FACUNDO QUIROGA


 Más allá de Barranca Yaco

 

Por Pablo A. Vázquez

La Prensa, 16.02.2025

 

El Tigre de los Llanos no cesa de cabalgar por nuestra patria. Ante un nuevo aniversario del asesinato de Facundo Quiroga, en Barranca Yaco, Córdoba, el 16 de febrero de 1836, el caudillo riojano tiene mucho que decir. “Facundo pudo decir que éramos un simulacro de nación”, según la pluma de Diego Luis Molinari en “Prolegómenos de Caseros” (1962).

 

Allí el historiador y ex legislador radical lo incluyó como uno de los hacedores de nuestra patria, por sus acciones bélicas de defensa territorial, donde relató: “El antiguo virreinato se despedazó, originando varios estados, sobre la base de una herencia territorial indivisa… más lo argentino fue perfilándose ante la desintegración que fracasó en el norte, según los planos de Santa Cruz, merced a Heredia; en el este porque en Arroyo Grande fenecieron los de Berón de Astrada y Rivera, concretados en Paysandú, en 1842; en el oeste, por obra de Facundo y el rechazo de Portales a las proposiciones de Calle y los unitarios; y el vasto mediodía, incluyendo la Patagonia,… por la expedición de Rosas”.

 

SU FIGURA

Si bien hubo un triunfo “unitario” que hegemonizó las letras, estigmatizando a la “barbarie” federal, la figura de Quiroga atrapó tanto a admiradores como a detractores por igual. A modo de ejemplo, en la Casa Rosada, en el recientemente renombrado “Salón de los Próceres Argentinos”, conviven las imágenes de los representantes del procerato liberal con la imagen del general Juan Facundo Quiroga.

 

Sea porque su cercanía simbólica con el también riojano expresidente Carlos Saúl Menem, quien es considerado “prócer” por la actual administración nacional, lo cierto que es Facundo logró “colarse” y tenerlo cerca –quizás para polemizar- a su máximo detractor/admirador, el expresidente sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento.

 

Y ya que hablamos del escritor cuyano, familiar del riojano, ya que fueron primos directos en cuarta línea, fue él quien en 1845 publicó “Civilización y Barbarie: Vida de Juan Facundo Quiroga”, un ensayo político de envergadura y un instrumento político de lucha contra Juan Manuel de Rosas, el que se complementa con “Vida de Aldao”, obra editada del mismo año, que refiere la vida del fraile guerrero de la independencia y gobernador federal de Mendoza, y donde la figura de Quiroga abarca gran parte del relato sarmientino.

 

Volviendo al “Facundo”, introducción shakesperiana mediante, será el notable sanjuanino quien invoque místicamente al espectro de Quiroga: “¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantas a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡Revélanoslo! Diez años después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: ´¡No, no ha muerto!¡Vive aún!¡Él vendrá!´”.

 

También la pluma Jorge Luis Borges dijo presente, destacando al caudillo en su poema “El general Quiroga va en coche al muere”, incluido en “Luna de enfrente” (1925): “Yo, que he sobrevivido a millares de tardes / y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas, / no he de soltar la vida por estos pedregales. / ¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?”.

 

Sumo a Juan Pablo Feinmann, en “El último viaje del general Quiroga”, incluido en “Escritos para el cine” (1988), que luego confluiría en el guión de la película “Facundo, la sombra del tigre” (1994), de Nicolás Sarquís; ya don Abelardo Arias, fallecido en 1991, en su novela postuma “Él, Juan Facundo” (1995), quienes cedieron ante la figura mística del riojano.

 

Párrafo aparte merece el cordobés Saúl Taborda, quien desde su revista “Facundo (Críticas y Polémicas)” (1935 - 1939), no sólo polemizó con el entorno cultural de la época, sino que promovió lo “facúndico” como ideal del saber y espíritu de nuestra tierra ancestral.

Se preguntó en el primer número de dicha publicación, del 16 de febrero de 1935: “Un siglo y un crimen: Facundo. ¿Cabe todavía interrogar por la significación actual de la tragedia de Barranca Yaco? Sí, cabe”.

 

Taborda utiliza la definición de David Peña, que a principios del siglo XX retomó la figura de Quiroga en su trabajo “Juan Facundo Quiroga” (1904) y comentó: “Ninguno como él penetró más hondo los arcanos de la naturaleza humana. Ninguno descendió más adentro en el corazón de las multitudes y los hombres”.

Luego el escritor “reformista” cordobés apuntó: “Pero falta agregar que Facundo es la expresión más alta de la vida comunal, la perfecta relación de la sociedad y del individuo concentrada por el genio nativo para la eternidad de su nombre”.

 

Vida comunal, desde un “federalismo basado en las estructuras políticas locales”, respeto por la “voluntad de Mayo”, tal la propuesta de ordenamiento político de Saúl Taborda, en los convulsionados años '30 del siglo pasado, crisis financiera global, surgimiento del fascismo, consolidación del régimen soviético, e instauración de la dictadura de Uriburu y Década Infame mediante, utilizando la figura y símbolo del Tigre de los Llanos. Y nos trae una sentencia profética “de la intuición de Facundo: “Las provincias serán despedazadas tal vez, jamás dominadas”. Ella está ahí formulada con un elán de eternidad, con la precisión superior a las doctrinas escritas por los doctores de la ley. Es la lección del “caos” y de la “anarquía” que resuena, a lo largo de un siglo, en el dolmen de Barranca Yaco.

 

¿La recogeremos alguna vez”?

Conceptos potentes que, vistos con relación a los acontecimientos políticos locales y mundiales de estos tiempos, nos da que pensar sobre nuestro destino como país.

HOMENAJE INGLÉS A LA SOBERANÍA ARGENTINA

 

Mario Meneghini

 

En vísperas del comienzo de clases, vale mencionar que el calendario escolar sigue sin incorporar una fecha clave: el 27 de febrero.

Recordemos que por ley 20.770 se declaró el 20 de noviembre "Día de la Soberanía Nacional", a modo de homenaje permanente a quienes defendieron con valentía y eficiencia los derechos argentinos, en el combate de la Vuelta de Obligado, en 1845. Asimismo, se dispuso que en las escuelas se realizaran actos conmemorativos.

 

En aquel combate se enfrentaron la Confederación Argentina, liderada por el general Juan Manuel de Rosas y la escuadra anglo-francesa, cuya intervención se realizó con el pretexto de lograr la pacificación ante los problemas existentes entre Buenos Aires y Montevideo.

Si bien los europeos consiguieron forzar el paso y continuar hacia el norte, atribuyéndose la victoria, tras varios meses de haber partido, las naves agresoras debieron regresar a Montevideo "diezmados por el hambre, el fuego, el escorbuto y el desaliento", de modo que la victoria anglofrancesa, resultó pírrica.

 

Este combate — pese a ser una derrota táctica — dio como resultado la victoria diplomática y militar de la Confederación Argentina; la resistencia opuesta por el gobierno argentino obligó a los invasores a aceptar la soberanía argentina sobre los ríos interiores.

Gran Bretaña, con el Tratado Arana-Southern, y Francia, con el Tratado Arana-Lepredour, concluyeron definitivamente este conflicto.

 

En un gesto evidente del triunfo argentino, el 27 de febrero de 1850, el contraalmirante Reynolds, por orden de Su Majestad Británica, izó la bandera argentina al tope del mástil de la fragata Southampton, y le rindió honores con 21 cañonazos.

 

No cabe duda de que la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas en las que los países pudieron desenvolverse con un grado considerable de independencia.

Entendiendo por independencia la capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha independencia variará según las características del país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es que el Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días.

 

Por cierto, en esta hora resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la globalización y conservar su independencia, las sociedades que se afiancen en sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional. La identidad nacional, está marcada por la filiación de un pueblo; el pueblo argentino es el resultado de un mestizaje; la nación argentina no es europea ni indígena. Es el fruto de la simbiosis de la civilización grecolatina, heredada de España, con las características étnicas y geográficas del continente americano.

 

La cultura de un pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una comunidad unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo, la misma escala de valores y se proyecta en actitudes, costumbres e instituciones. Cuando un pueblo se debilita en la defensa de su autonomía frente al mundo, desaparece como tal, como ha ocurrido muchas veces en la historia.

 

En conclusión, consideramos que la fecha mencionada -27 de febrero, estrechamente relacionada con el 20 de noviembre- debería ser incorporada al calendario escolar, como recuerdo del homenaje realizado por una potencia a la soberanía argentina.

 

 

 

AMBROSIO CRAMER

 

 el oficial napoleónico que peleó en Chacabuco, se hizo agrimensor y murió a orillas de la laguna de Chascomús

 

Adrián Pignatelli

La Prensa, 07 Feb, 2025

 

Cuando uno transita por la Autovía 2 en dirección a Mar del Plata y cruza el río Salado, muy cerca se levanta la estancia “La Postrera”, llamada así porque estaba en las postrimerías de la frontera con el indígena. Está cerca de “La Raquel”, ese castillo que se luce en medio de espléndidos jardines y que maravilla al automovilista que viaja hacia Mar del Plata.

 

Todos esos campos, antes de que fueran propiedad de Felicitas Guerrero, una joven viuda que a punto de casarse fue asesinada por un pretendiente, por 1822 habían pertenecido a un francés que había peleado con Napoleón y que encontró la muerte en noviembre de 1839, en la llamada Revolución de los Libres del Sur. Se llamaba Ambrosio Cramer.

 

Nacido en París el 7 de febrero de 1790 en el seno de una familia de alcurnia, a los 18 años era subteniente del Regimiento de Infantería Ligera y en 1813 fue capitán de Voltígeros, una unidad de infantería ligera, experimentados en el manejo de la bayoneta en la lucha cuerpo a cuerpo.

 

Integró el ejército francés en la invasión a España, fue herido en Pamplona y recibió en enero de 1814 la medalla de la Legión de Honor por su valor en combate.

 

Después de la caída de Napoleón Bonaparte en Waterloo en 1815, Cramer no tenía futuro en Europa y vino a América junto a otros connacionales como Federico de Brandsen, Jorge Enrique Vidt, Benjamín Viel y Jorge Beauchef, entre tantos otros franceses que probaron fortuna en estas tierras.

 

Lo primero que hizo fue castellanizar su nombre: de Ambroise Jérome pasó a ser Ambrosio. Cuando se presentó ante el gobierno, el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón le reconoció su grado militar. El 30 de julio de 1816 lo ascendió a sargento mayor y le dio un destino: debía ponerse a órdenes del general José de San Martín, enfrascado en su monumental proyecto del cruce de los Andes.

 

Organizó y fue el jefe del Batallón de Infantería N° 8, formado sobre la base del 2° Batallón de Cazadores, formado por treinta oficiales y 883 soldados, la mayoría esclavos negros.

 

En 1817 participó con el grado de teniente coronel en la expedición libertadora a Chile y el avance a bayoneta calada de la unidad que comandaba, más la del coronel Pedro Conde, fue vital en la victoria en la batalla de Chacabuco, lo que le valió recibir la Legión del Mérito de Chile.

 

Cuando la campaña continuó, San Martín le ordenó permanecer con la guarnición militar en Santiago de Chile. No se supo a ciencia cierta el porqué de la decisión del jefe de desprenderse de tan valeroso y experimentado oficial. Se especuló que el francés, soberbio y altanero, habría cuestionado algunas de las órdenes de San Martín y éste no habría estado de acuerdo con las sanciones disciplinarias que imponía a sus hombres.

 

Lo cierto es que Cramer solicitó la baja y ese mismo año estaba nuevamente en Buenos Aires, donde rápidamente encontró trabajo: fue nombrado edecán del general Manuel Belgrano, que estaba destinado en Tucumán.

 

Cuando el creador de la bandera fue relevado, hizo un viaje a su país y a su regreso, se incorporó al ejército de Buenos Aires, interviniendo en las batallas de Cepeda y Cañada de la Cruz y, al año siguiente, peleó contra el líder entrerriano Francisco Ramírez.

 

En 1821 el gobernador Martín Rodríguez lo envió a la zona de Carmen de Patagones. Naufragio mediante, en el que estuvo a punto de morir, se encontró con un precario poblado habitado por unos 400 habitantes, modestos ranchos de adobe y un puerto al que puso en condiciones, y cuyas modificaciones fueron valiosas cuando la guerra contra el Brasil llegó a esas costas.

 

Además, este francés realizó un valioso relevamiento de esas costas patagónicas y elaboró una serie de cartas geográficas.

 

En 1823, gracias a sus estudios de ingeniería militar que había hecho en su país, delineó el Fuerte Independencia, que daría origen al pueblo de Tandil. Cramer dibujó los planos del fuerte -que se levantaba donde ahora está la parroquia del Santísimo Sacramento, frente a la plaza principal- y trazó el ejido urbano.

 

Luego de acompañar al gobernador Rodríguez a una campaña a Bahía Blanca, decidió en 1826 dejar el ejército, reservándose el derecho del uso del uniforme, y rindió los exámenes ante la Comisión Topográfica encabezada por Felipe Senillosa: se transformó en agrimensor.

 

Se dedicó a recorrer el interior bonaerense, donde se abocó a la mensura de las tierras en las zonas de la frontera, con el peligro latente del malón, que estaba a la vuelta de la esquina.

 

En 1822 se casó con Francisca Josefa Joaquina Estanislada Capdevila y se dedicó a administrar los campos de La Postrera, tierras que adquirió por el sistema de enfiteusis -un arrendamiento con un canon accesible con la condición de trabajarlas- dedicándose a la cría de ovejas merino, una raza que prácticamente era una novedad en el Río de la Plata. Además, cerca del Salado levantó la pulpería “Paso de la Postrera”, parada casi obligada para los que se aventuraban a adentrarse en tierra dominada por el indígena, a los que había combatido junto al sanguinario coronel Federico Rauch.

 

El fin

Desde 1838 la Confederación sufría por el bloqueo francés al Río de la Plata y a Cramer como tantos otros estancieros y productores les resultaba imposible comerciar, al cortarse las exportaciones de ganado, fuente de ingreso clave en la provincia de Buenos Aires. Al mismo tiempo, Juan Manuel de Rosas había cambiado drásticamente las condiciones para los enfiteutas, imponiéndoles la compra de las tierras o su devolución al Estado, cuyas arcas estaban por demás alicaídas a causa del bloqueo.

 

Rosas se mantuvo especialmente inflexible con aquellos a quienes tenía catalogados como opositores, a quienes exigió sumas exorbitantes para la adquisición de las tierras.

 

En el interior bonaerense fue generándose un clima de descontento y oposición, que rápidamente encontraron eco en los unitarios emigrados y en el general Juan Lavalle, quien planeaba una misión libertadora con un modesto ejército para terminar con el gobierno.

 

Paralelamente en la ciudad de Buenos Aires se conspiraba. Se eligió para liderar el movimiento a Ramón Maza, hijo del presidente de la Sala de Representantes Ramón Vicente Maza, amigo personal de Rosas.

 

Todo debía coordinarse: la invasión de Lavalle, el golpe en la ciudad y el levantamiento en el interior bonaerense, que se centraba en las ciudades de Chascomús, Dolores y Tandil.

 

Rosas se enteró de los planes y dejó hacer para medir el verdadero alcance de la conspiración. Cuando supo que el estallido del movimiento era inminente, hizo arrestar a Ramón Maza, a quien mandaría fusilar, mientras que su padre fue apuñalado por la Mazorca -una organización parapolicial al servicio de Rosas- en su despacho de la legislatura.

 

Lavalle, a quien los hacendados pedían que desembarcase al sur de la provincia de Buenos Aires, cambió de plan. Cedió al pedido de sus amigos uruguayos y usó sus tropas para enfrentar al gobernador entrerriano Pascual Echague, quien había invadido el Uruguay.

 

Los estancieros bonaerenses, que aún desconocían estos hechos, habían quedado solos. Las presiones de Rosas sobre el juez de paz de Dolores para que apresase a los cabecillas aceleró el estallido del movimiento, que pasó a la historia como “Revolución de los Libres del Sur” o “Grito de Dolores”. Los jefes militares eran Cramer, Pedro Castelli -el hijo del vocal de la Primera Junta- y Manuel Rico.

 

Se armó una suerte de cuartel general en el viejo cementerio de Dolores. Cramer, al ver que contaban con paisanos mal armados y peor disciplinados, hizo lo que pudo para organizarlos.

 

Hubo un solo encuentro. Fue el 7 de noviembre de 1839 a orillas de la laguna de Chascomús. En un primer momento, los revolucionarios hicieron retroceder a las tropas comandadas por Prudencio Rosas, pero el coronel Nicolás Granada volcó la suerte de las armas a favor del gobierno.

 

Muchos intentaron salvar sus vidas arrojándose a las aguas de la laguna, pero fueron rematados. Cramer murió a lanzazos.

 

Se dice que su cuerpo compartió el mismo destino que el del infortunado Castelli, quien había logrado huir pero fue finalmente apresado. Con sus cabezas cortadas, exhibidas en una pica como escarmiento. Los restos habrían sido enterrados por sus hombres. La mayoría de los que participación en el levantamiento terminaron siendo perdonados por el gobierno.

 

De esta forma, este francés arrogante y altanero encontró la muerte, muy lejos de los campos de batalla de las guerras napoleónicas, donde se había lucido con sus temerarios avances a bayoneta calada, desafiando al enemigo a pecho descubierto.

LA LÍNEA ROSAS-MILEI


 O LA PARADOJA DE LAS CONSECUENCIAS

 

Por José María Bandieri

 

Marcela Ternavasio, de la Academia Nacional de la Historia, en dos publicaciones periodísticas (“La Nación”, 11 de febrero y 2 de marzo del corriente) plantea una “llamativa paradoja”. Ella reside en que Javier Milei, que invoca como su mentor histórico a Juan Bautista Alberdi, se asemeja, en su trayectoria hasta el momento, mucho más a Juan Manuel de Rosas.

 

Para nuestra autora, las similitudes se reflejarían en aspectos como: ambos son outsiders de la política que se enancan en una situación de crisis; los dos echan mano a la polarización política extrema para concentrar poder, a través de un “lenguaje agonal” que crea incesantemente enemigos; uno y otro manifiestan una voluntad decisoria que elimina la deliberación; ambos, en fin, reivindican la democracia plebiscitaria para el otorgamiento de superpoderes. Incluso habría una coincidencia entre ellos sobre el liberalismo económico, aunque el Restaurador era un antiliberal y un reaccionario en lo político. La cima de la paradoja reside, a juicio de la doctora Ternavasio, en que en este punto dos acérrimos enemigos deberían coincidir. Mientras Cristina Kirchner se remite a un Rosas jibarizado a nivel pueril por paka paka, Milei se remonta a un Alberdi vagaroso y escolar (cuando el tucumano, el más inteligente de su generación, fue también el más giróvago en sus posiciones), al tiempo que, en puridad, el actual presidente tendría que reconocerse en el señor de Los Cerrillos, al que execra como “tirano”.

 

Toda paradoja encierra una provocación intelectual; por lo tanto, bienvenida sea la aquí presentada, que invita a sondear el presente, más allá de la agitación del reñidero cotidiano, desde revivir un pasado que aún tiene lecciones que transmitirnos. Examinemos, pues, sus afirmaciones respecto de Juan Manuel de Rosas, que a contraluz nos hablarán sobre Milei.

 

En primer lugar, en 1829 Rosas no era un outsider en el mundo político de la época. Ya en 1820, como comandante de milicias, al frente de los “Colorados del Monte” y al llamado de Martín Rodríguez, había derrotado la revuelta del coronel Pagola en la ciudad y, más tarde, repuesto en la gobernación al propio Martín Rodríguez. En noviembre de ese año, cuando entre Buenos Aires y Santa Fe se firma la paz en la estancia de Benegas, Estanislao López reclama como indemnización 25.000 cabezas de ganado, de cuya entrega sale de garante Juan Manuel, que contribuye con ganados propios y de otros hacendados. Este joven de veintisiete años era ya custodio del orden político provincial y el aval de su crédito, no un ignoto espectador de los acontecimientos. Alguien, además, que ha tomado contacto desde los primeros planos con la intrincada política del tiempo y sus protagonistas, aquilatándolo con la administración de vastas estancias con autoridad reconocida por quienes trabajaban en ella. Con esa experiencia formativa se va forjando ese “sistema particular” de entender al país, a sus gentes y al mando político que en 1829 confiará al enviado uruguayo Santiago Vázquez. A partir del 1° de diciembre de 1828, está ya en condiciones de intervenir en el gran juego, para el que ha ido preparándose. Fusilado Dorrego, vacante la autoridad nacional, en plena guerra civil, desarrolla su virtù política entre la pericia de López y la irreflexión de Lavalle y allí descuella.   De los tres, en cambio, el que parece un recién venido al arte de ganar un gobierno y mantenerlo es Lavalle, patético y desnorteado.

 

No hay parangón posible en este punto entre Rosas y Milei. Milei es un verdadero outsider, tanto por no provenir del mundillo político como porque es una vez llegado al gobierno que comienza a baquetearse en el abecé del regimiento de la cosa pública. Lo que lo eleva, con empuje de la fortuna, es su acierto -difundido en las redes sociales- en identificar y abominar ese partido único de los políticos y sus beneficiarios y paniaguados colaterales en que había derivado el proceso democrático inaugurado en 1983.

 

Lo agonal y lo polémico

Sobre el “lenguaje agonal” como vehículo de enemistad política debo hacer una puntualización previa. El dato primo y fundante categorial de lo político es el conflicto. Los griegos utilizaban el vocablo ágon para referirse al conflicto no violento, con reglas, competencia entre adversarios, como los juegos o el proceso judicial. Pólemos era la guerra, el conflicto violento, enfrentamiento entre enemigos. El conflicto es una regularidad insoslayable de lo político y, por lo tanto, de la política como quehacer y arte de ejecución.  Por otra parte, lo agonal y lo polémico resultan situaciones siempre precarias y provisorias, prestas a trocarse rápidamente la una en la otra, habitualmente deslizándose a lo polémico en escalada de intensidad. De allí que la gran tarea de la política es tender al desarme de lo polémico y su encauce en lo agonal. Pero esto depende de la circunstancia, de la habilidad del ejecutante y del prestigio de las instituciones, especialmente las deliberativas, sede en principio del encaminamiento pacificador. En la circunstancia de una guerra civil, el lenguaje de la política se asemejará, quiérase o no, al de la guerra y señalamiento del enemigo. También es cierto que la dirigencia política, o buena parte de ella, en especial ante la inminencia de procesos electorales, o para perpetuarse en el poder, tenderá a simplificar el conflicto en expresiones de enemistad: o ellos o nosotros, mientras hipócritamente se invoca el juego institucional. Invito a repasar las noticias de todos los días y las sucesivas declaraciones de guerra sea a personajes concretas o a entidades abstractas como el hambre, la pobreza, la inflación, etc. Esto no es patrimonio de ninguna corriente política en particular y se ha transformado casi en práctica habitual.

 La doctora Tornavasio utiliza “lenguaje agonal”, en el sentido que es de uso en buena parte de los politólogos, como aquel que, desde el poder, denigra al sospechado como opositor descalificándolo como “traidor”. Por mi parte, me sirvo de la terminología puesta en uso por Julien Freund (1), que considero más adecuada.  Como fuere, veamos su aplicación respecto de Juan Manuel de Rosas. En 1829 asume la gobernación en la situación excepcional de una guerra civil desatada a raíz del derrocamiento y ejecución de Dorrego, lo que deja vacante la última autoridad nacional, que intenta malamente rehacerse a través de la Convención de Santa Fe. Esta situación se convierte en estado casi permanente durante el enfrentamiento entre la Liga del Interior y la Liga Federal y, más tarde, la coalición con intervención extranjera. La excepción hecha permanencia hizo que cada parte presentara su postura como una causa. La de la Federación se afirmó como causa “tan nacional como la de la Independencia”, lo que convertía a sus enemigos en réprobos y lo mismo, en espejo, se planteó enfrente, con demasías de uno y otro lado, a lo largo de esos años. También hubo en Rosas búsquedas de reanudar la amistad política, como la amplia amnistía de 1850, levantado el bloqueo, que posibilitó la vuelta de tantos al país (Posadas, Chilavert, Mariquita Sánchez, Miguel Cané, etc.) en un ambiente de paz y creciente prosperidad. Pero luego el Imperio del Brasil nos declaró la guerra, Urquiza firmó un tratado con dicho Imperio, que le suministraba tropa y material de guerra para su pronunciamiento y la rueda de nuestra fortuna política giró otra vez a la enemistad absoluta…pero esa es otra historia que no cabe ahora tratar aquí. 

 

El “lenguaje agonal”, con mayores o menores matices y altisonancias, ha sido el corriente en nuestra historia política: el “Régimen y la Causa”, “Patria y Antipatria”, “Enemigos de la Democracia”, “Al enemigo ni justicia”, las variantes de ataques a la “fachósfera” y a la “zurdósfera”, etc. Sin contar las provenientes de la maximalización de la ideología de género, cultura de la cancelación, lenguaje inclusivo, también con etc. ¿A qué seguir, si todos los que tenemos cierta edad arrastramos una descalificación ideológica casi prontuarial? En Milei, el rasgo idiosincrático -al contrario de Rosas, como bien anota nuestra autora- es la incontinencia verbal y la riña muchas veces con personajes secundarios sobre cuestiones al cabo nimias. Aquí el modelo mileiano podría ser Sarmiento, el “loco” Sarmiento, aunque sin la genialidad querulante del sanjuanino, que Alberdi hubo bien de sufrir.

 

La primera organización nacional

No tenemos elementos para juzgar la política arquitectónica de Milei, que por ahora es sólo anuncio y promesa. En cambio, lo que Juan Manuel de Rosas edifica es la primera organización nacional, después de dos décadas de autogobierno, primero, de independencia después, en que los brillos de la pars construens quedaron opacados y disueltos en la precaria edificación institucional, que incesantemente amenazaba derrumbe en la anarquía y el caos. La constitución de la Confederación Argentina, como afirmaba Julio Irazusta, fue una constitución “empírica”, fundada en la Ley Fundamental de 1825 y el Pacto Federal de 1831, anunciado por los “pactos preexistentes” desde el tratado del Pilar. Era una república federativa no estatalista, esto es, no concentrada en un gobierno central. El gobierno confederal no une, sostenía Rosas, sino que representa ante el mundo la unión de los componentes del pactum foederis,  que conservan todas sus facultades salvo las relaciones exteriores que han delegado en el gobernador de Buenos Aires. Si estos componentes no están en orden, de nada valdría querer ordenarlos por la afirmación de un estatuto escrito, según ya se había a contrapelo intentado. En sus palabras:

 

“El Gobierno General en una República Federativa no une los Pueblos federados; los representa unidos ante las naciones. No se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí. En el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y en el segundo la misma Constitución tiene previsto cómo se ha de formar el tribunal que deba decidir. En una palabra, la unión y la tranquilidad crea el Gobierno General, la desunión lo destruye; él es la consecuencia, el efecto de la unión, no la causa; y si es sensible su falta, es mucho mayor su caída, porque nunca sucede sino convirtiendo en funestas desgracias, y anarquía de toda la República”. No otra cosa iba a sostener Facundo Zuviría el 23 de abril de 1853 en la Convención Constituyente de Santa Fe.

 

Rosas dejó así afirmadas las bases para una organización institucional del país, bajo la forma confederal. Tan sólido fue el zócalo de esa primera organización, que resistió hasta que Roca, un cuarto de siglo más tarde, pudo sobre esa base cimentar la segunda organización del país.

 

El Alberdi de las “Bases”

Tras Caseros, los gobernadores de la Confederación, en el Acuerdo de San Nicolás (redactado bajo el diagrama de los “pactos preexistentes”), le dan facultades extraordinarias y la suma del poder público a Urquiza para que, de acuerdo con el espíritu del tiempo, diera forma escrita a la organización del país. El entrerriano suponía que la forma confederal se iba a volcar en el texto, ahora con otro caudillo al frente.  Lo que sí sabía es que, para asegurar la contnuidad, debía triunfar un partido en Buenos Aires, suficientemente fuerte y que respetase las particularidades provinciales, lo que Rosas había procurado a través de la confederación empírica. Era la única manera de yugular la guerra civil que su pronunciamiento había reabierto. Y entonces, desde París, el emigrado tucumano Juan Bautista Alberdi propone la mixtura de federación y unidad, plasmada por el genio y la astucia de Hamilton en Filadelfia el año 1787. Así se podría “reunir los dos principios rivales [unitario y federal] en el fondo de una fusión que tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país”, dicen las “Bases”. El tucumano le ha hincado el diente al caracú del producto de Filadelfia (gobierno central, “gobierno federal”, bien asentado y facultades de los estados federados que el proyecto recorta), a la carta californiana (imagina a California como el edén que por cierto no era) y a la constitución unitaria chilena, de la que heredamos la figura presidencial como “Jefe Supremo de la Nación” (2). Pero, en el fino fondo, desconfiaba de ese instrumento. Como dijo, denme el poder de organizar diez artículos según mi sistema y poco importa que en el resto voten blanco o negro ¿Y cuál era el sistema del Alberdi de las “Bases”?

La constitución, en su lectura, debía ser ante todo un contrato social para el fomento y colonización de las pampas, preferiblemente con un trasplante de población por anglosajones, sin los cuales “es imposible aclimatar la libertad y el progreso material en ninguna parte”. Ello permitiría colocarnos “bajo el amparo de la civilización del mundo”, que de otro modo acudiría a “la conquista de la espada”. Desde París, el tucumano presenta a su patria como un erial atravesado por clanes rupestres. Espejismos de un ausente: en 1850 existían -como señala Juan Pablo Oliver- establecimientos capitalistas como los saladeros, industria fabril, banca poderosa, proyectos ferroviarios avanzados, cabotaje nacional de barcos argentinos, explotaciones mineras, servicios públicos de mensajerías a lo largo del país, campos alambrados y maquinaria agrícola a vapor, cruza de razas vacunas y ovinas de calidad e inmigración europea creciente, que descendería bruscamente a partir de Caseros, cuando el pronunciamiento con coalición extranjera derribó la paz reinante, obtenida con bien de sacrificio.

 

El plan alberdiano no podía desenvolverse con el modelo rosista de confederación empírica, de provincias semisoberanas. Se necesitaba mucho más poder aún que el de don Juan Manuel para establecer una estatalidad concentrada y progresista, legitimada con de acuerdo con los modos propios del tiempo, por medio de una constitución escrita.  Y en ella un administrador con el “lleno de las facultades”, bien señaladas en el texto, para evitar otras demasías propias de los tiempos bárbaros del degüello y de las “ejecuciones a lanza y cuchillo”, como prohibía en su artículo 18 el texto originario de 1853. Un administrador que fuese una especie de virrey republicano, que mandaría por seis años en el Fuerte, con posibilidad de ser reelecto por un período. Años más tarde el tucumano formularía un mea culpa: debería haber propuesto la prohibición absoluta de la reelección.  El poder otorgado a la jefatura presidencial, entroncado en la tradición virreinal, abría una manera de gobernar a las “crueles provincias” desde donde se asentase el poder central, con los instrumentos de la intervención federal, el estado de sitio y más tarde el reparto de los fondos federales, como tolderías que hay que “ordenar” a como dé lugar.

 

En 1860, antes de los diez años en que se había asegurado en el texto su intangibilidad, los convencionales de 1860, especialmente los porteños, que eran en buena parte provincianos, habrán de someter el texto de Santa Fe a una crítica rayana en la deslegitimación. “Ella [la Constitución] no fue examinada por los pueblos; fue mandada a obedecer desde un campamento, en el cuartel general de un ejército, por los mismos que la habían confeccionado”, arremetió Sarmiento, y cito apenas, mientras Vélez se entretenía en demostrar que aquellos constituyentes no habían entendido el modelo norteamericano. Producto típicamente argentino, realizado entre apurones y esporádicas reflexiones, algunas de muy alto nivel que hoy se leen aún con provecho, el texto de 1853 con las enmiendas de 1860 intenta evitar la guerra civil latente en los desajustes estructurales del país, a través de una organización estatal que articulase de otro modo el poder en la castigada República.  No alcanzará efectividad sino veintisiete años después, a precio de centralización del poder y de reducción del federalismo en la estatalidad concentrada. El vocablo “Estado federal” es un oxímoron donde el sustantivo devora al adjetivo. 

 

Las facultades extraordinarias

Hemos mencionado antes, de paso, las facultades extraordinarias. Para la profesora Tornavasio, si bien reconoce que la delegación de tales facultades “no era nueva en el ejercicio de los gobiernos posrevolucionarios”, en el caso de Rosas aparece la “ambición de establecer un verdadero ‘estado de excepción’”.  Lo cierto es que los gobiernos patrios durante el siglo XIX transcurrieron, salvo brevísimos intermedios, revestidos de poderes extraordinarios, por invocación de la salus publica suprema lex. La dictadura romana fue una magistratura extraordinaria y temporal; las facultades extraordinarias vernáculas, herederas del “poder omnímodo” de los virreyes, fueron recurso ordinario y permanente. Puede agregarse que el uso virreinal de tal expediente, en comparación con el gobierno propio, fue bastante mesurado. La Primera –o Segunda- Junta Gubernativa Provisional del 25 de mayo, la de las oleografías del Billiken, nació acorazada con la suma del poder público. Derogó de entrada el Reglamento que le estableciera el Cabildo (nuestra primera constitución, redactada por Julián de Leiva), que se reservaba, como congreso que la había designado, la posibilidad de remover a la Junta y establecía, además, que no podía fijar nuevas contribuciones sin su acuerdo ni arrogarse funciones judiciales. Destituyó a los cabildantes y luego los desterró. Envió fuerzas armadas a “persuadir” a las provincias de elegir diputados para un futuro Congreso General y ordenó por sí y ante sí arcabucear a Santiago de Liniers y los cabecillas de la resistencia en Córdoba.

No le fue en zaga la Junta Grande, más tarde Junta Conservadora, con un poder dictatorial que Vicente Fidel López comparó con “la Convención Francesa o como un Consejo Veneciano”; ni el Primer Triunvirato (“medidas que crea necesarias para la defensa y salvación de la patria”) (3), ni el Segundo Triunvirato ni el Directorio, sin contar  el año XX y sus gobernadores, todos ellos provistos de “facultades omnímodas”, “sin restricción alguna  en defensa de la salud pública”, “poderes ilimitados”, poderes “sin trabas ni embarazos”. Rosas no creó la excepción, la situación excepcional trajo a Rosas y para tratarla se requería de las facultades extraordinarias. Así en 1829 y así en 1835, ambos momentos de guerra civil. Mientras en otros casos los poderes excepcionales fueron tomados por sí y ante sí por sus beneficiarios o declarados por órganos de dudosa competencia, la Legislatura de Buenos Aires era “Legislatura Extraordinaria y Constituyente” por ley del 5 de agosto de 1821, dictada a indicación de Rivadavia. La delegación de la suma del poder público en 1829 y en 1835 lo fue por un órgano representativo que era, además, constituyente.

Juan Manuel de Rosas, en el segundo caso, pidió una reconsideración de la ley en sala plena y una ratificación popular de ella, “el libre pronunciamiento de la opinión general”: el plebiscito. Y aquí vamos al paralelo que nuestra autora establece entre el Milei que pide delegación de facultades legislativas y, en caso de no obtenerlas, amenaza con la consulta popular y el Restaurador con la suma del poder público y el plebiscito ratificatorio: el fantasma de la democracia plebiscitaria. En el caso de Rosas, la pregunta binaria sobre sus poderes de excepción servía “para disciplinar a las díscolas y entrenadas dirigencias políticas que tanto despreciaba”. Podría plantearse la cuestión de otro modo: que se quiso con una consulta popular dirimir el debate entre quienes sostenían reforzar las facultades extraordinarias y quienes querían restringirlas. (4)

 

El plebiscito de 1835

Un primer tipo de consideraciones acerca del plebiscito de 1835 resulta su novedad, en cuanto ejercicio del sufragio universal masculino, respecto de las prácticas europeas de la época, donde regía el sufragio censitario, esto es, reducido a quienes tuviesen propiedad o determinado rédito. Estuvo abierto a todos los habitantes de la ciudad, mayores de edad (20 años), nacionales o extranjeros domiciliados. Sufragaron 9.720 personas sobre una población calculada en 70.000, esto es, un elector cada seis habitantes (5). Y es de destacar que el sufragio universal en las elecciones bonaerenses estaba contemplado por ley de agosto de 1821, aunque la concurrencia, hasta el plebiscito de 1835, era normalmente escasa. En 1934, un destacado jurista, José Sartorio, publicó un conciso y serio estudio sobre el plebiscito de Rosas (6), donde destacó su validez a la luz del derecho público: a) por su legalidad, pues fue sancionado por una legislatura constituyente; b) el sufragio universal para nacionales y extranjeros; c) el control de las mesas por jueces de paz y vecinos de crédito; d) la sencillez categórica del voto, afirmativo o negativo, y su constancia escrita en un registro especial; e) el examen final por la Sala de Representantes.

 

El plebiscito o el referéndum (la distinción entre ambos es bizantina) son instrumentos de democracia directa, que pueden servir a un cesarismo (Luis Napoleón en 1852), a escisiones territoriales libres o forzadas, a derivas totalitarias o a reacciones democráticas (referéndum revocatorio de mandato). La suerte del plebiscito, que parece sellada de antemano en muchos casos, para los medios de información y los sondeos previos, muchas veces arroja sorpresas (sobre la constitución europea, sobre el Brexit, sobre la paz en Colombia, sobre la re-reelección de Chávez, etc.). No puede reducírselo a artilugio “populista” (“populistas” siempre son los otros).

 

La segunda organización nacional

Nuestra autora trae a colación el artículo 29 de la constitución, que fulmina como “infames traidores a la Patria” a los miembros de cuerpos legislativos que concedan las facultades extraordinarias o la suma del poder público.  A todos nos preocupan los superpoderes, que menudean en leyes y decretos a lo largo de nuestra historia, muchos de ellos en nuestro actual período democrático. Pero el artículo 29, como decía en su tiempo don Agustín de Vedia, que no era precisamente revisionista, es una cláusula “que no resiste a la crítica” (7), pura reacción retroactiva contra el gobierno de Rosas, incluso discutida en la Convención de Santa Fe. Lo que cabe lamentar es que los poderes extraordinarios y el lleno de las facultades se hayan reiterado desde 1853 sin que la cláusula haya tenido ninguna efectividad.  Durante los gobiernos de Urquiza, Mitre y Sarmiento corrió mucha sangre de provincianos y porteños, argentinos, orientales, paraguayos y brasileros, en nombre de unas facultades extraordinarias de vida y muerte y de degüello (prohibidas “ejecuciones a lanza y cuchillo”) no votadas por nadie pero ordenadas desde el poder y delegadas en los Paunero, Flores, Sandes, Arredondo e Irrazábal, entre otros muchos, ejecutores de la  “guerra de policía”  ordenada desde Buenos Aires y recogida con franqueza en las demasías de las cartas del “padre del aula”, entonces gobernador de San Juan. La cabeza del Chacho Peñaloza clavada en una pica en Olta, una entre tantas, resulta emblema de este tiempo.

Llamado eufemísticamente de “organización nacional” y que, en la estadística de Nicasio Oroño para el período 1862 a 1868 registra en las provincias ciento diecisiete revoluciones, habiendo muerto en noventa y un combates cuatro mil setecientos veintiocho ciudadanos. Julio Argentino Roca, en 1880, será quien consiga establecer un Estado nacional, en la segunda organización nacional . Esta vez se trata de concentración y centralización del poder en una coalición bajo el rótulo de un partido hegemónico, el PAN (Partido Autonomista Nacional), con el Congreso, los gobernadores provinciales, el Ejército y la Corte Suprema alineados y en orden. Un esquema de poder que luego intentará ser replicado varias veces, siempre al fin fracasadas, y que hoy puede considerarse inviable.

 

La asimilación con Milei

En cuanto a la asimilación las facultades extraordinarias de Rosas con los intentos de Milei de conseguir delegación legislativa no parece sostenible, si tenemos en cuenta que la delegación legislativa y el gobierno por DNU (antes decretos-ley) son prácticas constantes. La delegación legislativa en el Ejecutivo sobre cuestiones administrativas y poder de policía existe desde fines del siglo XIX, convalidada por la Corte. El artículo 76 de la CN reformada en 1994 establece la prohibición de la delegación legislativa “salvo en materia de administración y emergencia pública”. Por ese ventanuco se coló todo, ya que “emergencia” y “emergencia económica” son expresiones corrientes desde 1983. Así la Corte pudo establecer, en el caso “Peralta”, la constitucionalidad del D. 36/90 (plan Bonex) que incautó depósitos de ahorristas a cambio de bonos de deuda, ya que el Congreso había delegado funciones en el Banco Central. Desde principios de este siglo rigieron las leyes de emergencia económica y delegación de facultades, prorrogadas año a año. Las impugnaciones a Milei, de puntillosidad constitucionalista son por lo menos hipócritas.  

En cuanto al peligro plebiscitario, es inexistente, porque, a diferencia de otras constituciones de la ecúmene hispanoamericana, la nuestra sólo contempla: a) el derecho de iniciativa popular de leyes, vedado para reforma constitucional, tratados internacionales, y materias tributaria, presupuestaria y fiscal, con requisitos reglamentarios bastante dificultosos para obtener el número y distribución de los peticionarios firmantes que exige la reglamentación. Aun de conseguirla, la única obligación del Congreso es tratarla en los doce meses de obtenida, sin sanción alguna por el incumplimiento; b) la consulta popular del art. 40, que puede ser iniciativa vinculante del Congreso para un proyecto de ley, que, si obtiene el voto popular con una concurrencia no menor del 35% del padrón, se convierte en ley o iniciativa no vinculante del Congreso o el Ejecutivo, siendo en tal caso el voto no obligatorio. El resultado de la consulta no obliga al órgano convocante a una decisión acorde con el voto popular. Ninguno de estos institutos ha tenido hasta ahora aplicación.

 

La paradoja planteada por la doctora Tornavasio se torna en la conocida paradoja de las consecuencias: las intenciones que llevaron a plantearla conducen a resultados distintos de los esperados. Porque, efectivamente, y se hubieran horrorizado o no los liberales decimonónicos, la experiencia de Juan Manuel de Rosas podría ofrecer a un gobernante actual enseñanzas más valiosas que las del autor de las “Bases”, aunque desparramadas en la obra del contradictorio tucumano también haya atisbos pertinentes.  De todos modos, la línea de transporte histórico Rosas-Milei, como las otras ya postuladas (Mayo-Caseros-Democracia, Alem-Yrigoyen-Alvear, San Martín-Rosas-Perón, etc.) tendrá como destino la papelera de reciclaje de las simplificaciones.

 

(Fuente: Norberto Jorge Chiviló en enero 21, 2025)

 

Notas:

 

(1) “Sociología del Conflicto”, Fundación Cerien, Buenos Aires, 1987.

 

(2) “Jefes supremos se han llamado todos los caudillos, y el vicio está tan arraigado que pasó al lenguaje constitucional”, anotaba José Manuel Estrada.

 

(3) Estatuto Provisional del 23 de noviembre de 1811.

 

(4) Emilio Ravignani, en su “Introducción” a “Documentos para la Historia Argentina” describe ese debate.

 

(5) Según Julio Irazusta, en Inglaterra, sobre 24 millones de habitantes, sólo había 800.000 electores, un elector cada treinta habitantes.

 

(6) “El Plebiscito de Rosas, estudio histórico de derecho público”, medalla de oro de la Institución Mitre, Bs. As., Amorrortu, 1934.

 

(7) “Constitución Argentina”, Coni Hermanos, Bs. As. 1907, p. 129 y sgs.

 

(Fuente: Norberto Jorge Chiviló en enero 21, 2025)