de la Segunda
Invasión Inglesa
El 5 de julio de
1807, desde plaza Once diversas columnas británicas se adentraron en las calles
donde la gente estaba dispuesta a resistir. Vecinos en techos, azoteas y
barricadas fueron los grandes vencedores de la jornada
Adrián Pignatelli
Infobae, 5 de
Julio de 2022
Los ingleses
decidieron desembarcar en Ensenada por sus aguas profundas, que permitían
maniobrar a sus barcos. Lo hicieron en 28 de junio de 1807, sin oposición. Por
la avenida 122 se dirigieron hacia la actual ciudad de La Plata, donde
acamparon. Continuaron viaje hacia la zona de Quilmes y pasaron la noche en la
casa de Santa Coloma, actual Bernal. Alcanzaron luego la avenida hoy Eva Perón
en Temperley y volvieron a descansar en Banfield, cerca del estadio de fútbol.
De ahí se dirigieron hacia la zona de lo que hoy es Puente de la Noria.
Otra columna de
Quilmes fue para Sarandí y terminaron cruzando el río por el actual Puente
Alsina, en esos tiempos conocido como Paso de Burgos.
El gobierno puso
al frente de ese ejército al teniente general John Whitelocke, de 50 años que,
al decir de Groussac, “probablemente el jefe más inepto del ejército inglés; en
todo caso, el menos autorizado y prestigioso”. El rey Jorge III no era de la
misma opinión: el militar había ingresado al ejército en 1778, cinco años
después ya era coronel. Peleó en Santo Domingo al mando de 700 hombres y tomó
Puerto Príncipe en 1794. Luego cumplió tareas en India, Egipto y Cabo de Buena
Esperanza.
El 10 de mayo
Whitelocke llegó a Montevideo, en poder inglés, y fue ungido como gobernador y
comandante en jefe de las fuerzas británicas en Sudamérica.
Sin tomar en
cuenta a los jefes, oficiales y marineros, los efectivos que desembarcaron en
Ensenada fueron 7822 hombres. Los unía el hecho que estos jefes y unidades
nunca habían peleado juntas.
En Buenos Aires
era todo convulsión. El 5 de septiembre del año anterior Santiago de Liniers
-con la enseñanza que le había dejado la primera invasión- llamó a enrolarse a
todo hombre en capacidad de disparar un fusil. La convocatoria empezó el
miércoles 10 de septiembre con los catalanes; el 11 los vizcaínos; el 12 los
gallegos y asturianos; y los andaluces, castellanos y patricios el 15, en todos
los casos a las dos y media de la tarde.
Se instalaron
fábricas de balas y de armas blancas y se construyeron fortificaciones con
baterías en Retiro, la Residencia, Barracas y Quilmes para hacer frente un
posible desembarco. Vinieron como caídos del cielo los fusiles capturados a los
ingleses en agosto del año anterior y se repararon las viejas armas existentes.
Del interior llegaron barriles de pólvora y todo objeto de metal era
transformado en un proyectil.
En la tarde del 24
de junio de 1807 Liniers pasó revista a los efectivos que defenderían la
ciudad. Partió a Barracas con la mayoría de su ejército y el 2 de julio formó
en batalla a sus hombres en la orilla del Riachuelo. Veía a la vanguardia
inglesa al mando del mayo general Levinson Gower. Este, con menores fuerzas,
rehuyó el enfrentamiento y cruzó el río mucho más arriba, con el agua que les
llegaba el pecho, por donde hoy se ubica el Puente de la Noria, y acampó en los
corrales de Miserere, Plaza Once. Un parte del ejército defensor volvió a la
ciudad y el resto, al mando de Liniers, fue hacia los corrales. Allí fue
atacado por los ingleses y sufrieron 200 bajas, entre muertos, heridos y
prisioneros.
Fue clave el papel
de Martín de Alzaga quien le dio ánimo a Liniers; tenía oculto armamento,
reunió gente y organizó la defensa. Mandó levantar barricadas, organizó a los
vecinos, hizo iluminar la ciudad para trabajar sin parar. Y convocó a Liniers
para que se pusiese al frente de los hombres.
No se entendió por
qué los británicos no persiguieron hasta la ciudad a los que se desbandaban.
Gower permaneció en los corrales; ignoraba lo que ocurría en la ciudad, donde
todo era desánimo al conocer la derrota. De todas formas, primó la idea de
resistir.
Al día siguiente,
los criollos rechazaron dos intimaciones, una verbal y otra escrita, en la que
los británicos otorgaban media hora para rendirse. Aun así no ingresaron a la
ciudad. Sí lo hizo Liniers con sus tropas. En un radio de cinco o seis cuadras
del Cabildo armó una línea de defensa, con trincheras y barricadas. El día 4
tampoco pasó nada. Los británicos decidieron asaltar la ciudad en la madrugada
del domingo 5.
Los 6128 hombres
fueron divididos en 12 columnas, cada una marcharía por una calle: ocho al
norte de la catedral y cuatro al sur. Cangallo, Cuyo (Sarmiento), Corrientes,
Lavalle, Tucumán, Viamonte, Córdoba y Paraguay. Las del sur ingresaron por
Moreno, Belgrano, Venezuela y México. El plan era la de atravesar la ciudad de
oeste a este, llegar al río y tomar los edificios más importantes. La orden era
la de no disparar a civiles.
La columna que
debía entrar por Paraguay se equivocó e ingresó por la actual Marcelo T. de
Alvear y al llegar al Retiro recibió certeros disparos de dos cañones,
instalados a la altura de Paraguay y Florida. Los ingleses debieron desviarse
por Córdoba, tomaron un edificio e hicieron un centenar de prisioneros. En el
convento de Santa Catalina de Siena, en Viamonte y San Martín, improvisaron un
hospital de sangre para atender a sus heridos.
La Residencia, el
cuartel de Retiro y las Catalinas cayeron en manos inglesas, no así la Plaza de
Toros, en la actual Plaza San Martín, defendida por un millar de hombres.
A las columnas que
entraban por el sur no les fue bien. Quisieron apoderarse de la iglesia de San
Miguel y muchos fueron muertos por cargas de fusilería. Los que habían entrado
por la calle Cuyo debieron rendirse.
De las terrazas y
techos, hombres y mujeres les arrojaba piedras, agua hirviendo y todo lo que
tenían a mano. Se usaron las piedras del empedrado y Whitelocke recordaría
después que les arrojaban “recipientes con fuego”.
El jefe inglés
escribió: “Cada propietario, con sus negros, defendía su vivienda, cada una de
las cuales era una fortaleza en sí misma; y quizás no sea exagerado decir que
toda la población masculina de Buenos Aires se ocupó en su defensa”.
Hubo un
encarnizado combate en la zona de Corrientes y Reconquista, donde la brigada de
Craufurd la pasó mal. El teniente coronel Denis Pack tomó la calle Moreno y
otro grupo lo hizo por Belgrano. Les llamó la atención el silencio reinante en
las calles, aunque percibían murmullos y movimientos dentro de las casas.
Cuando doblaron
hacia San Francisco y otra columna que iba por Moreno encaró hacia Perú,
recibieron una terrible descarga de fusilería que los hizo retroceder. Eran los
Patricios que desde las alturas de los techos y balcones los acribillaron. Los
británicos se refugiaron en la casa de Rafaela de Vera y Mujica, futura suegra
de Bernardino Rivadavia, en Belgrano y Perú, donde resistieron durante tres
horas. Las crónicas destacan la sangre que corría por las paredes del frente,
por los británicos muertos en los techos de esa vivienda.
Otro grupo inglés,
en Defensa y Venezuela fueron sorprendidos por el fuego criollo y se refugiaron
en el convento de Santo Domingo. Fueron cercados por voluntarios cántabros y
por los vecinos del barrio. Desde la casa de Francisco Telechea, en Defensa y
Moreno, instalaron un cañón y dispararon contra la única torre que entonces
tenía la iglesia. Los ingleses quisieron romper el cerco varias veces pero
debieron entregarse.
El fuego cesó. Los
ingleses eran dueños del cuartel de Retiro y de la Residencia, aunque sus
mejores tropas ya se habían rendido. Las bajas británicas ascendían a 2500,
entre muertos y prisioneros, entre éstos 105 oficiales incluido Craufurd; cinco
coroneles, dos hijos de milores y Denis Pack, que en la invasión de 1806 había
jurado no volver a tomar las armas contra Buenos Aires. “Usando nuestra piedad
no le quitamos la vida”, escribió Beruti en sus Memorias Curiosas. Del bando de
los defensores murieron 300.
Al día siguiente,
comenzaron las negociaciones entre Liniers y Whitelocke, mientras se escuchaban
disparos aislados. Liniers le ofreció, por carta, liberar a todos los
prisioneros -incluso los tomados en la primera invasión- si desistía de
realizar más ataques a la ciudad. Y le advirtió que por el estado de
exasperación de la gente no podía responder por la seguridad de los
prisioneros. Whitelocke aceptó.
Los ingleses se
comprometían a abandonar el Río de la Plata en 6 meses; Liniers insistió en que
fuera en dos y que entregasen Montevideo. El 7 al mediodía se firmó el
armisticio. Las campanas de las iglesias sonaron al unísono, avisando que todo
había concluido.
Cada una de las
partes devolvería a los prisioneros. Al día siguiente, los invasores comenzaron
a embarcarse. El 9 de septiembre partió, desde Montevideo, el último barco
inglés.
“Nada extraño
tiene que una población como la de Buenos Aires, animada por su primera
victoria y por su odio al enemigo, haya podido resistir el golpe de mano. Cada
casa era una fortaleza y cada calle una trinchera. Un pueblo como éste debe ser
invencible”, publicó un diario inglés.
El 28 de enero de
1808 Whitelocke fue sometido a un consejo de guerra. Enfrentó cuatro cargos:
que emprendió acciones mal calculadas que provocó la reacción de los propios
vecinos de Buenos Aires; que no tomó medidas adecuadas para defenderse de la
población; que no se esforzó en coordinar acciones de sus fuerzas en el combate
callejero y que, dominando parte de la ciudad, inclusive los arsenales, pactó
la rendición. El 18 de marzo fue encontrado culpable de todos los cargos, menos
en el referido al no atacar a la población. Fue destituido, dado de baja y
declarado totalmente inepto e indigno de ocupar ningún empleo militar de ningún
tipo al servicio de Su Majestad.
A miles de
kilómetros de distancia, todo era júbilo, fiestas y homenajes. Hasta la ciudad
se dio el lujo de tener su propio conde: era Santiago de Liniers, el héroe del
momento.
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