REVISIÓN DE LA LEYENDA NEGRA


 

Carlos María Romero Sosa

 

La Prensa, 01.10.2023

 

Con motivo de la guerra hispano-estadounidense, iniciada a partir de la explosión del acorazado yanqui Maine en el puerto de La Habana, se reavivó tras las líneas de combate la llamada “leyenda negra” que había difundido siglos antes Inglaterra. Acusaba a España de ser responsable de los peores crímenes cometidos en los territorios que dominó desde su esplendor hasta su ocaso imperial hacia fines del siglo XIX, cuando aquella contienda. Naturalmente tales denuncias, nacidas más de rivalidades geopolíticas y disputadas influencias territoriales que de impulsos éticos, despertaron a su hora airadas respuestas. Tal vez entre las primeras estuvo la de la Condesa de Pardo Bazán, que en una conferencia pronunciada en París en 1899 denunció “a los que buscan ejemplos convincentes en apoyo de determinada tesis política”. Y concluyó la autora de Los pasos de Ulloa con profética visión de los “libertadores USAS” (por decirlo con el título de una novela de Carlos María Ydígoras): “Nos acusa nuestra leyenda negra de haber estrujado las colonias. Cualquiera que venga detrás las estrujará el doble, solo que con arte y maña”.

 

 

Poco después otro escritor, notoriamente liberal y republicano, Vicente Blasco Ibáñez, esta vez en uno de sus discursos ofrecidos en su viaje a Buenos Aires en 1909, volvió a expedirse sobre el particular y a reclamar contra lo que juzgaba eran infamias vertidas en perjuicio de su patria: “Hemos sido los españoles objeto de odios concitados, y no han faltado pueblos que durante tres siglos se han dedicado con empeño a hablar mal de España y a mentir acerca de ella. En parte, puede explicarse la razón de ser de estas cosas, teniendo presente que España ha sido un pueblo dominador, y los pueblos dominados no siempre olvidan la venganza que de la servidumbre nace.”

 

Párrafos antes, al tomar nota de la sentida religiosidad que observó en la mayoría de la población argentina, país del que ponderó su libertad de conciencia y de cultos, se preguntó ante su auditorio reunido en el teatro Odeón: “Qué crimen, pues, cometió España trayendo el catolicismo a esta nación.”

 

Sin embargo fue el políglota, traductor e historiador madrileño Julián Juderías (1877-1918) el principal divulgador de la expresión “leyenda negra” en su libro de 1914: La leyenda negra y la verdad histórica edición de la que se encuentra un ejemplar en nuestra Biblioteca Nacional. Es de anotar que Juderías no era en nada retrógrado, por el contrario su trayectoria de publicista y su vínculo con el Instituto de Estudios Sociales creado en 1903 por el conservador con sensibilidad social Francisco Silvela, dan cuenta de su espíritu de avanzada.

 

PROPAGANDAS

 

Como en un péndulo, a la propaganda antiespañola le siguió otra leyenda, blanca o rosa –dorada, la nombró Blasco Ibáñez-, igualmente falsa y antihistórica. Argumentos hay para que prendieran en los ánimos desprevenidos tanto una como otra. Por ejemplo entre los menos sutiles con miras a justificar in totum las expoliaciones coloniales se arguye que imperios hubo siempre, que cayeron las Murallas de Jericó y que Roma destruyó Cartago. De lo que sigue, imposibilitando todo juicio histórico retrospectivo, el asirse al dogma que no se puede juzgar el pasado con valores actuales, sumado a que los Derechos Humanos provienen del iluminismo y son hoy una muletilla izquierdista.

 

Lo primero no es así, porque ya la Reina Isabel la Católica rechazó en su hora la esclavitud de los indios que intentó Colón y en el codicillo de su testamento dictado en el Castillo de la Mota, en acto inmortalizado en el cuadro de Eduardo Rosales, expresó aquello de “Yo no quise sojuzgar, sino enseñar lo verdadero: yo no quise siervos, jamás, sino súbditos de Castilla”. Más todavía: las iniciales críticas a la Conquista se manifestaron no por boca de antepasados ideológicos de Rousseau o Marx sino a través de la oratoria sagrada del dominico Antón de Montesinos en aquel cuarto domingo de Adviento de 1511 en La Española, en su sermón brindado con la aquiescencia de toda la comunidad de los hijos de Santo Domingo de Guzmán establecida en la isla. A ello habrá que sumar el “mea culpa” registrado en el testamento de 1585 del conquistador del Perú, capitán Mancio Serra de Leguizamón, dirigido a Felipe II: “entienda su Majestad católica que el intento que me mueve á hacer esta relación es por el descargo de mi conciencia y por hallarme culpado en ello; pues habemos convertido gente de tanto gobierno como estos naturales”.

 

En cuanto a lo segundo, cabe admitir que el siglo XXI y por de pronto en teoría, tiene en claro el significado de los derechos inalienables de la persona humana, aunque el mundo gire al revés de ello, más ligero y más preciso en su violación que cuando aún faltaba sacar punta a ciertas ideas morales.

 

DEBATE REABIERTO

 

Lo dicho viene a cuento de la reciente obra de un publicista argentino y actual que con erudición reabre la vexata quaestio del Descubrimiento y la Conquista, afirmándose en sus aspectos positivos.

 

Se trata de La América Española 1492-1810 Leyenda negra y realidad (Agape, 288 páginas), del embajador José R. Sanchís Muñoz, abogado (UBA), graduado en Diplomacia y Relaciones Internacionales en la American University de Washington, D.C, Subsecretario de Negociaciones Económicas Internacionales en la Cancillería (1992-1993) y Director del Instituto del Servicio Exterior de la Nación (2000-2004).

 

Sanchís Muñoz, que no elude la polémica, es alguien que piensa por sí y llega a conclusiones personales sin caer en actitudes fundamentalistas. Este investigador y tratadista de la historia diplomática argentina, que anteriormente dio a conocer entre otros libros: La Unión Democrática 1945-1946. Un impulso frustrado para salvaguardar la Constitución, tema igualmente para la discusión apasionada, sabe recrear y moverse con facilidad en tiempos pasados y lejanos sin dejar cabos sueltos, ni caer en anacronismos, ni saltar detalles que pueden brindar luz esclarecedora sobre un tema tan controvertido. Aquí, con acertado método expositivo y excelente prosa, parte de enunciar el mito de la hispanofobia para ir desentrañando sus efectos y sobre todo aclarar a quiénes benefició la “leyenda negra” a través de los siglos.

 

A su entender es probable que la misma proceda del protestantismo, lo cual no obsta para arribar luego a una de las tesis que enarbola: la “leyenda negra” surge en Italia debido a que la primera expansión imperial española se hace en el Mediterráneo. Sostendrá así advirtiendo en esa leyenda el condimento racista ultrarreaccionario: “El prejuicio busca su argumento en la (presunta) mezcla española con judíos y moros mientras que los italianos descendían de los romanos.” (Y recuérdese que va en esa línea racista el juicio mal atribuido a Alejandro Dumas padre: “África empieza tras los Pirineos”).

 

Detrás de cada libro hay un escritor –o escritora- que buscó y halló algo de su propio sentido de ser al redactarlo. En Sanchís Muñoz el evidente afán por la verdad y la justicia histórica que lo impulsaron a escribir estas páginas, sin duda han corrido parejos con su tomar partido por la parte más débil y al cabo vencida como lo ha sido España, en el juego de poder mundial. Piénsese que Gran Bretaña, Francia, Holanda, Bélgica, incluso Portugal, la aventajaron en el tiempo en cuanto al sostenimiento de sus colonias a sangre y fuego y lograron después lazos económicos más fuertes que los que vinculan hoy a la Madre Patria con varios países de su misma lengua como Guinea Ecuatorial o el antiguo Marruecos Español.

 

Actitud caballeresca si las hay esta de Sanchís Muñoz, aunque de igual manera deberá admitirse que otros autores puedan con parecida buena fe conmiserarse de los pueblos originarios y argumentar a su favor atendiendo a que más allá de lo indiscutiblemente humanas y de inspiración cristiana que fueron las Leyes de Indias -incumplidas en general en América- o de los puntuales casos de buen trato dado a los nativos, hubo una parte cierta y definitivamente perdedora hasta la actualidad. Sanchís Muñoz, hombre de cerebro y corazón, tiene el buen gusto de no argumentar con decimonónicos principios del determinista darwinismo social sobre lo sucedido.

 

VALORES Y DISVALORES

 

En una ocasión al meditar en el triste destino de los aborígenes después de la Conquista, el insigne puertorriqueño Eugenio María de Hostos, otro de los grandes maestros de América, creador del sistema pedagógico de la República Dominicana, visitante de nuestro país entre 1873 y 1874, admirador de Sarmiento al que entrevistó siendo presidente y amigo de Vicente Fidel López y de José Manuel Estrada, imaginó lo que podría ser una defensa invocada por sus propios antepasados europeos que le reclamarían en favor de la colonización, término que Hostos entendía un eufemismo del exterminio y la marginación de los pueblos autóctonos: “Pero (sin ella) entonces usted no hubiera existido”. Frente a lo que este apóstol de la independencia de su Isla y de Cuba y abolicionista de la esclavitud, estampó la respuesta muy a tono con el ideario vertido en su kantiana y positivista Moral social: “Hubiera existido la Justicia, que vale más que yo”.

 

Contrapuestos pues en esta historia valores y disvalores: la Justicia y la injusticia, el humanitarismo y la crueldad, el sentido misional (Vicente D. Sierra dixit) y la avaricia por el oro, quijotismo y sanchismo en suma, bien vale para abordar desapasionadamente la Conquista partir de aquello de Terencio: quot hominis tot sententiae. No en apelación aquí al relativismo gnoseológico con implicancias en la filosofía moral, sino asumiendo y admitiendo que el tema lejos está de cerrarse ya que se halla tironeado por ideologías.

 

De allí la importancia de un libro como La América española 1492-1810 que a la toma de posición sin disimulo del autor, supo éste incorporar gran cantidad de datos documentales y opiniones de muy variada procedencia que la avalan, desde las de Antonio Caponnetto a las de Ernesto Sábato, como para persuadirse a sí mismo de no estar errado en su hispanofilia y sostenerla hasta la incorrección política en este contexto de neobilateralismo plutocrático anglo-sino.

 

El volumen consta de tres partes desplegadas cada una en capítulos, donde primero se analiza el marco jurídico y de gobierno en las Indias, suscribiendo al respecto aquel presupuesto de Ricardo Levene en el sentido que las Indias no eran colonias. Después se sistematiza con profusión de nombres propios la empresa cultural que promovió España en esta parte de América, tema que largamente trató el jesuita Guillermo Furlong.

 

ELITISMO

 

La América española 1492-1810 llama a admitir al lector que de la “leyenda negra” es difícil predicar lo que Alfonso Reyes de las leyendas populares, al notar su perennidad de cantos rodados cada vez más brillantes. Porque hubo más elitismo y egoísmo al pergeñarla que clamor de multitudes con justas expresiones de agravio en su génesis. Aunque así como suscribimos esto, tampoco acordamos con quienes justifican lo injustificable por comparación con otras arbitrariedades mayores cometidas por mano de ingleses en la India, portugueses en Angola y Mozambique, belgas en el Congo, alemanes en Namibia o italianos en Abisinia.

 

Al solo efecto ejemplificativo y apuntalando esto dicho, Hugo Wast en su libro Año X, una catilinaria contra Mariano Moreno, al rechazar de plano la importancia de la “Representación de los Hacendados”, minimizó el monopolio español confrontándolo con la dura Acta de Navegación de Cronwell, que disponía en 1651 “que las colonias no comerciaran sino con Inglaterra, sobre buques construidos, poseídos y tripulados por ingleses y que ninguna mercadería entrase en Inglaterra, sino transportada en buques ingleses, desde la quilla hasta el capitán.”

 

Claro está, siempre pueden ser peores los seres humanos, las sociedades y los gobernantes. Pero también mejores con el requisito de hacer sinceros exámenes de conciencia individuales y colectivos y en un paso siguiente convertirse y orar, tal como Rubén Darío le recomendó al Almirante de la Mar Océana: “Cristóforo Colombo, triste almirante,/ ruega a Dios por el mundo que descubriste”.

 

Justamente, Nuestro Señor de Nicaragua, fue símbolo y síntesis de hispanismo e indigenismo. Y mejor aún de indianismo fruto del mestizaje al verificarse según el magisterio de Ricardo Rojas vertido en su libro Blasón de plata de 1922 -varias veces reeditado por Losada-, el proceso en que el conquistador hispanizó la superestructura colonial y el habitante local indianizó al invasor. Rubén Darío, ufanado de su “boca indígena semiespañola” y peregrinante lírico desde los versos de Netzahualcóyotl a su amada “Grecia de Francia”, tensó al infinito las posibilidades sonoras y comunicadoras del verbo castellano; quizá la herencia magna de la España Católica, no de la inquisitorial sino la de Las Casas, José de Anchieta o San Pedro Claver.

 

Eficaz legado para cantar épicas cidianas verificadas siglos atrás en el Continente y redimir en el entendimiento lingüístico de millones de hispanohablantes, pasadas y presentes iniquidades.

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