Carlos Lumb
Diario La Nación, 23 de octubre de 1923
Habla un testigo
de interesantes acontecimientos (1)
LA EPOCA DE ROZAS
D. Carlos Lumb,
que cumplirá mañana 95 años, ha sido testigo de grandes acontecimientos. Ha
tenido vinculación directa e indirecta con personajes históricos. Oírlo
conversar es revivir por un instante, no ya una época, no ya un suceso, sino
épocas distintas y sucesos múltiples. Lo admirable es que a pesar de haber
llegado a esa gran edad, conserva, con la plenitud de su inteligencia vivaz y
la alegría serena de su espíritu, la memoria clara y prolija. Su aspecto mismo
es el de un hombre como ya no se suele encontrar en la ciudad. Algo de ese pasado,
que evoca con tan asombrosa precisión, se advierte en su airosa figura de
anciano, un anciano caballero inglés en quien la sobria elegancia del traje,
las líneas enérgicas del rostro y las patillas suavemente blancas recuerdan las
viejas láminas de los libros familiares. Hijo de un comerciante británico
establecido a comienzos del siglo XIX entre nosotros, nació en esta capital en
1828.
—Mi padre— nos
decía D. Carlos Lumb— se vino a la Argentina en un tiempo muy difícil para
Inglaterra. Tenía allí su casa de comercio. Los negocios no iban bien. Las
guerras napoleónicas habían producido una crisis profunda y las huelgas se
sucedían unas tras otras, debido a que la gente, acostumbrada a la
incertidumbre y a las necesidades creadas por la situación, tardaba en recobrar
sus hábitos normales. Ocurría entonces lo que ocurre ahora en Europa. Fué
precisamente cuando llegó a Liverpool una Comisión argentina con el objeto de
comprar armas para las luchas de la independencia y la acompañaba un oficial
francés, el capitán Aymard, que se relacionó con la familia de mi padre y al
contarles lo que era este país naciente de América y las perspectivas que
ofrecía, se entusiasmó un tío abuelo mío y resolvió venirse y se vino, con mi
padre, en un barco de vela, junto con el capitán Aymard. Mi padre, que era un
muchacho, se arraigó rápidamente en la pequeña sociedad anglo-porteña de
aquellos años en que Buenos Aires era lo que ya nadie puede imaginar, es decir,
una villa colonial de población reducida y en la cual, sin embargo, se agitaban
las fuertes y continuas pasiones propias de un país que se está creando en la
confusión y en medio de terribles dificultades.
Mi padre se
estableció con un saladero y se vinculó rápidamente al trabajo de la ciudad, a
sus negocios que se realizaban en una forma absolutamente primitiva. Pero mis
recuerdos personales datan de un tiempo muy posterior. He vuelto a asistir a la
vida del Buenos Aires de mil mocedad al darse “La divisa punzó”, del Sr.
Groussac. He conocido a los personajes que figuran en ese drama. Así eran y así
vestían. Si los hechos son o no son tan exactos desde el punto de vista
histórico eso no me ha interesado mucho. De lo que he podido darme cuenta es de
la verdad con que está reflejado el ambiente en esa obra. Se vivía entonces en
una honda y continua angustia. Todos dependían en su seguridad y en su
tranquilidad, de lo que Rozas hacía o pensaba. Y no era fácil saber lo que
Rozas pensaba y a menudo se ignoraba lo que hacía. Todos le temían y muy pocos
se atrevían a hablarle con franqueza. El único justamente que se permitía
hablarle con claridad era D. Juan Nepomuceno Terrero. Rozas lo consideraba y lo
respetaba y lo prueba, además, la circunstancia de que don Juan Nepomuceno no
usaba ni chaleco colorado ni cintillo en el sombrero. Y era un buen federal.
Cuando yo volví de Europa me encontré, en los alrededores del año 44, con la
situación peor y más grave del período de la tiranía.
Me habían mandado
a estudiar a Inglaterra. Me embarcaron en un buque de vela —tenía entonces unos
ocho años— y esto constituyó en mi caso un suceso dramático. Mi madre se pasó
llorando la noche de la víspera y al día siguiente me llevaron al puerto. Yo
estaba desconsolado. Lloraba en el camino hacia el embarcadero y los chicos del
barrio me compadecían. Una muchacha de nuestra amistad, para consolarme me dijo
algunas palabras tranquilizadoras y me puso un caramelo en la boca. Vean
ustedes lo que son las casualidades: con ella me casé diez y seis años después.
La casualidad ha sido la ley que presidió toda mi existencia. Por casualidad he
visto cosas extraordinarias y por casualidad he conocido personas ilustres del
país y del extranjero. Me fui, pues, a Inglaterra en un buque de vela. A poco
andar me pusieron un traje de lona y caminaba corriendo en la cubierta como si
hubiera nacido a bordo. Me trepaba por el cordaje como un grumete. Llegué por
fin y me internaron en el Colegio de Grimston Lodge de York, donde me inicié en
los estudios que consistían en el conocimiento profundo de los conocimientos indispensables
en el latín y en historia sagrada. Para los chicos ya era el “muchacho
americano”, el “boy” que hablaba español y este hecho debía ponerme pronto en
contacto con un personaje célebre. Un día efectivamente, me vistieron con mis
ropas más nuevas, me peinaron con aguas finas, me (ilegible) cuidadosamente y
me condujeron a la residencia de lord Howden. Lord Howden tenía ya un alto
prestigio político y militar y al saber mis condiscípulos adonde me llevaban me
suplicaron que solicitara un día de asueto para la escuela. Lord Howden quería
hablar español conmigo. Hablaba muy bien nuestro idioma aunque se ha dicho lo
contrario. Me sentó en sus rodillas y conversó paternalmente con el “boy”
americano. Lord Howden que era de una distinción suprema y de una elegancia
extremada me preguntó si quería pedirle algo.
—Sí, señor— le
contesté; —los muchachos del colegio me encargaron que le suplicara un día de
asueto.
Lord Howden me
condujo al colegio y solicitó al pastor que dirigía el establecimiento que nos
diera libertad. Mis condiscípulos me llevaron en andas. Pero no disfruté mucho
de la popularidad porque una epidemia de escarlatina dispersó a los chicos y
así me incorporé yo a un instituto de la Universidad de Liverpool e hice mi
viaje por aquella Inglaterra que apenas tenía tres ferrocarriles, que limpiaban
sus altas chimeneas con gruesos escobillones y que se alumbraba con candiles y
velas. Volví a Buenos Aires hecho mozo. La situación era en extremo grave. El
bloqueo persistía en todo su vigor y eso daba precisamente fuerza a Rozas ante
la opinión. Representaba el sentimiento nacional en el orden exterior y
cualquiera que fuese su política interna se veía en su actitud la defensa del
decoro del país, como lo explica el regalo de la espada de San Martín. Los
aliados habían ordenado el embarque de los ingleses. Me acuerdo que al regresar
a Buenos Aires fuí con mi padre a visitar al ministro de Inglaterra. Mi padre
le llamó la atención sobre el error que importaba el bloqueo y le aseguró,
además, que ningún inglés abandonaría el país. Y así sucedió. La colonia
inglesa era muy considerada. Rozas le había dado su palabra de que nadie la
molestara. Y nadie la molestó. El canónigo irlandés a quien acudían todos los
miembros de la colectividad, trabajó en este sentido con su ascendiente y con
su autoridad. Sólo dos irlandeses se fueron y tuvieron un fin desventurado.
Murieron en la miseria. Los ingleses se quedaron y el bloqueo continuó. Un día
llegó a Buenos Aires lord Howden. Mi padre le dió una recepción. Me acuerdo de
su aparición en la sala. Estaba magnífico; cubierto de condecoraciones y de
medallas, hizo una larga y honda reverencia. Me reconoció y conversamos en
español. Algunos días después apareció en nuestra casa. Era más de media noche,
Nos dijo a mi padre y a mí:
—Me voy a
Montevideo mañana. Voy a levantar el bloqueo.
En aquel tiempo
—continuó diciéndonos D. Carlos Lumb— se vivía una vida monótona. Celebrábamos
tertulias hasta las once de la noche, alumbrados por quinqués y velas de sebo
que en verano se juntaban a cada rato y la negra tenía que enderezarlas y
despabilarlas constantemente. Nosotros vestíamos en las tertulias y en los
bailes, chaquetas y pantalones blancos sujetos a los zapatos con presillas de
cuero. Las damas vestían trajes de clarín. Entonces, mi señor, los vestidos no
arruinaban a las familias. Rozas vestía, como se le presenta en “La divisa
punzó”. Una sola vez se puso frac y fué para recibir a lord Howden. El
verdadero retrato de Rozas es, a mi juicio, el que le hizo el miniaturista Harvey,
siendo presentado al dictador por el ministro Parish y por intermedio de
Manuelita.
Yo vi la entrada
del Ejército Libertador y me acuerdo, como sí fuera hoy, cómo los negros nos
pedían que gestionáramos su libertad. He visto el saqueo que D. Justo José no
tardó en reprimir. Hablé con él en el cuartel para pedirle la libertad de un
negro que había servido en mi casa toda su vida. Volví a ver a Rozas en
Southampton. Le llevaba yo diez mil onzas por encargo de don Felipe Vera, que
era amigo del dictador. En esa ocasión conversé largamente con Manuelita, que
era, sin duda, una gran dama. Al conocer la causa de mi visita se conmovió
profundamente. Mientras estábamos conversando entró D. Juan Manuel. Don Juan
Manuel hablaba en tono solemne, en tono de nota oficial, como era su costumbre.
Se sentía satisfecho con la conducta que observaba con él el Gobierno inglés.
Debo decirle que no aceptó el dinero de D. Felipe Vera. Hizo una defensa de su
honradez y al referirse cómo había manejado los dineros públicos, aludió a una
suma que carecía de comprobantes: la había invertido para conseguir la copia de
las instrucciones que traía el comandante de la flota bloqueadora.
—¡La gente que he
conocido por intervención de la casualidad!— exclama bruscamente el Sr. Lumb. He
conocido al almirante Brown, he conocido al General O'Brien, de quien fuí
amigo. O'Brien había ingresado a la casa de comercio de Dickson. Era
dependiente. El señor Dickson dió una vez una comida al general San Martín y al
presentarse O'Brien, exclamó el Libertador:
—¡Qué hermoso tipo
de soldado!
Dickson le
contestó:
—Lléveselo, señor,
pues lo que es pará comerciante no sirve.
Así comenzó su
carrera militar. ¿Creerán ustedes, que he conocido al Dr. Lepper? Pero ustedes
no saben quién era Lepper. El Dr. Lepper, era médico de Napoleón cuando éste
estuvo prisionero a bordo de un barco de guerra inglés. Se estableció aquí y mi
padre fué su albacea. Fuimos muy amigos y he leído documentos suyos
interesantísimos, entre ellos una carta en inglés del emperador. Fuí, señor
mío, amigo de hombres ilustres. Fuí amigo del General Mitre, de D. Vicente
Fidel, de Sarmiento. Siendo D. Domingo Faustino Presidente de la República se
construyó por empeño de Vélez, el Ferrocarril Este Argentino de Concordia a
Monte Caseros. Yo era presidente del Directorio e invité al señor Sarmiento a
la inauguración. Era un ferrocarril estratégico. En Concordia hice el programa
del acto, que comenzaba con una salva de 21 cañonazos. D. Domingo tomó el papel
y corrigió “Dos salvas”, agregando:
—Para cualquier
cosa bastan 21 cañonazos. Para un ferrocarril, en un país americano, debe
celebrarse con una salva doble.
Hicimos en
Concordia un paseo en lancha y no pudimos regresar. El río estaba picado.
Tuvimos que hospedarnos de noche en el campamento de terrapleneros. Entretanto
en Concordia circuló el rumor de que habían secuestrado al presidente. Se
acuartelaron las fuerzas y la gente se alarmó. Por fortuna, se mandó una
locomotora de exploración, que vimos llegar a media noche, como tanteando en las
tinieblas y así regresamos. Sarmiento decía que a mi padre habría que
levantarle una estatua por el lema que repetía siempre: lo que necesita la
Argentina es paz y agua. ¿Cuántos años han pasado desde entonces?. Ya tengo 95
años y el 24 de este mes, al cumplirlos, no sé qué excusa invocaré ante mis
hijos y mis amigos. Es verdad que yo no conozco la vejez. Lo que tengo es una
vida prolongada. Me encuentro en la situación del piloto que ha recorrido su
ruta, ha anotado en su mapa los puntos del itinerario y al acercarse al final
ve ya el fin de su viaje, (ilegible) de la última costa. Así he vivido yo, con
la fe tranquila del creyente y podría terminar con las palabras del cardenal
Wolsey en el “Enrique VIII”, pues si mi Shakespeare…(ilegible hasta el final
del párrafo)
(1) Hace unos años
atrás pude leer en la hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación, el
testimonio brindado por el Sr. Carlos Lumb, próximo en ese entonces a cumplir
los 95 años, que fue publicado en el diario La Nación del día 23 de octubre de
1923 con el título “Habla un testigo de interesantes acontecimientos”. Toda la
colección del diario La Nación, de la Hemeroteca, se encuentra microfilmada,
por lo cual hay partes de las distintas publicaciones que son ilegibles.
Publico en este
blog este interesante testimonio dejando constancia en su transcripción, las
partes que resultaron ilegibles, que por suerte son pocas –dos palabras y los
siete últimos renglones- y por lo cual el relato no se encuentra afectado en su
comprensión.
Norberto
J. Chiviló, enero de 2021
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