Sebastián Sánchez
Los que tenemos el
consuelo
De saber que la
patria es un ensayo de esperanza y de cielo,
Los de la patria
antigua y el acento inmortal
Los de la sangre
limpia, ¡con usted, General!
Ignacio B.
Anzoátegui, ‘Oda al General San Martín’
La historia
oficial ha falseado la figura de San Martín por “vía de ensalzamiento”,
menoscabándolo, por ejemplo, al exaltar su ciencia militar y a la vez señalar
su “cortedad” en materia política. Ese fue el método avieso de Mitre, que dejó
el libreto, de modo que “pegarle” a San Martín ha sido el deporte dilecto de
los historiadores al uso. No queremos aquí responder los agravios al General
-mejores plumas se han ocupado de eso- sino trazar unas líneas acerca de su
obra política, soterrada bajo una montaña de elogios vanos y desfiguradores.
Dice Enrique Díaz
Araujo que el primer paso en la vida política de San Martín fue venir a Indias,
decisión que tomó ante la deriva liberal de la afrancesada corona española y la
ilegitimidad del Concejo de Regencia, ese artificio pergeñado por los ingleses
en la Isla de León.
A poco de llegar
al Plata, y antes de emprender su campaña guerrera, Don José se enfrentó al
centralista Primer Triunvirato y depuso a Bernardino Rivadavia, que poco antes
había expulsado a los diputados del Interior, mandándolos a “quedarse en casa”.
Cuando, tras el
combate de San Lorenzo, el General fue enviado en auxilio del Ejército del
Norte, sus enemigos Rivadavia y Alvear creyeron que así lo corrían de escena.
Pero San Martín no sólo auxilió exitosamente a Belgrano, sino que una vez
instalado como Gobernador-Intendente de Cuyo, llevó un gobierno notable que le
granjeó la amistad de las provincias de tierra adentro. Y todo mientras
organizaba el Ejército de los Andes. Asimismo, desde Mendoza fue partícipe
directo de la declaración de la Independencia, de modo tal que, sin él, y
Belgrano, el Congreso de Tucumán -católico, monárquico y “protofederal”- no
hubiese sido posible.
Después vendría el
Cruce de los Andes -y Chacabuco y Maipú- y todo en medio de las pestes que
azotaban a nuestro Ejército (y al propio Libertador), sin que a nadie se le
ocurriera guardarse en cuarentenas eternas. Y, una vez libertado Chile, la hora
de la “desobediencia” de San Martín (Mitre “dixit”), que fue su negativa a
convertirse en el represor de los caudillos -entre ellos, sus amigos López y
Bustos- para saciar la codicia despótica del régimen porteño. Don José hizo
caso omiso y se quedó en Chile, preparando la campaña libertadora al Perú.
EL PROTECTOR
El Protectorado de
Perú, que ofrece un retrato preclaro del San Martín político, se sostuvo en dos
ejes principales: la búsqueda de la independencia, proveyendo al país de un
gobierno fuerte, y la garantía de continuidad de la tradición cultural,
jurídica y religiosa americana.
El Protector
instauró en Perú una dictadura, convencido de que nuestros pueblos necesitaban
gobiernos fuertes y justos. No se asuste el lector con la mención de la
vapuleada palabra: San Martín promovió una magistratura extraordinaria -así se
entendía la dictadura en la antigua Roma- para evitar las consecuencias
negativas de la Independencia: desunión, fragmentación territorial de los
antiguos virreinatos, anarquía destructiva.
Asimismo, a través
del Estatuto Provisional de 1821, el instrumento constitucional de su gobierno,
Don José promovió el respeto de las tradiciones e instituciones hispanas
(siempre a salvo la Independencia, claro). A modo de ejemplo, mantuvo incólume
la estructura de Justicia y el régimen municipal de los cabildos, en la medida
en que pertenecían al “ethos” jurídico-político del país.
En el marco de esa
tenacidad tradicionalista se entiende el resguardo de la religión católica como
la propia del Estado, tal como ordena el artículo 1° del Estatuto. Allí se
afirmaba la libertad religiosa, pero se omitía toda referencia a la libertad de
culto, pues para profesar otras religiones era necesario obtener un permiso del
Consejo de Estado “siempre que su conducta no sea trascendental al orden
público”. No es ésta una cuestión menor: San Martín advirtió que la libertad de
culto, tópico central de las constituciones racional-normativas del
liberalismo, conlleva la ruptura de la unidad religiosa. En tal sentido, según
el aserto de Díaz Araujo, el Protectorado fue un Estado confesional.
La paz con España
fue otra cuestión cardinal del Protectorado, siempre con la “conditio sine qua
non” de la independencia del país. Ese ánimo pacificador se reveló en las
conferencias de Punchauca-Miraflores, en las que el Libertador propuso el
establecimiento de una monarquía en el Perú (con ánimo de extenderla a Chile y
al Plata). La paz no fue posible por la negativa de los realistas que se
resistieron, vaya paradoja, a la posibilidad de la monarquía peruana.
En síntesis, el
plan de San Martín era lograr la independencia del país andino, hacer la paz
con España y dejar gobernando a un monarca. Pero el General no pudo y fue
derrotado, en parte por la miopía egocéntrica de Bolívar, en parte por la
pertinaz persecución de sus enemigos liberales.
La derrota
política de San Martín, que no puede negarse ni afecta su grandeza, impidió la
continuidad de la unidad de la Patria Grande y terminó por asegurar el
enseñoramiento de las logias liberales en los gobiernos de nuestras patrias.
Por eso la Dictadura de Juan Manuel de Rosas le pareció a Don José “un modelo a
seguir por todos los estados americanos”, pues daba continuidad a su proyecto
político. Pero Rosas combatió hasta el desastre de Caseros y también partió al
ostracismo. El trágico sino del destierro para nuestros más grandes próceres de
algún modo prefigura la permanente frustración argentina. San Martín y Rosas
nos dejaron el camino a seguir, no es culpa suya que lo hayamos perdido.
SAN MARTÍN Y
NOSOTROS
Forjado en la
prudencia política, la virtud propia del que manda, Don José sabía “leer
dentro” de la realidad y obrar en consecuencia. Decía en carta a su dilecto
Tomás Guido que “el mejor gobierno es el que hace la felicidad de los que
obedecen empleando los medios adecuados a tal fin”. Toda una definición
prudencial.
San Martín
combatió en búsqueda de una independencia que respetara el “ethos” americano,
para que nuestras patrias se realizaran en un orden político justo, con
gobiernos vigorosos y afirmados en el respeto al orden natural. Por eso libró
el buen combate contra los libertinos y por eso fue monárquico (como Güemes y
Belgrano), pues entendió que la reyecía aseguraba la continuidad de un régimen
acorde a nuestra naturaleza cultural.
A dos siglos de la
epopeya sanmartiniana, los argentinos vemos con doloroso estupor la debacle de
nuestra independencia económica, política y jurídica. Lo que hoy “mandan”,
distraídos como están en sus fenicios afanes partidocráticos, tiran a la basura
la sangre de tantos miles de compatriotas que -desde San Lorenzo a Pradera del
Ganso- dieron la vida por una Argentina justa y libre.
Padecemos hoy los
desvaríos de un remedo patético de triunvirato -como en 1820, el centralismo
porteño determina la vida de todos nosotros- que promueve el desorden y la
injusticia. El patriótico anhelo sanmartiniano de lograr un orden político
centrado en el Bien Común, ha devenido en este innoble desgobierno que, ante el
desastre de sus propias inquinas e incapacidades, desprecia a los argentinos
conculcando sus más elementales libertades.
En 1834, cuando el
retorno de Rosas al gobierno aún estaba en ciernes, Don José escribió una carta
a Guido, en la que maldecía la cínica paradoja de los que vociferan amor a la
libertad, mientras sólo promueven esclavitud. Juzgue el lector si estas
palabras no se ajustan al día de hoy:
“Los hombres no
viven de ilusiones sino de hechos. Que me importa que se repita hasta la
saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime.
¡Libertad! Para que un hombre de honor se vea atacado por una prensa
licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan. ¡Libertad! Para que, si me
dedico a cualquier género de industria, venga una revolución que me destruya el
trabajo de muchos años y la esperanza de dejar un bocado de pan para mis hijos.
¡Libertad! Para que se me cargue de contribuciones a fin de pagar los inmensos
gastos originados porque a cuatro ambiciosos se les antoja, por vía de
especulación, hacer una revolución y quedar impunes. ¡Libertad! Para que el
dolo y la mala fe encuentren una completa impunidad, como lo comprueba lo
general de las quiebras fraudulentas acaecidas en ésta. Maldita sea tal
libertad, ni será el hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que
ella proporciona, hasta que no vea establecido un gobierno que los demagogos
llamen tirano y que proteja contra los bienes que brinda tal libertad”.
En sus últimos
tiempos en Perú, poco antes de la Entrevista de Guayaquil, el General San
Martín le confió a Guido sus planes futuros: tras lograr la independencia
quería “volverse con las bayonetas hacia Buenos Aires” para desalojar de allí a
los hombres de “infernal conducta”. Sin ceder a la tentación de la historia
contrafáctica, podemos decir, casi como una ensoñación: ¡que distinta sería la
Argentina si aquellas bayonetas hubieran llegado a destino!
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