Pablo Yurman
El 28 de julio de
1821 se declaraba, en Lima, la independencia del Perú, designándose al General
José de San Martín Protector de su pueblo.
Resuenan aún en mis
oídos las esclarecedoras palabras del pensador uruguayo Alberto Methol Ferré,
fallecido hace pocos años, quien al sintetizar el proceso histórico de
emancipación política de las ex colonias españolas decía más o menos lo que
sigue: “Con el colapso definitivo del Imperio Español, abiertos los procesos
emancipatorios desde México a Chile y Argentina, hubo dos grandes líneas: la
que liderarían, entre nosotros, José Gervasio de Artigas y José de San Martín,
que apostó siempre a mantener la unidad de las ex colonias para formar una
Patria Grande que no se desmembrara en minúsculos estados insignificantes; y
otra, la comandada por Carlos María de Alvear y luego por Bernardino Rivadavia,
que siguiendo dócilmente los dictados del Foreign Office apostó a pequeñas
unidades políticas ligadas al comercio de los puertos del continente.”
En efecto, puede
afirmarse que aquel 28 de julio fue casi la culminación del plan geoestratégico
que San Martín, en combinación con Bolívar desde el norte, había ideado años
antes: liberar las distintas ex colonias pero no para formar luego
micro-estados, o como decía Methol Ferré, estados enanos que nada o muy poco
podrían hacer ante la nueva potencia hegemónica mundial, es decir, Inglaterra,
dueña de océanos y en avanzado proceso de industrialización. San Martín veía
claramente lo que los unitarios porteños con su cortedad parroquiana no podían
o no querían apreciar.
Seguramente por tal
visión continental de conjunto, con base en diversas realidades políticas pero
que habrían de formar una Patria Grande que conservara la unidad tras el
colapso español, el ejército que cruzó Los Andes no fue un ejército nacional
argentino, sino que se lo llamó, precisamente, Ejército de los Andes, teniendo
por bandera no el pabellón de uno de los países a liberar primero para federar
luego, sino un estandarte propio, capaz de cobijar a todos los pueblos
americanos.
Esa misma visión
continental es la que, si se me permite la extrapolación cronológica, yendo
contracorriente inspiraría al Presidente peruano Fernando Belaúnde Terry a
intervenir decididamente, como si de una reciprocidad con 1821 se tratara, a
favor de la Argentina
en pleno conflicto con Inglaterra y contra la OTAN en 1982, gesto que dice mucho, muchísimo,
sobre la hidalguía con la que los peruanos siempre se han tomado los vínculos
históricos que hermanan ambos pueblos, pese a que nuestra diplomacia no haya
demostrado estar siempre a esa misma altura.
DOBLE MANIPULACIÓN
HISTÓRICA
Derrotado
definitivamente el proyecto de integración continental y triunfante la mirada
atomizadora, que en Argentina se dio definitivamente a partir de la batalla de
Pavón de 1861, era inevitable que la figura del Padre de la Patria se presentara de
manera parcial y mezquina a las futuras generaciones, siendo la “Historia de
San Martín” de Bartolomé Mitre paradigma de lo antes afirmado. Vino luego el
revisionismo de primera generación a intentar corregir esos defectos, a través
de una vasta bibliografía que no hace al presente trabajo aquí citar, y ahora,
con el post-revisionismo, se corre el riesgo cierto de caer en una nueva
manipulación, tal como la que consciente o inconscientemente realiza Norberto
Galasso en su obra “Seamos libres, que lo demás no importa nada”, texto que
inspiró el guión de la producción fílmica gubernamental llevada a la pantalla
grande poco tiempo atrás.
Galasso, pese a su
acierto en reafirmar la visión continentalista que atribuye documentadamente al
Libertador, la cual no es, ciertamente, originaria del nombrado, se manca por
otro costado no menos importante, incurriendo así en una suerte de “mitrismo” a
la inversa, intentado presentar un San Martín “progre” y anticatólico
infiriendo dicho autor poco menos que si aquél viviera entre nosotros podría
confundírselo en una marcha por la legalización del aborto o que bien podría
haber elegido como lugartenientes para sus campañas a Alex Freyre (plantitas
incluidas) y los activistas de la
FLGBT. Se parece mucho al viejo truco mitrista de pretender
apropiarse del héroe mítico, del icono colectivo por antonomasia, para
convalidar desde ese sitial las preferencias ideológicas actuales.
Pero al igual que la
historia oficial fundada por Mitre, este pseudo-revisionismo de ceño adusto y
en clave deprimente que pareciera representar Galasso, incurre en una
falsificación, menos grosera y ramplona que aquella, pero falsificación al fin.
Si Mitre presentó un San Martín como genio militar pero lavado en términos
políticos, que no habría tenido nunca definiciones respecto de los actores
políticos nacionales, Galasso en cambio nos ofrece un San Martín abanderado del
liberalismo político y, fundamentalmente, cultural dispuesto a desmontar uno
por uno los valores y costumbres identitarios de los pueblos iberoamericanos,
un quijote volteriano cuyo combustible habría sido, siguiendo ese revisionismo
en su lógica sesgada e interesada, dirimir más una contienda entre
“progresistas” y “oscurantistas” que la que realmente se libró entre, por un
lado, disgregacionistas funcionales a Gran Bretaña y, por otra parte, americanistas
en defensa de la unidad política de las ex colonias.
En su ya mencionado
libro, Galasso incurre, sin perjuicio de su gran acierto en desbaratar al San
Martín a-político y padre de una nacionalidad sólo argentina, tal como nos
fuera presentado por Mitre, en contradicciones, o inferencias que obedecen
acaso más a un deseo por apropiarse del Libertador para justificar preferencias
ideológicas actuales, pero que carecen de adecuada documentación que las
convalide.
Así, respecto de la
afinidad entre el prócer y los caudillos federales que durante la década de
1820 se opondrían tenazmente a las ideas rivadavianas, nos dice: “Esta
confluencia de los caudillos federales alrededor del General parece residir en
que hallen en él una política nacional progresista y popular que cada uno de
ellos, por sí solos, no alcanzan a formular. En este sentido conviene recordar
las apreciaciones de Enrique Rivera, quien señala que los caudillos federales
de las provincias interiores desarrollaron, frente a la prepotencia oligárquica
porteña, una política defensiva, dirigida a proteger intereses locales que,
incluso, a menudo recurría a formulaciones ideológicas reaccionarias, como lo
sería, por ejemplo, el ‘Religión o muerte’
levantado en un momento por Facundo. Atacados por el librecambio
porteño, que desintegra sus modestas economías -liquidando artesanías y
gérmenes de manufacturas- así como por el monopolio de la aduana por parte de
la oligarquía de Buenos Aires que le quitan medios de financiación, las
provincias reaccionan con enorme debilidad y primitivismo.”
La afirmación de que
los caudillos se referenciaban en San Martín por hallar en él una política que
además de nacional y popular fuera “progresista” (con todo lo ambiguo de este
último término) corre por cuenta del autor citado toda vez que tal palabra ni
siquiera era parte del léxico de la época, aunque se vislumbra que la
extrapolación no resulta ingenua por el sentido que dicho término tiene en la
actualidad.
Pero quizás lo más de
fondo en el planteo sea, por un lado, considerar “primitivismo” (lo que por
cierto nada tiene que envidiarle a Sarmiento y Mitre) la defensa de los valores
religiosos que eran expresión genuina de un pueblo que sabía que la
independencia política de España no suponía desvincularse de las tradiciones y,
por otro lado, omitir en el análisis que la reacción provincial, con obedecer a
causas políticas (el unitarismo de las constituciones de 1819 y 1826,
rechazadas airadamente por las provincias) y económicas vinculadas al
librecambio preconizado desde el puerto de Buenos Aires (sustituido por Rosas
en 1835 con la ley de aduana que fue aplaudida en el interior) no quedaba sólo
en esos aspectos. En efecto, la bandera de Quiroga y sus gauchos, es decir, del
pueblo, que rezaba “Religión o muerte” no se levantó sólo por redistribución de
renta pública o por una constitución escrita más o menos federal o unitaria,
sino en reacción contra la politica laicista desarrollada por Rivadavia y su
círculo volteriano de amigos, primero en el ámbito de la provincia de Buenos
Aires y luego con pretensiones de extenderla a todo el país.
Por ello, la visión
de Galasso según la cual nos ofrece un San Martín, con visión continental, sí,
pero liberal o “progresista” no logra explicar por qué motivos entonces no
existe un solo documento firmado por él en el que avalara explícitamente las
políticas de Rivadavia en temas tan sensibles y de tanta trascendencia
estratégica, campo en el que, como en el militar, también se libraba y se
seguiría librando una batalla contra el enemigo.
Al respecto, cabe
recordar que en carta dirigida por San Martín a O’Higgins, luego del
derrocamiento y fusilamiento de Manuel Dorrego, se lee con total claridad: “Por
otra parte, los autores del movimiento de diciembre, son Rivadavia y sus
satélites y a Ud. le constan los inmensos males que estos hombres han hecho, no
sólo al país, sino al resto de América con su infernal conducta; si mi alma
fuese tan despreciable como las suyas, yo aprovecharía esta ocasión para vengarme
de las persecuciones que mi honra ha sufrido de estos hombres, pero es
necesario enseñarles la diferencia que hay de un hombre de bien a un malvado.”
Es difícil encontrar en la correspondencia del héroe conceptos tan fuertes
dirigidos a destinatarios con nombre y apellido. El prestigio y la coherencia
de vida del Libertador confieren a sus expresiones el valor de una
trascendental definición.
Menos aún explica
Galasso que cuando tras la firma del Pacto Federal de 1831, y su adhesión por
parte del resto de las provincias, se iniciara entre nosotros la experiencia
confederal, delegando las provincias en Juan Manuel de Rosas el manejo de las
relaciones exteriores, no hubiera ocultado San Martín desde Europa su constante
adhesión a la política llevada a cabo por el Restaurador, fundamentalmente en
lo que a la defensa de la soberanía territorial refiere, teniendo un gesto que
para un militar de sus quilates constituye un símbolo que ahorra miles de
párrafos: legarle a Rosas nada menos que el sable que lo acompañó durante la
guerra de la independencia. Salvo que Galasso lo atribuya, como hizo Sarmiento,
a una “chochera” sanmartiniana.
Acaso José Pablo
Feinmann interprete fielmente el sentido más profundo que el federalismo
asumiría con Rosas, con estas palabras: “Crearlo todo de nuevo proponía Rosas.
Crearlo todo, era la tarea de Alberdi. Y en eso de nuevo que exige el caudillo
y omite el escritor, está la secreta causa que los llevó a enfrentarse. Porque
crearlo todo de nuevo no es crearlo todo sino restaurarlo todo (…). El fracaso
del unitarismo había terminado por aclararle las cosas a Rosas. Los ‘doctores’,
dedujo, no entendían nada. Obtenida esta certeza su aplicada lectura de los
hechos le hizo concebir la idea de fortalecer las estructuras tradicionales del
país (…). Aún estaba fuerte el recuerdo de Rivadavia. El laicismo impuesto por
las exigencias inglesas, la
Constitución antipopular, los empréstitos y el liberalismo
ruinoso para las provincias. Para acabar con eso y, más aún, para erigir al
país como una entidad autónoma, era necesario reconquistar una nacionalidad
amenazada por un doble frente externo e interno. Y nada de proponerse buscar
esa nacionalidad en Mayo, pues no era allí donde estaba, sino en las profundas
y lejanas creaciones del pueblo: en sus instituciones jurídicas, en sus
modalidades idiomáticas, artísticas y técnicas. No se trataba aquí de algo
surgido apenas veintisiete años atrás, sino de una pretérita cultura de siglo.
El españolismo de Rosas, que muchos liberales de izquierda y de derecha han
entendido como restauración de la colonia, feudalismo o meramente barbarie,
significa la clara percepción de un problema político: desligar a un pueblo de
su pasado es debilitarlo como nación.”
UN CONDUCTOR
CONSUSTANCIADO CON SU PUEBLO
Pero, ya que tocamos
ese tema que constituye un clásico histórico entre nosotros y que vincula a
caudillos y pueblos que ven en ellos la encarnación de sus anhelos colectivos,
Galasso también opina lo siguiente: “…no bien aparece Juan Manuel de Rosas como
importante figura de nuestras luchas políticas, San Martín lo observa con
expectación, suponiendo que ese estanciero con poder económico y militar podría
jugar un rol decisivo como fuerza integradora. Así, por lo menos, lo ve hacia
1830. Pero, al mismo tiempo, su liberalismo se disgusta ante la carga de
valores tradicionales que sustenta el futuro Restaurador, especialmente en lo
que se refiere al tema religioso.”
Decíamos más arriba
que acaso el neo-revisionismo de nuevo cuño se asemeje al mitrismo histórico en
esto de intentar acomodar los héroes del pasado a las preferencias políticas
que se tienen.
Detengámonos un poco
en el párrafo transcripto: en primer lugar, San Martín, y no sólo en base a lo
ya dicho sobre su sable de militar, sino a partir de abundante correspondencia
epistolar, no se limitaría a observar a la distancia la política rosista, sino
que la aplaudiría en cuanta ocasión se le presentara. En todo caso, la
expectativa de 1830 mutaría en decidido apoyo en los años posteriores.
En segundo lugar, el
alegado “disgusto” del “progresista” Libertador ante la política de
restauración en materia de moral pública (”temas religiosos” según Galasso)
llevada a cabo por Rosas es, a lo sumo, una conjetura del autor citado, no
convalidada con carta o nota alguna firmada por la pluma de San Martín. Acaso
el disgusto acerca de esa temática, omnipresente en su obra ciertamente,
corresponda a Galasso, y no tanto a San Martín. Y de nada sirve que el
historiador abunde relatando actos ejecutivos llevados a cabo por San Martín
una vez instalado en el gobierno de Lima destituyendo frailes o apercibiendo a
algún que otro obispo del lugar, puesto que ello obedeció más a que la Iglesia se había vuelto
rehén del Estado Español, es decir, regalista, en el último siglo, bajo el
gobierno de los borbones. Ergo, tratándose de una Revolución, aquél que
estuviera con el enemigo, fuese laico o sacerdote, podría ser tratado como un
traidor a la causa de América, como efectivamente hizo San Martín. Pero eso no
lo vuelve anticatólico. Semejante deducción sería como afirmar que Carlos V era
también anticatólico porque sus tropas entraron a sangre y fuego en Roma en el
famoso Gran Sacco de mayo de 1527. En ambos casos se trataba de disputas
políticas y no religiosas de fondo.
Volviendo a San
Martín, es posible afirmar que su visión de conjunto le permitiera vislumbrar,
al decir de Feinmann, que cortar las raíces culturales de los pueblos fuese una
forma más, junto con la militar y económica, de debilitarlo como nación.
Alejandro Pandra matiza
recordándonos una anécdota que vincula a Belgrano con San Martín diciendo que
“en carta a San Martín de 1814, el creador de la bandera aconsejaba: ‘Son muy
respetables las preocupaciones de los pueblos, y mucho más aquellas que se
apoyan, por poco que sea, en cosa que huela a religión. [...] La guerra no la
ha de hacer usted allí [en el interior] con las armas, sino con la opinión,
afianzándose siempre ésta en las virtudes morales cristianas y religiosas.
[...] Acuérdese usted que es un general cristiano, apostólico romano; cele
usted de que en nada, ni aún en las conversaciones más triviales, se falte el
respeto en cuanto diga nuestra santa religión; tenga presente no sólo a los
generales del pueblo de Israel sino a los gentiles, y al gran Julio César que
jamás dejó de invocar a los dioses inmortales’”
¿Fue lo de San Martín
genuino o impostado en cuestiones como las que aquí analizamos? Las fuentes
ideológicas que alimentaban y los intereses a quienes resultaban funcionales
sus enemigos declarados por una parte, pero también la conducta que asumiría a
lo largo de su carrera y vida, por otro lado, parecieran sugerir que lo suyo
estaba guiado por un genuino convencimiento más que por mero cálculo o interés.
Algunos ejemplos que confirman tal aseveración, entre muchos otros pero que se
omiten para no aburrir al lector.
En vísperas de
enfrentar acaso su mayor desafío como estratega militar que fue el cruce de Los
Andes, habiendo establecido su campamento en El Plumerillo en las afueras de la
ciudad de Mendoza, conciente de la disciplina y destreza que debían demostrar
sus granaderos, el Libertador no descuidó la moral de su tropa. Se ha dicho que
“Algunos días se hacían simulacros de combate y guerrillas, para acostumbrar al
soldado a estar preparado para esos actos. Por la tarde volvía a comenzar el
ejercicio de armas y de maniobras, hasta la oración, en que se pasaba lista, se
rezaba el Rosario a la retreta, y entonces solamente iban a descansar.”
Según el historiador
Pueyrredón, San Martín dio al ejército un cuaderno de leyes penales escrito por
él mismo, de las que sólo se han conservado el principio y el fin, como se
puede apreciar en el fragmento que sigue:
“LEYES PENALES DEL
EJÉRCITO DE LOS ANDES PARA LEER EN LOS CUERPOS A LA TROPA ; La Patria no
hace al soldado para
que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de
abusar de esta ventaja, ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se
sostiene.
La tropa debe ser
tanto más virtuosa y honesta, cuando es creada para conservar el bueno orden de
los pueblos, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al Gobierno para
ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados, que serían más insolentes con
el mal ejemplo de los militares.
A proporción de estos
grandes fines se dictaron las penas para sus delitos; y para que ninguno alegue
ignorancia, se manda notificar a los cuerpos en los términos siguientes:
Art. 1º - Todo el que
blasfemase contra el Santo Nombre de Dios, etc…
Las penas aquí
establecidas y las que se dictasen según la ley serán aplicadas
irremisiblemente: sea honrado el que no quiera sufrirlas: la Patria no es abrigadora de
crímenes. Cuartel General en Mendoza: José de San Martín”.
En lo que son las
ruinas de la antigua Iglesia Matriz de la ciudad de Mendoza, se lee que allí
mismo “el 5 de enero de 1817, frente a esta iglesia, se alzó el altar con la
imagen de la Virgen
del Carmen de Cuyo, donde San Martín la proclamó ‘Patrona y Generala del
Ejército de los Andes’. En el acto litúrgico se bendijo a la Bandera del Ejército de
los Andes y el bastón de mando.”
Asimismo, al ingresar
al atrio del famoso Convento de San Carlos, en la ciudad de San Lorenzo,
Provincia de Santa Fe, en una enorme placa de mármol se reproduce parte de la
carta enviada al prior del convento tras el Combate que tuviera lugar el 3 de
febrero de 1813 y que constituyera el bautismo de fuego del Regimiento de
Granaderos a Caballo por él creado. En esa carta el Libertador expresa su
profunda gratitud a toda la comunidad franciscana no sólo por la ayuda que le
prestara antes del combate sino también con posterioridad, fundamentalmente en
lo que refiere a la atención de los heridos y las exequias por los muertos de
ambos bandos. Esa carta, para quien la lea con un mínimo de objetividad,
trasunta reconocimiento sincero, lo que no se condice, lamentablemente, con el
guión de la película “San Martín: el combate de San Lorenzo” de 2008, que
presenta un héroe recelando permanentemente del los frailes por sospecharlos en
connivencia con el enemigo. Un desatino completo, a juzgar por la misiva a la
que se hiciera referencia.
Por su parte,
Cayetano Bruno nos ilustra documentadamente que San Martín tomó muy en serio la
preparación espiritual de su tropa, citando una carta dirigida por él al
Secretario de Guerra del Directorio, Marcos González Balcarce, en la que
expresa: “se hace ya sensible la falta de un vicario castrense que, contraído
por su carácter al servicio exclusivo del ejército, se halle éste mejor
atendido en sus necesidades espirituales y religiosas… Conforme a ello,
propongo para el vicario general castrense el Pbro. Dr. José Lorenzo Güiraldes.
Este eclesiástico, que al buen desempeño de su ministerio reúne un patriotismo
decidido, ejercerá aquel con la piedad y circunspección apetecibles.”
En síntesis, lo
emblemático de la figura de San Martín constituye acaso siempre una tentación
para acomodarla según las preferencias ideológicas del momento. Está muy bien
abundar en lecturas históricas y escribir sobre historia, pero acaso ayude a
comprender mejor la misma el tomar contacto directo con los sitios en los que
la historia tuvo lugar, para así tener la oportunidad de, con tan sólo leer una
placa, advertir posibles tergiversaciones de la misma.
Pablo Yurman
[Profesor Adjunto de la Cátedra de Historia
Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Rosario.
Texto publicado en Pensamiento Nacional]