Por Adrián
Pignatelli
Infobae, 8 de
Noviembre de 2020
No interesa cómo
fue que el general Juan José Viamonte se enteró. La versión más difundida fue
que por 1827, al cruzar la plaza y pasar frente al Cabildo, reparó en el rostro
de una negra harapienta que pedía limosna, y que le resultaba familiar. Sus
criados le habían avisado que ella había ido a golpear la puerta de su casa en
busca de ayuda, como confesaría en una sesión en la Sala de Representantes. Lo
cierto fue que esa negra, vestida con lo que podía y que se alimentaba
gracias a las sobras de los conventos de la ciudad, había arriesgado el pellejo
como uno más en el Ejército Auxiliador primero y luego junto a los soldados que
Manuel Belgrano comandó en el norte, en los tiempos en que en estas tierras
habíamos decidido ser independientes.
Se llamaba María
Remedios del Valle, tenía el cuerpo curtido con media docena de cicatrices, y
todos la ignoraban.
La historia
oficial dice que nació en la ciudad de Buenos Aires entre 1766 y 1767 y que su
bautismo de fuego lo tuvo cuando colaboró en la lucha contra los británicos en
las invasiones.
En los campos de
batalla
Cuando a mediados
de 1810 partió el Ejército Auxiliador al norte, en el que estaban enrolados su
marido y sus dos hijos, uno de ellos adoptado, se les unió. Primero estuvo en
la División de Bernardo de Anzoátegui, capitán de la 6ª Compañía del Batallón
de Artillería Volante. Anzoátegui recordaría cómo María cuidaba de los
soldados, suboficiales y oficiales, les lavaba la ropa y atendía sus heridas.
Cuando el ejército
arribó a Potosí, estuvo a las órdenes del veterano coronel José Bonifacio
Bolaños. Allí recibió 20 nacionales, su primera paga. Cuando ocurrió la derrota
de Huaqui el 20 de junio de 1811, que supuso la pérdida del Alto Perú, ella
bajó a Jujuy. Allí sería la última vez que Viamonte la vio.
No se sabe en qué
batallas murieron su esposo y sus dos hijos. Ella continuó en el ejército,
donde era conocida como “la tía María”. Fue testigo del Éxodo Jujeño. Se habrá
sentido desilusionada cuando se presentó ante Manuel Belgrano antes del
enfrentamiento con el ejército realista en Tucumán, y le pidió permiso para
poder atender a los heridos.
Recibió una
rotunda negativa.
No se dio por
vencida, y se las ingenió para colarse primero en la retaguardia y luego en el
campo de batalla cumpliendo su cometido. El creador de la bandera terminaría
cediendo, y María sería la única mujer que podía seguirlo en el combate. Su
admiración por su valentía lo llevó a nombrarla capitana del ejército.
También estuvo en
Vilcapugio, y en Ayohuma Gregorio Aráoz de Lamadrid se admiró al verla, junto a
otras dos mujeres, llevando sobre sus cabezas cántaros con agua fresca,
ignorando el intenso cañoneo.
Luego de este
combate, librado el 14 de noviembre de 1813, cayó prisionera. Y aún cautiva no
se mantuvo quieta. Asistió a los maltrechos prisioneros patriotas, y a algunos
los ayudó a escaparse. Fue castigada por orden de los jefes Joaquín de la
Pezuela, Juan Ramírez Orozco y Miguel Tacón a ser azotada durante nueve días. Y
estuvo siete veces en capilla.
Cuando logró
fugarse, estuvo en las filas de Martín Miguel de Güemes y Juan Antonio Alvarez
de Arenales.
Se le perdería el
rastro hasta que años después fue descubierta en la ciudad de Buenos Aires.
Vivía en un rancho, en las afueras y alternaba los atrios de las iglesias y la
puerta del Cabildo para pedir limosna; algunos le decían “la capitana”.
El diputado
Viamonte fue el que llevó su caso a la Sala de Representantes. “Ella tiene
derecho a la gratitud argentina, y es ahora que lo reclama por su infelicidad”,
decían. Ella había logrado que la representase Manuel Rico, un militar veterano
del Ejército del Norte. Había pedido, sin suerte, una compensación de seis mil
pesos, contando las actualizaciones desde la disolución del ejército del norte.
Víctima de la
burocracia
En 1826 comenzaron
las gestiones para otorgarle una pensión. El 24 de marzo de 1827 el ministro de
Guerra mandó su expediente a la Sala de Representantes, para que resolviese qué
hacer. Su pedido ingresó el 25 de septiembre pero recién se discutiría el 18 de
julio del año siguiente. A través de los testimonios del propio Viamonte,
Gregorio Aráoz de Lamadrid, de Tomás de Anchorena -quien fue secretario de Manuel
Belgrano en el norte- y de Hipólito Videla, quien estuvo prisionero junto a
ella, todos conocieron su historia y se asombraron de sus cicatrices, además de
las marcas de los azotes que había recibido de los españoles. “Seis cicatrices
feroces de bala y sable. Su caro esposo, un hijo y un entenado que han expirado
en las filas de los libres”.
Propusieron
llamarla “Madre de la Patria”. Por unanimidad se le otorgó un sueldo
correspondiente al de capitán de infantería, a pagar desde el 15 de marzo de
1827, que es cuando había iniciado el largo trámite burocrático ante las
autoridades. La Sala de Representantes también dispuso que se publicase su
biografía en los diarios y se le erigiese un monumento. Nada de esto se
cumpliría. Y la paga la recibiría salteada.
Sería Juan Manuel
de Rosas quien el 16 de abril de 1835 la efectivizó como sargento mayor y se
aseguró que recibiese sus sueldos como correspondía. En agradecimiento, ella le
pidió permiso y se cambió el apellido, incorporando el de Rosas.
Su necrológica se
resumió en un registro del ejército, fechado el 8 de noviembre de 1847: “Baja.
El mayor de Caballería Doña Remedios Rosas falleció”.
Una calle, pegada
a la autopista Perito Moreno, cerca del Parque Avellaneda y un par de escuelas,
en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires llevan su nombre. En su
homenaje, desde 2013, el 8 de noviembre es el día del afroargentino y de la
cultura afro. Pobre Remedios: cuánto tuvo que esperar, aún después de su
muerte, con todo lo que había hecho en vida.
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