfrente se instaló
el monumento a Juan Lavalle. Para la esposa de Miró fue como una burla atroz:
ella era Felisa Dorrego, sobrina del fusilado. Desde ese momento hasta el día
de su muerte, puertas y ventanas que daban al monumento permanecieron siempre
cerradas. En repudio al que había ordenado el fusilamiento de quien tuvo que
pedir prestada una chaqueta para morir.
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