EL GENERAL SAN MARTÍN


 Y LAS DOS ARGENTINAS

Por: Fernando Romero Moreno

Los ideales, las aspiraciones y los valores de una época suelen encarnarse en personalidades eminentes, en varones y mujeres paradigmáticos, en síntesis, en arquetipos. También en falsos arquetipos, si esos ideales no lo son cabalmente y representan en realidad una contracultura.

Pues bien: lo mismo sucede con las naciones. Hay hombres ejemplares en los que se cifran las mejores virtudes de la raza. Y hay hombres pequeños – por usar un adjetivo benévolo – que suelen ir a contracorriente de la grandeza de su patria. La Argentina, o mejor dicho, las “Dos Argentinas”, tienen representadas en sus héroes auténticos y en sus “falsas superioridades”, esas dos tendencias. Hay una Argentina tradicional, hispano- criolla y latina, mestiza y americana, de raíces católicas y greco- romanas – con todos los defectos innegables que haya que reconocer – pero que ha existido y tal vez todavía exista. Es la Argentina que valora la dignidad de la persona humana con sus derechos y deberes, acordes a la ley natural; la familia como célula básica de la sociedad, la justicia como la virtud de dar a cada uno lo suyo, según méritos, capacidades y necesidades; la libertad responsable como preferencia reflexiva de lo mejor; el patriotismo y la tradición; la cultura del trabajo y del esfuerzo; el desarrollo económico con equidad social; el culto de los antepasados y de Dios. Y hay otra Argentina anclada en la Ilustración o en lo que hoy llaman la posmodernidad que quiere una autonomía absoluta para el hombre y una sociedad laicista, cosmopolita y europeizante, no en el sentido genuino de reconocernos parte de la cultura occidental, sino en el de copiar, de modo artificial, instituciones y modelos ajenos a nuestra realidad.

San Martín recomendaba, según contaba su amigo Gerard, “el respeto de las tradiciones y de las costumbres” y consideraba “muy culpables las impaciencias de los reformadores que, con el pretexto de corregir abusos, trastornan en un día el estado político y religioso de sus países”. No se oponía al progreso ni a las legítimas libertades, basta verlo en su lucha por la Independencia o en la abolición progresiva de la esclavitud que propició en el Perú. Pero sabía que las verdaderas reformas arraigan cuando se hacen costumbre y son fruto, no de una revolución violenta, sino de la educación y del respeto a las sanas tradiciones heredadas. Rivadavia, en cambio - por poner un ejemplo de esos reformadores iluministas que tanto hemos tenido y tenemos - mereció estos conceptos del Libertador: “Sería de no acabar si se enumeraran las locuras de aquel visionario (…) creyendo improvisar en Buenos Aires la civilización europea” 
Como decía Arturo Jauretche: “La idea no fue desarrollar América según América, incorporando los elementos de la civilización moderna; enriquecer la cultura propia con el aporte externo asimilado, como quién abona el terreno donde crece el árbol. Se intentó crear Europa en América, trasplantando el árbol y destruyendo al indígena que podía ser un obstáculo al mismo para su crecimiento según Europa, y no según América” Las Dos Argentinas, como escribimos en otra oportunidad, tienen sus gestas, sus próceres, sus pensadores y hasta sus poetas. En ciertos aspectos pueden ser complementarias y no se excluyen. No se trata de contemplar la historia nacional en “blanco” y “negro”, de no advertir los “grises”, de razonar de modo maniqueo y clausurar la posibilidad de acuerdos allí donde podemos unirnos en pos de objetivos comunes. Pero en otros asuntos, las diferencias son de fondo, y eso explica buena parte de nuestra crisis.

La Argentina tradicional ha sobrevivido socialmente, aunque con graves deterioros, en el pobrerío mestizo (aunque cada día más masificado y manipulado), en los sectores “acriollados” de la clase media y en esa noble porción del viejo patriciado que no ha cedido a las tentaciones extranjerizantes. La otra se ha hecho “carne” en el conjunto mayoritario de un pueblo y de una clase dirigente, cuyas aspiraciones máximas parecen encontrarse en el dinero, en una libertad divorciada de la verdad y en una república sin ley natural, sin tradición y sin la religión de nuestros mayores. Este análisis, que puede parecer “duro” y demasiado “categórico”, lo realizó el propio General San Martín luego del poco tiempo que pasara en tierras americanas. Don Vicente López y Planes le escribía el 4 de enero de 1830 que en la Gesta de Mayo se había consagrado “el principio patriotismo sobre todo”; mientras que, a partir de 1821, con la llegada de Rivadavia y su círculo masón y pro- británico– “sin atreverse a excluir ese principio, de hecho (se) lo miró con mal ojo y (se) dijo sólo: habilidad o riqueza (…), engendrando “superioridades falsas”. 


San Martín contestó con una misiva fechada en Bruselas el 12 de mayo de 1830: “Son justísimas las observaciones que Ud. me hace”. Y haciendo una crítica del falso concepto de libertad copiado de la Revolución Francesa, en la célebre carta al General Guido de 1834, afirmó: “El foco de las revoluciones (…) ha salido de esa capital; en ellas se encuentra la crema de la anarquía, de los hombres inquietos y viciosos, de los que no viven más que de los trastornos porque no teniendo nada que perder todo lo esperan ganar en el desorden, porque el lujo excesivo multiplicando las necesidades, se procuran satisfacer sin reparar en los medios; ahí es donde un gran número no quiere vivir sino a costa del estado, y no trabajar (…) Ya es tiempo de dejarnos de teorías, que 24 años de experiencia no han producido más que calamidades. Los hombres no viven de ilusiones, sino de hechos: ¿qué me importa que se me repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad si por el contrario se me oprime?... ¡Libertad! désela usted a un niño de tres años para que se entretenga por vía de diversión con un estuche de navajas de afeitar, y usted me contará los resultados. ¡Libertad! Para que un hombre de honor se vea atacado por una prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan y si existen se hagan ilusorias. ¡Libertad! Para que si me dedico a cualquier género de la industria, venga una revolución que me destruya el trabajo de muchos años y la esperanza de dejar un par de bocados a mis hijos. ¡Libertad! Para que se me cargue de contribuciones a fin de pagar los inmensos gastos originados porque a cuatro ambiciosos se les antoja por vía de la especulación, hacer una revolución y quedar impunes (…).Tal vez (…) dirá que esta carta está escrita por un humor bien soldadesco. Usted tendrá razón, pero convenga (…) que a los 53 años no puede uno admitir de buena fe el que le quieran dar gato por liebre. No hay una sola vez que escriba sobre nuestro país, que no sufra una irritación”. 

Esa misma facción revolucionaria (que San Martín rechazaba, como se ve, por materialista, europeizante y libertina) era, a la par, la que despreciaba al pueblo sencillo, al gaucho, al indio, al negro, exaltando no la necesidad de las legítimas jerarquías sociales, sino la “aristocracia del dinero” u oligarquía, en justas palabras recriminatorias de Don Manuel Dorrego. San Martín en cambio enseñaba a su hija Merceditas “la caridad con los pobres”, la “dulzura con los criados” y el “desprecio al lujo”, apoyando a los campesinos que seguían a sus Caudillos y dando él, ejemplo personal de una vida sobria y austera. “Experimenta por el obrero una verdadera simpatía – afirmaba Alfredo Gerard -, pero desea verlo laborioso y sobrio, y nadie como él ha hecho menos concesiones a esa despreciable popularidad que se obtiene adulando los vicios del pueblo”. Es difícil que los seguidores de mentalidades aburguesadas como las que enfrentó San Martín entiendan qué cosa es esta Argentina y esta América que él defendió. Como Rivadavia, quieren una patria “gringa”, sin “negros” (como con desprecio y falta de amor cristiano, llaman a las clases bajas), sin indios, sin criollos, sin mestizos, sin bolivianos, sin paraguayos.... No importa si se presentan como liberales o en cambio, como progresistas “elegantes”. El error es el mismo y por reacción, engendran el “populismo” del que se quejan y que el Libertador también aborrecía: el de los demagogos que quieren hacer de la “anarquía social” un sistema, y enancado en él, acelerar la revolución cultural y social contra todos nuestros valores nacionales, tradicionales y cristianos. Es que el clasismo – de los de abajo o de los de arriba, del proletario o del burgués –, tanto como la injusticia social, es la muerte de la concordia que debe reinar en toda comunidad política. Porque el bien común de la Patria se forja día a día, por encima de las diferencias de clase, de partido o de sector, según palabras del recordado Padre Alberto Ezcurra. 
Y como San Martín – que dotó de un hondo sentido católico y mariano a la Gesta emancipadora -, se lo alcanza al buscar su plenitud en el homenaje de los gobernantes a Cristo, Rey de las naciones, y en la custodia de la religión como el más unitivo de los vínculos sociales. De allí que el Gran Capitán hiciera rezar diariamente el Rosario en el Regimiento de Granaderos a Caballo y en el Ejército de los Andes, pidiera más capellanes para sus oficiales y soldados, tuviera él Capellán y Oratorio personal, honrara a la Virgen del Carmen como Patrona y Generala, declarara al catolicismo religión oficial del Perú, fundara una Orden jerárquica (la Orden del Sol) bajo el patrocinio de Santa Rosa de Lima…y proyectara una gran monarquía católica americana e independiente que mantuviera unidos al Perú con Chile y las Provincias Unidas...

Hoy como ayer los problemas no han cambiado: un Nuevo Orden Mundial, diseñado desde conocidos organismos internacionales como la ONU (entre otros), está sometiendo a un neocolonialismo al pueblo argentino: mediante el control demográfico, la ideología de género, el fomento de una nueva religión universal y sincretista, el endeudamiento externo, un falso concepto de desarrollo sustentable y salud reproductiva, la falsificación de la historia reciente, la reinterpretación de los “derechos humanos”, la alianza entre democracia y relativismo y el ataque a las instituciones fundacionales de la Argentina… todo con el apoyo de fundaciones y multinacionales de gran poder económico. Y mientras tanto, siguen ocupadas por fuerzas inglesas las Islas Malvinas (con las proyecciones que esto tiene sobre la Patagonia y la Antártida), que hoy han pasado a ser intereses de ultramar de la Unión Europea… En muchas cuestiones prudenciales y opinables, es justo un sano pluralismo. Pero cuando están en juego, frente a tales desafíos, los bienes más importantes de la Nación, no podemos desconocer o hacer “oídos sordos” a tan lúcidas enseñanzas del Padre de la Patria. 
Quien, sin embargo, no desconfiaba, desesperanzado, de las virtudes de nuestro pueblo, cuando lo veía viril, enérgico y bien gobernado, enfrentando en Guerras victoriosas a Francia e Inglaterra, las Grandes Potencias del momento: “los interventores habrán visto que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que el de abrir la boca – decía en carta a Guido de 1846- : a un tal proceder, no nos queda otro partido que el de (…) cumplir con el deber de hombres libres”. Eran tiempos que en los valores principales que se inculcaban en la vida pública, más allá de errores y abusos, eran precisamente, la religión, la ley natural, el orden, una república anclada en las virtudes, el federalismo, la armonía entre las clases sociales y la soberanía nacional. Ni dejaba de reconocer que la Argentina podía ordenarse y salir adelante, cuando se hacían las cosas como corresponde. Y así, pudo enviar una última carta a Rosas en 1850, tres meses antes de morir, en la que afirmó que “como argentino me llena de verdadero orgullo, al ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor restablecidos en nuestra querida patria; y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles, en que pocos Estados se habrán hallado. Por tantos bienes realizados, yo felicito a Ud. sinceramente, como igualmente a toda la Confederación Argentina”. 

Que los argentinos del siglo XXI podamos hacernos acreedores de elogios como éste y que le devolvamos a la Argentina la grandeza por la que el Padre de la Patria batalló con heroísmo hasta el fin de sus días.
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Fuente: Crítica Revisionista, 19 de mayo de 2015



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