por Laura María
Calderón de Civit
Isabel La Católica
se convierte en noticia a partir del momento en que el periodismo internacional
se entera de que el Vaticano ha iniciado su proceso de beatificación a pedido
de algunos obispos españoles y latinoamericanos. Para un ateo decidido e
intransigente este proceso no tendría ninguna importancia y sería, simplemente,
una de esas ceremonias con que la Iglesia Católica recuerda sus mejores tiempos
y coloca en los altares, para edificación de sus fieles, algún personaje
especialmente dotado para llevar diez centímetros por encima de su cabeza una
aureola de santidad que ni vale la pena discutir.
Un buen musulmán o
un poderoso miembro de la B'nait Brith no sentiría perturbada su digestión por
un acontecimiento tan al margen de sus intereses. No obstante, tanto musulmanes
como judíos han dejado caer sus notas de protestas por lo que consideran un
atentado a los Derechos del Hombre, al consagrar a una personalidad que actuó
en su hora contra sus respectivas comunidades en una medida discriminatoria que
hiere sus sentimientos de humanidad.
El Vaticano, con
sabia prudencia ha cerrado momentáneamente el proceso y se ha dedicado a otros
santos menos comprometidos con los ídolos del foro o más en la línea de un
entendimiento ecuménico con los hermanos separados de otras confesiones.
Señala Dumont en
la Introducción de su libro: "No puede haber en la cristiandad un buen
samaritano, ni siquiera Isabel, que recogió en el camino un pueblo y una
Iglesia abandonada también por sus levitas”.
Dejamos
expresamente de lado las referencias al nacimiento y la juventud de Isabel que
han sido tratados por muchos autores con prolija seguridad y nos limitamos a
los casos en que la controversia ha puesto a Isabel frente a un tribunal de la
historia formados por los enemigos tradicionales de la Iglesia. La habilidad de
esos adversarios está en plantear la polémica en un terreno histórico que ya no
responde a los estímulos ni a las presencias del mundo de Isabel. Convenía
entrar en ella provistos con todos los principios ideológicos de la mentalidad
moderna e iniciar un juicio en el que se den cita las acusaciones más
anacrónicas pero con generosas proyecciones en la mente de los iletrados que
frecuentan las páginas de los diarios y desgraciadamente también las aulas de
las universidades.
De esta manera la
instalación de la Inquisición y la expulsión de los Judíos y los moros tomaría
el sesgo racista que hoy se le quiere dar, sin tomar en consideración que la
idea de un antisemitismo racial no se presentó nunca en el ánimo de los
españoles del siglo XV, perfectamente conscientes de las mezclas reiteradas con
judíos y moriscos, hasta tal punto, que el propio Fernando de Aragón llevaba en
su sangre un caudal nada despreciable de glóbulos judíos.
El pueblo que la
Reina de Castilla y el Rey de Aragón encabezaban era católico, tal como los
moriscos eran musulmanes y los judíos israelitas. Estos tres pueblos convivían
en la Península no sin tensiones ni deseos, en unos y en otros, de predominar
sobre los demás, ya sea con apoyos foráneos o en alianzas accidentales forjadas
entre ellos con más reservas que sinceridad.
Esta situación
creaba un clima de guerra civil permanente mitigada a veces por el ajuste de
los intereses comerciales y financieros. La Religión Católica y el Islam son
eminentemente proselitistas. La cuestión racial no se planteó nunca entre ellos
como algo importante para la integración en la fe, y cosa curiosa, tampoco se
planteó así entre los judíos españoles que mezclaban sin inconvenientes su
sangre cuando así lo consideraban útil.
Hubo un problema
con los judíos convertidos al cristianismo y es que no siempre obraban de buena
fe y muchos falsos conversos judaizaban en el interior de la Iglesia y
provocaban situaciones confusas que no favorecían la buena proyección de la fe.
Los así llamados "cristianos viejos" no toleraban con ecuanimidad
estas extrañas presencias y muchas veces pasaban a vías de hecho sin
miramientos para quienes podían ser culpables o inocentes.
"La Fundación
de la Inquisición no es en Isabel el efecto de un prurito aberrante y
divergente; es una de las numerosas instituciones con las que trató de
reconstruir el estado Castellano y la protección de su pueblo, considerado como
pueblo del Dios cristiano". (p. 79)
Fue tan al margen
de todo prejuicio racial que el primer inquisidor general, Fray Tomás de
Torquemada era judío converso y ha pasado a la historia envuelto en el halo
siniestro de la leyenda negra. A Torquemada le sucedió Diego Deza que también
era judío converso, tal como los principales asesores, consejeros e
inspiradores más inmediatos de Isabel: "Diego de Valera el inspirador;
Fernando de Talavera el confesor y hombre de confianza; Alfonso de Palencia,
Fernando del Pulgar etc." (p. 81)
Estos hechos
llevaron a Don Américo Castro a decir "que la sociedad española fanatizó
su cristianismo en la medida que los judíos se convirtieron". Algo
parecido sostiene Ferdinand Braudel cuando afirma que "un historiador tan
simpatizante de los judíos como el gran Lucio de Acevedo pudo declarar que la
intolerancia judía, en el umbral del siglo XVI, ha sido ciertamente más grande
que aquella de los cristianos. Don Salvador de Madariaga concluyó por su parte
que la inquisición española fue idea judía". (pp. 82-3)
El establecimiento
de la Inquisición fue a pedido de los Reyes Católicos, pero su fuerza legal
estuvo en el Papado, de modo que una institución tan católica como las
Cruzadas, fue hecha para defender la fe en el interior de la Iglesia. No hay un
caso en que alguien haya sido perseguido por judío, a no ser que tuviera una
situación dentro del clero y desde ella judaizara abierta u ocultamente. Nota
Pastor en su "Historia de los Papas": "Que se había llegado a un
punto en que estaba en juego la existencia misma de la España cristiana".
Se me dirá que
bien pudo ser España musulmana o judía. Es muy cierto y la posibilidad nunca
estuvo muy lejos, pero cuando examinamos la historia del pueblo español
conviene recordar la observación que hizo Braudel a la calurosa defensa de los
judíos hecha por León Poliako en su "Historia del Antisemitismo".
"Tiene el efecto de no ver más que uno de los espejos del drama: los reproches
de Israel, pero no los de España cristiana, que no son ilusorios, ni falaces,
ni demoníacos". (citado p. 87)
El vencido tiene
derecho a quejarse si ese es su gusto y sus quejas, bien rentadas, son acogidas
por una prensa amiga, pero no tiene derecho a negar la composición del
certamen. Los rivales eran tres: católicos, judíos y musulmanes y el juego
político no admitía, por ninguna de las partes, la posibilidad de esto que hoy
se llama el pluralismo religioso, de manera que el que ganaba imponía las
condiciones de su triunfo.
Ganaron los
católicos y después se habló de genocidio. Está bien, si la palabra tiene
efecto y crea entre los españoles de hoy un complejo de culpabilidad
predispuesto a todas las transacciones, pero resulta un poco hipócrita si se
tiene en cuenta que es esgrimida en nombre de la revolución moderna, madre de
los derechos del hombre y autora de genocidios al lado de los cuales los de la
inquisición española constituyen una industria casera. Los muertos por la
Inquisición Española en los veinticuatro años del reinado de Isabel no pasan de
cuatrocientos. "Es pesado -escribe nuestro Autor- pero no es la orgía
carnicera que la educación escolar ha metido en la mente del público... Es un
número infinitamente más pequeño que los centenares de miles de muertos en la
guillotina, los fusilamientos en masas, las deportaciones y las columnas
infernales que hizo el "Terror" en sólo seis años de gobierno
..."(p.97)
Al "advocatus
Diaboli" le queda la expulsión de los judíos de España para poner en el
otro platillo de la balanza donde deben medirse los méritos de Isabel. El fardo
no es leve y aunque los judíos no eran considerados súbditos españoles de
acuerdo con las leyes de la época, eran huéspedes y con muchos años de
asentamiento en la Península para que no tuvieran en ella largas y profundas
raíces, muy duras de arrancar para quien debía abandonar el país en el término
de cuatro meses según el decreto del 31 de marzo de 1492, al que Torquemada
añadió nueve días más, por el tiempo en que la ley tardó en ser conocida.
Dumont responde a
muchas preguntas que el tema de ocasión de hacer y trata de responderlas con la
mayor ecuanimidad posible sin que satisfaga, en lo que alcanzo a comprender,
una mente formada bajo la influencia de la filantropía moderna. Indudablemente
fue una medida de prudencia política y sólo en este terreno se debe calibrar su
eficacia ¿Ahorró una conflagración sangrienta que hubiera sido mucho peor?
¿Permitió a la Corona concentrar su energía en la consolidación del Reino? Si
podemos responder a ambas preguntas con un sí rotundo, se podría explicar e
incluso justificar la actitud de Isabel.
Dumont cree
posible una respuesta favorable y no titubea en afirmar la oportunidad de la
medida si se tiene en cuenta los riesgos que la minoría judía hacía correr a la
integración de la nación católica. Si esto fue un mero pretexto para satisfacer
el odio visceral contra una comunidad religiosa, no parece una consecuencia
necesaria, ni de la formación espiritual, ni del talante personal de la Reina.
Es indudable que
la expulsión de los moriscos no suscita la misma indignación general que
aquella de los judíos. Menos asistidos por los beneficios de la prensa
internacional, pertenecen a una minoría que ha hecho méritos suficientes en el
terreno del fanatismo para que puedan aspirar a la cátedra de víctimas
perfectas. No obstante estaban también fuertemente arraigados en el sud de
España y constituían el resto de un ejército, otrora triunfante, con una
proyección militar que llegó, en su apogeo, más allá de las fronteras
pirenaicas. ¿Seguían abrigando intenciones expansionistas? Dudarlo sería
desconocer las enseñanzas del Corán y su paraíso "a la sombra de las
espadas". La posibilidad de que convivieran en paz con la población cristiana
era poco probable y la tolerancia no había alcanzado todavía ese clima de
indiferencia religiosa que la hace posible.
Nos queda por
examinar en compañía de M. Jean Dumont la conquista de América. Terreno plagado
de susceptibilidades hábilmente alentadas por los enemigos del cristianismo,
púdicamente amparados en los derechos humanos y en las exigencias del
desarrollo de las culturas autóctonas, último descubrimiento de la etnología
"up to date".
El mandato de
Cristo de ir a bautizar a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo exigía, para ser posible, algunas precauciones de tipo
militar que podían ir desde la fundación de una factoría, hasta la formación de
un Imperio. Los cristianos de aquella época lo sabían y no se andaban con vueltas
para asegurar el buen éxito de la predicación de la fe. Que hubo excesos,
atropellos, violencias. Es el pan de cada día ¿No los hubo en las conquistas de
España y Francia por los romanos? ¿Qué francés o español se niega a hablar su
idioma porque nació de la lengua de sus conquistadores? Es una lástima que se
pierda tanto tiempo en lamentar los excesos de la energía en vez de agradecer
sus beneficios estimulantes y todo aquello que la fuerza aporta como fruto de
su vigorosa salud. Indudablemente esta reflexión es moderna y aunque no está
totalmente inspirada en los lamentos de la teología de la liberación, trasunta
la frecuentación de Vico y de algún otro cultor de las épocas matinales.
Isabel era
católica, la Iglesia le dio esa designación como un título de honor. Estaba
convencida de que los indígenas de América debían ser rescatados por la sangre
de Cristo. ¿Se sentía llamada a colaborar activamente en este rescate? No nos
cabe la menor duda y Dumont se extiende con amplitud acerca de los sentimientos
apostólicos dela Reina, "Isabel tiene, desde 1501, la entera y directa
responsabilidad de la colonización de América y de su evangelización. Esta le
fue impuesta por la bula pontificia. "Piis Fidelium” del 24 de junio de
1493. Asume plenamente ambas responsabilidades y el 16 de setiembre de 1501,
firma en Granada una instrucción al Gobernador de las Indias Don Nicolás de
Ovando para que proteja en todo momento eso que llamamos hoy los derechos de la
persona humana".(p. 165)
Todo esto tiene un
valor infinito si aceptamos la enseñanza de la Iglesia como una verdad que
proviene de Dios mismo y que nos libera, efectivamente, del error, el pecado y
la miseria. Si no es así tendremos que medir la conquista española con el metro
de los valores puramente humanos y hay que ser realmente un pobre infeliz para
no verla en el nimbo de una aventura extraordinaria.
Hay un capítulo
dedicado a Colón que no responde a una pía admiración por el gran navegante y
esboza una etopeya que lo coloca, no muy gentilmente, en la línea de un
aventurero sin grandeza. Para Isabel "el respeto debido a los poderes que
concedió a Colón, no podía cubrir mucho tiempo la vergüenza de sus
depredaciones". (p. 164)
Acaso convenga,
como nota marginal, recordar que los sacerdotes salmantinos que hablaron con
Colón y que como él sostenían la redondez de la tierra, calcularon mucho mejor
que el navegante genovés la distancia que separaba a Europa de Asia y
consideraban que era imposible realizar el viaje en esas pequeñas carabelas. El
triunfo de la tozudez colombina se debió a una información muy segura que el
Descubridor habría recibido de un marino andaluz, Alfonso Sánchez de Huelva,
que sería, de acuerdo con esta noticia, el primer descubridor de América.
Las Casas, cuyo
padre había sido compañero de Colón en su viaje, escribió en su "Historia
de las Indias" que se tenía por seguro "entre nosotros, la existencia
de un primer descubridor. Colón estaba tan seguro de descubrir lo que descubrió
como si lo tuviera bajo llave en su propia habitación". (citado p. 157)
Publicado en la
revista "Verbo" N° 358-361, Año XXXVI, Setiembre-Diciembre de 1996.
(Reproducido de: El Restaurador, 24 de marzo de 2021)
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