Por: Manuel Galvez
*
Fines de enero.
Terrible noticia, que si no impresiona enormemente es porque al personaje no se
lo conoce en Buenos Aires: el general Pablo Latorre, héroe de la Independencia
y gobernador de Salta, que había caído prisionero el 19 de diciembre, ha sido,
diez días más tarde, asesinado en la cárcel y en su lecho por los unitarios
jujeños, que habían simulado pretender libertarle.
Y dos meses y
medio después de la partida de Quiroga, el 2 de marzo de 1835, lunes de
Carnaval, una pavorosa nueva consterna a todos: Quiroga y su comitiva han sido
asesinados en la posta de Barranca-Yaco, a diez y ocho leguas de Córdoba y cuando regresaba de su viaje. Suspéndese
las fiestas de Carnaval. Los diarios aparecen enlutados. En el mundo federal
hay pánico. Se teme que sigan los asesinatos. Rosas tenía razón.
Reúnese la
legislatura. Maza no quiere conservar el mando. No hay una persona que no
comprenda la necesidad de poner el gobierno en manos de Rosas. Los diputados,
interpretando el deseo de toda la población y el propio, y como quien se
refugia del miedo y del abandono –“el nublado se nos viene encima” dice un
diputado- en el único apoyo, en la única fuerza grande existente, nombran
gobernador a don Juan Manuel de Rosas, por cinco años y con la suma del poder
público. No se trata de las facultades extraordinarias sino de mucho más.
Buenos Aires quiere que Juan Manuel de Rosas, único hombre en quien cree, mande
él solo, que él solo legisle y haga justicia, que encarcele y destierre y
fusile cuando lo considere necesario. Buenos Aires quiere ser dominado
despóticamente por el bello hombre rubio y poderoso.
Él solicita unos
días para contestar. Carteles en las paredes piden orden y ruegan a Rosas que
no abandone a sus amigos a la saña de los unitarios. Su respuesta desde la
quinta de Terrero en San José de Flores es la de un legalitario y un demócrata:
quiere que el pueblo vote si está conforme o no con la suma del poder público.
Tres días dura la votación. Todos votan afirmativamente salvo, entre millares,
unos cuantos corajudos que ni llegan a diez. Uno de ellos dice estar conforme
con el elegido, pero no con el poder que se le otorga. Sus adversarios también
votaron como todos. Domingo Sarmiento dirá más tarde que “nunca hubo un
gobierno más popular, más deseado”. Otro de sus conspicuos adversarios, Esteban
Echeverria, poeta y pensador, escribirá: “su popularidad era indiscutible; la
juventud, la clase pudiente, hasta sus enemigos más acérrimos, lo deseaban, lo
esperaban cuando empuño la suma del poder”. En 1842, el diario de Montevideo
que más le calumnia e injuria dice: hablando de lo que él fue en este tiempo:
“habría sido una injusticia no darle el titulo supremo de hombre de esperanzas,
de poder, capaz de fijar los destinos argentinos”. Y agrega: “Rosas se paseaba
triunfante por las calles de Buenos Aires, hacía gala de su popularidad,
recibía a todo el mundo; era un eco de alegría y de aplausos el que se alzaba
por donde él pasase; su cara era el pueblo, el pueblo le amaba”.
Juan Manuel de
Rosas acepta ahora el cargo de gobernador. Acepta el desafío de los unitarios y
se dispone para salvar al país. Buenos Aires exulta de júbilo. El pueblo
celebra el triunfo con canciones. Los federales saben que ya nada podrán sus
enemigos. La sociedad entera se siente segura, defendida. Todos hacen suyas las
palabras pronunciadas en la Sala por uno de los más cultos e inteligentes
diputados, por Juan Antonio Argerich, ex coronel y hoy sacerdote: “el pueblo
aspira a que mande el ciudadano Juan Manuel de Rosas, pero que mande sin reato,
y que mande y despliegue todo ese genio con que la naturaleza le ha dotado en beneficio de nuestra Patria;
todo el pueblo le marca, le desea, y, en una palabra, cree que él solo puede
arar y trillar el campo para que la felicidad vuelva a nuestro país. No quiere
limites el pueblo…”
Los escritores que
más tarde harán oposición a Rosas llamándole “tirano”, y los historiadores
actuales, parecen ignorar esas palabras. Ellas, sin embargo, revelan la opinión
del pueblo entero. No es un solo hombre quien habla por boca de Argerich: es
toda la Provincia, y él así lo dice. Esas palabras, y otra muchas, entre ellas
las de Echeverria, demuestran que, para los contemporáneos de Rosas, ciertos
actos suyos del primer gobierno, como la ejecución de Montero y los
fusilamientos en San Nicolás, tan condenados por los unitarios y por los
historiadores oficiales, no han tenido excesiva importancia o han estado
justificados. No ha de haber sido Rosas tan tirano cuando todos, voluntariamente,
claman por su vuelta al poder. Rosas no se ha apoderado del gobierno. A él lo
han buscado, le han rogado. Ricos y pobres, todos creen que él solo, con su
dura mano, puede gobernar. Todos saben que él solo puede imponer el orden,
destruir la anarquía y organizar de nuevo la nación. Todos saben que él solo
tiene el patriotismo y la capacidad de sacrificio para cumplir la misión
trágica que anunciaban las palabras proféticas del general San Martin.
*Galvez, Manuel.
Vida de don Juan Manuel de Rosas.
(Fuente: Crítica
Revisionista, diciembre 2014)
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